martes, 5 de mayo de 2020

El cantor

Sus cantos eran dulces y melodiosos, en el barrio los vecinos podían oírla desde la otra cuadra. Recibía toda la atención de su cuidador, quien, con esmero, cada noche le limpiaba el recipiente del alimento y la cambiaba el agua.
Día a día había sido la alegría de los niños y, cuando estos crecieron, también los hijos disfrutaron de esas melodías. En un principio, tenía por compañera a una perra que trajo un pariente y que había pertenecido a una abuela, amiga de una amiga de la madre del cuidador. Un día la llevaron de urgencia al hospital y simplemente no regresó. La perra era sumisa, dócil con los niños y toleraba mansa que el ave se le montara en el lomo para acicalarla. Con el tiempo, mostró señales de enfermedad al igual que su dueña, tal vez por la avanzada edad o por dolencias ocultas.
Si en la puerta había visitas, ella daba la alarma con ladridos que avisaban a los nuevos amos.
Pasaron dos años y la fiel compañera dio el último aliento; fue con la primera melodía del solista. Este era un todo de plumas brillantes, criado desde pichón por la familia. Su mondo era la jaula, las aves que visitaban el patio, para comer las semillas que habían caído al piso.
Mientras hacían la limpieza de la jaula, solía pasearse por debajo de las sillas, por sobre ellas y la mesa, en el comedor; donde podía encontrar algún paquete de galletas, que disfrutaba picar. No es que buscara restos de migas en el piso o en la mesa, simplemente se paseaba, libre de volar de mueble en mueble.
Pocos de atrevían a interrumpir ese momento de libertad, él la defendía vigorosamente con su afilado pico. Quien lo intentó supo que no lo volvería a repetir.
Había aprendido a abrir la jaula y en cierta ocasión si aventuró a un vuelo a la higuera del patio, que era frecuentado por todo tipo de pájaros.
Arrastrado por el vuelo de las aves, se dirigió a otro árbol de la calle y, curioso, saltaba de rama en rama, mirando a los otros alados. Era toda una nueva forma de pasar el día, decenas de aves se le cruzaron, todas parecían seguir una rutina, entre los troncos buscaban larvas o frutos en otros, pero el pequeño tordo no sabía qué buscar ni qué comer.
Se había habituado a las semillas en el comedero y el agua siempre fresca en el recipiente, no necesitaba buscar alimentos. Cuando la noche se acercó, no supo el camino de regreso, todas las aves desaparecieron, volvieron a sus nidos entre las copas de los árboles, pero el tordo no supo volver a su jaula.
El viento soplaba por todos los lados, no tenía el refugio de la jaula protegida en el pasillo cubierto de cristales, no encontraba entre las ramas un lugar abrigado. La noche parecía no tener fin, tiritaba con las plumas erizadas; por fin, la claridad se abrió camino en la densa oscuridad con promesas de calor y alimento.
Los silbidos se dejaron oír desde la distancia. El cantor parecía petrificado sobre la rama que lo había cobijado; cuando los rayos del sol le dieron en el lomo y le calentaron el cuerpo, con un sordo graznido volvió a la vida, con movimientos torpes puso en orden el plumaje, ensayo saltos entre las ramas; en el árbol vecino se posaron dos gorriones de alegres cantos contagiosos, observó sus movimientos eléctricos, como espantados por una fiera. Salieron volando al firmamento.
Pasó el día de árbol en árbol, buscaba la compañía de las aves, pero ninguna toleraba su presencia. Deambuló el día esperando encontrar su comedor, intentaba hallar la higuera que tenía en frente de su jaula, pero en ningún recorrido pudo avistarla. El día ya oscurecía, para su pesar, traía finas gotas que incesantes durante toda la noche; al parecer el único aliado con el que contaba era la claridad del día.
Fueron día difíciles, pasó otra jornada de hambre; el agua la tomó de las hojas de las que pendían perlas brillantes; solo podía contemplar el ágil vuelo de los emplumados. Apenas tenía fuerza para seguir el vuelo de rama en rama; las hormigas hacían su labor entre sus patas, llevando el recorte de las hojas.
En la casa, el criador del tordo buscó al ave, recorrió las calles aledañas, preguntó a los vecinos, miró cada árbol por si la hallaba. Mientras caminaba, ensayaba sus silbidos, pasaba horas en busca de su mascota favorita.
Una tarde, cuando regresaba de la búsqueda, oyó ese característico sonido del tordo, ese silbido suave pero agudo; se le paralizó el aliento, levanto la vista, las ramas grises por la penumbra escondían cuanto nido o ave se hallara entre su follaje, un hilo húmedo se desprendió de su mirada, ensayo sus sonidos, otro tímido silbido se dejó oír.
Cuando tuvo identificada la rama del que provenía, se trepó al árbol, alto y de grueso tronco, pero su angustia pudo más, no paró hasta que alcanzó la rama donde vio al pequeño tordo, que, escuálido, tiritaba. La mirada oscura se fijó en el amo que lo había alimentado con tanto esmero, dio pequeños saltos, y al cuidador se le empaparon las mejillas cuando lo tuvo a su alcance.
Permanecieron un largo rato colgados en la rama, lo abrigó entre su pecho y la camisa, con suaves movimientos se desprendieron del árbol; caminaron por las oscuras calles hasta su domicilio.
Le tenía preparado alimento y agua fresca en el bebedero, desparramó migajas de galletas en la mesa para que se las comiera, cuando las penas cesaron, lo devolvió a la jaula y le puso un seguro más firme.
Fue la única vez que se había animado a esas aventuras, hasta que el tiempo hizo que olvidara esos pesares, la memoria del todo se había nublado por los cuidados el amo; una noche salió de la jaula, atraído por los movimientos de las hormigas que se llevaban las semillas caídas de la jaula.
Nada lo había preparado para un ataque traicionero, pero cuando saltaba entre las hormigas, un rugido rabioso se le abalanzó por la espalda, apenas tuvo oportunidad de emitir un fuerte sonido de pánico; cuando el amo salió alertado por el grito, del pequeño cantor solo quedaban restos de brillante plumaje negro azulado.
Levantó con pesar los restos del ave, eran apenas algunas plumas que se conservan en el álbum familiar como recuerdo del preciado cantor.

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