martes, 15 de septiembre de 2015
El guardián se nos fue
Una
llamada telefónica alborotó la casa con un pedido de auxilio. Era muy extraño
que alguien llamara a tan altas horas de la noche. El vecino más próximo se
hallaba a un kilómetro, era la voz de una mujer que hablaba, era muy difusa y
entrecortada la comunicación. Se trataba de la familia vecina que hacía poco se
habían mudado a ese lugar, la casa era de estilo antiguo pero era muy bonita,
por mucho tiempo había estado deshabitada, los dueños originarios habían
fallecido hace más de una década, desde entonces la casa solo tenía residentes
esporádicos que aparecían un par de veces por año, fue entonces que esta
familia se había instalado hacia ocho meses, se trata de un matrimonio con dos
hijos y una nena, el hombre viaja durante la semana a diversos lugares y
retorna a pasar el fin de semana con su familia, la mujer era seria y de pocas
palabras, se ocupa de criar a sus niños.
La
preocupación que generó con el llamado telefónico fue tal, que el hombre de la
casa junto a su esposa salieron en el vehículo a investigar de qué se trataba
tanto misterio en la casa de esta familia, cuando tocaron la puerta la casa
estaba con las luces apagadas, pero luego de insistir apareció un farol que se
balanceaba dentro de la casa, era la mujer que había reunido a sus hijos para
luego abrir la puerta, las lágrimas eran un síntoma extraño en esa cara rígida,
no la habían visto antes en ese estado, contó que luego de acostar a los niños,
oyó pelear al perro con otro animal, algo merodeaba en la zona, el perro de la
casa era un enorme bóxer, su sola presencia intimidaba, cuando los ruidos
cesaron la mujer salió a inspeccionar qué había ocurrido, luego de dar una
vuelta por la casa, encontró al bóxer tirado en la parte trasera de la casa, el
perro estaba muerto, había sido desgarrado el cuello, el pánico se apoderó de
la mujer, el guardián había muerto.
No
había consuelo para la mujer, rígida se resistía a mostrar debilidad ante sus
hijos, volcando la mirada hacia el oportuno auxilio mostraba el rostro diferente
al que pretendía expresar, aunque tenía la mirada en alto y el cuerpo erguido,
dejaba traslucir su miedo, y sin embargo, quería llorar.
martes, 1 de septiembre de 2015
La dama y el toro
Llevaban casi treinta años de casados. Eran una pareja alegre y feliz.
Desde que sus hijos habían dejado el nido, viajar se había convertido en una rutina en sus vidas.
Él cuidaba de dos enormes perros mastín napolitanos en su casa en Paris; acostumbraba jugar, abrazar y hasta besarlos. Eran quienes habían llenado el nido vacío ante la partida de sus hijos.
En uno de esos viajes se encontraban en Guadalajara, México, una zona de larga tradición taurina.
En un recorrido por la ciudad, conocieron un criadero de toros de lidia. Aún no habían estado nunca en la plaza de toros.
La pareja quedó cautivada por esos animales. Preguntaron si podían tocarlos y los llevaron ante uno que tenía la mirada oscura y profunda como su pelaje; todo el animal era de salvaje musculatura. Quedaron absortos ante la bestia, no se resistieron a estirar el brazo y tocar su brilloso pelo; fue entonces que él le lanzó un desafío a su esposa:
—A que no le das un beso. —Ensayó una sonrisa burlona.
—A que sí —respondió la mujer con el rostro desafiante y el entrecejo fruncido.
—No lo harás...—Se le escapó una carcajadita.
—Sí, lo haré...—Se la agitaba la respiración, mientras afilaba la mirada como intentando derretirlo por la furia que sentía—. Vos besas a los perros. —Apuntó con el dedo acusador y cada vez más desafiante.
—Pero si Tino y Tony son como nuestros hijos, los criamos desde cachorritos. —Intentaba justificar sus afectos para con sus mascotas, a la vez que encogía los hombros.
—Pero no tienes porque besarlos. —Cruzó los brazos y lo miró con indiferencia, poniéndose de costado.
—Sabía que no podrías. —Se le escapó otra carcajada.
—A que sí —respondió la mujer con el rostro desafiante y el entrecejo fruncido.
—No lo harás...—Se le escapó una carcajadita.
—Sí, lo haré...—Se la agitaba la respiración, mientras afilaba la mirada como intentando derretirlo por la furia que sentía—. Vos besas a los perros. —Apuntó con el dedo acusador y cada vez más desafiante.
—Pero si Tino y Tony son como nuestros hijos, los criamos desde cachorritos. —Intentaba justificar sus afectos para con sus mascotas, a la vez que encogía los hombros.
—Pero no tienes porque besarlos. —Cruzó los brazos y lo miró con indiferencia, poniéndose de costado.
—Sabía que no podrías. —Se le escapó otra carcajada.
La mujer hizo un giro nervioso hacia el toro. Estaba hecha un manojo de nervios, pero al observar esos profundos ojos, sintió la paz que emitían; en un parpadeo, todos sus temores se desvanecieron; con pasos serenos, se aproximó a la bestia, apenas podía escuchar su propio latido; tomó con las dos manos el hocico y, con los ojos cerrados, le dio un tierno beso; permaneció un instante apoyando la mejilla sobre la cabeza del animal; con toda la ternura que una mujer puede expresar, lo acarició hasta la punta del hocico.
Dio media vuelta y, con aire de triunfo, miró a su marido; se detuvo a unos pasos frente a él, que había entrado en cólera y, tenía los labios apretados; con la mirada de toro embravecido, echaba fulgurantes chispas; dio media vuelta con los puños apretados en la cadera y la cabeza hundida; cual volcán a punto de estallar, se marchó para su hotel.
Habían pasado varios años de esto y el hombre aún sentía pesar en su corazón por haber provocado a su dulce esposa.
Un pequeño desafío a una dama puede convertirse en una dolorosa derrota.
miércoles, 18 de marzo de 2015
Vida de cazador
De su cuello pendía un colmillo, era tan largo como el dedo medio de una mano grande.
Los preparativos lo ponía inquieto, revisaba una y otra vez sus pertenencias; todas sus provisiones las llevaba en una mochila alta, eso debiera durar tres o cuatro semanas, al final había quedado muy pesada.
Cuando partió de su casa fue hasta una remota aldea, desde allí se internó al monte, buscó una zona fresca, de árboles frondosos, bajo su follaje se podía pasar momentos agradables, la estadía en esos dias calurosos, la zona estaba en la linea de Capricornio.
Nada escapaba a su mirada, se había adiestrado desde su juventud como cazador; registraba cada detalle del monte, calculaba la dirección del viento, que huella seguir y que rumbo tomar. El bosque custodiaba infinidad de registros de sus habitantes; de los que moraban en los árboles, buscaba nidos de insectos, de los que hacían miel; en la tierra buscaba cuevas de cerdos salvajes, pero sus favoritas eran los nidos de las aves, con estas hacía provisión para varios días; en ocasiones la fortuna cubría sus necesidades hasta el hartazgo; un ciervo extraviado de su manada era presa fácil para el cazador, que hacía festín por varios días.
La rutina diaria del montero era observar marcas, pisadas y aromas; los animales desparramaban sus olores particulares a través de monte; los identificaba de acuerdo a lo que hallaba, tipo de pelo o color, pisadas profundas o ligeras; los rastros eran de muchos animales que transitaban en la espesura.
El segundo día ya tenía identificado la huella que seguiría, recorrió los alrededores poniendo obstáculos a posibles senderos de la presa; él esperaba en el sendero que le era favorable.
Cada día se instalaba bajo un árbol que estaba en el camino de la presa, conociendo el sentido del recorrido de la fiera, se sentaba dando la espalda al tronco, conservando con la mirada atenta a cualquier movimiento en las ramas.
A la tercera semana notó que las aves abandonaban sus nidos, como si sus vuelos hubieran sido sincronizados, huían despavoridas; se puso de pie y preparó el arma, había esperado ese momento desde que salió de su casa. Estaba listo para la caza.
Tomó su sombrero con la mano izquierda, lo extendió por debajo del arma, sobrepasando el punto de mira del rifle; con el brazo derecho apuntaba el arma. Los últimos rayos del día pintaba de dorados el monte; la tensión hizo correr gruesas gotas sobre su amplia frente, los flequillos se arremolinaban por la brisa que atravesaban, como intentando huir del peligro que se avecinaba; la transpiración se acumulaba en la barbilla, gota a gota se aproximaba el momento que había esperado.
Sus ojos se movían alrededor del estrecho camino que había estado vigilando día y noche; mantenía las cejas plegadas, la vista agudizada poniendo atención al polvoriento sendero.
Una pequeñísima piedrecilla cayó al centro de su atención, sus ojos se fijaron en él, uno o dos pasos atrás, dos manos peludas del felino se detuvieron, parecía relajado; el hombre levantó la mirada, cuando vio la nariz del animal, giraba la cabeza en todas las direcciones, esperando encontrar el extraño olor, la del traspirado cazador, este movió el sombrero como abanicando la mira del rifle, en ese instante el felino contrajo todo su cuerpo, como un rayo, corrió hasta propinar un zarpazo al sombrero del hombre, un maullido poderoso peinó sus flequillos; él permaneció petrificado, mantenía su compostura flexionada, apoyado sobre sus piernas, separadas a un paso una de la otra; el ladino con la garra extendida sacudió el polvo del viejo sombrero, al notar que no se movió el hombre, retrajo su cuerpo casi sentándose sobre sus patas traseras; conservando su mirada fija en el sombrero, cerraba y abría su mandíbula mostrando sus afilados colmillos, los rugidos eran espeluznante, intimidantes; entonces la fiera se relajó, giró su mirada a su alrededor, sereno volvió a fijar su atención sobre el sombrero, en aquel momento el cazador alineo la mira del arma con la fiera, una estrepitosa explosión rompió la quietud del monte; el rugido feroz había caído en el silencio, devorado por el bosque; la fiera había caído, desplomado yacía tirado sobre el polvo.
La vista del felino había quedado fija en el cazador, tenía una expresión de: ¿Qué hiciste? No había rencor, reflejaba la quietud de la espesura.
El cazador tomaba para sí otro tiempo más de serenidad en su interior, bajó su arma, agarró la vieja cantimplora y apagó la llama que consumía su pecho, con la manga de la grasienta camisa secó su faz.
El bosque se había teñido de rojo. El sol escondía su mirada.
martes, 13 de enero de 2015
¿Paró de llover?
Desde ese lejano paraje solo salía un colectivo a la semana, lo hacía al alba.
El pueblo era punto en una extensa planicie, el viento soplaba continuamente en todas las direcciones, el día más soleado era gris, debido al polvo en la atmósfera; había un regimiento de infantería, aglutinaba a una buena parte de la población dentro de sus muros; la población civil estaba dispersa en pequeños ranchos en la estepa.
Una licencia de los reclutas era un buen motivo para visitar sus hogares, la mayoría solo tenía que caminar hasta sus casas, pero no todos tenían su domicilio cerca. Uno de ellos hacia un largo viaje de setecientos kilómetros de caminos polvorientos, ver a su familia en cinco meses hacía especial el viaje.
Tomó el único transporte que lo llevaría a su destino, para su desfortuna, todos los asientos estaban ocupados, los pasajeros llevaban grandes bultos de equipaje, el camino era lento y agotador, en cada poblado que paraba, subían más viajeros; el calor en el vehículo era sofocante, el viento soplaba un cálido viento seco, era fatigoso.
En una de las paradas el soldado pidió subir al techo del ómnibus, el conductor se mostró generoso y accedió, esto le daba un lugar para otro pasajero en el pasillo, el viaje arriba del techo era poco más placentero, al menos el aire le daba en el rostro y llenaba los pulmones de aire fresco con libertad.
A la distancia, entre el cielo y la planicie, se dejaba ver un grueso nubarrón gris oscuro, que recorría hacia el oriente, su destino estaba al norte, dentro de si pensaba, al menos allí no tendré que tragar tierra; pasó una hora y el destartalado colectivo se arrimó al costado de la nube, en un instante la luz desapareció, gruesas gotas de agua empezaron a golpear al joven, sin titubear levantó la lona que cubría los equipajes; encontró un ataúd muy lujoso, desde un pequeño ventanal vio que estaba vacío, levantó las trabas y se acostó en el confortable terciopelo acolchado.
El golpeteo rítmico de la lluvia, era mecida por el viento sobre el colectivo, el sonido relajó al muchacho, le llevó a un sueño profundo.
La compañía de la refrescante nube terminó luego de una hora larga, pero el sueño del recluta fue hasta que llegó a destino el ómnibus.
Un par de maleteros subieron al techo para bajar los equipajes y bultos, levantaron la lona; comenzaron por los más próximos a la vereda, una tras otra fueron entregando las valijas a los viajeros, hasta que solo quedaba una mujer que vestía de luto, se la veía muy acongojada, pidió a otras dos personas que la ayudaran a recibir el cajón en la vereda, los maleteros arrastraron el féretro hasta el borde; de repente se abrió el ataúd, el soldado con el rostro soñoliento preguntó "¿Paró de llover?" dando un enorme bostezo.
Los maleteros no alcanzaron a gritar, el pánico ahogó sus voces, cuando el joven los vio como dieron el salto del techo, antes de que pudiera sentarse dentro del cajón, se levantó para ver lo que ocurría, observó que los dos maleteros hacían esfuerzo por levantarse del piso a cuatro patas casi arrastrándose por el suelo, volcaron su mirada hacia el techo y mostraron un rostro desencajado lleno de terror, en un pestañeo desaparecieron de la vista del soldado.
El joven volcó su mirada a su alrededor, observó el ataúd, se imaginó una escena en su cabeza; de repente largó una estrepitosa carcajada hasta redoblarse de la risa y tomándose con las manos el estómago.
Desde la vereda la mujer observaba perpleja, vio como huían los maleteros y las personas que se habían prestado ayudarla, levantó la mirada con indignación hacia el recluta y le gritó: «¿Qué hace en el ataúd de mi padre?»; el joven al oír la voz amenazante, se disculpó y se retiró del lugar, mientras se alejaba por las calles oscuras, no dejaba de sonreír por lo sucedido, cada dos pasos se escuchaba una risa contagiosa.
Desde entonces quedó la historia en el anecdotario de la familia del joven recluta.
viernes, 2 de enero de 2015
La Derivada y el Arcotangente ―el romance
Veraneaba una Derivada enésima en un
pequeño chalet situado en la recta del infinito del plano de Gauss, cuando conoció
a un Arcotangente simpatiquísimo y de esplendida representación gráfica, que además
pertenecía a una de las mejores familias Trigonométricas.
Enseguida notaron que tenían propiedades comunes.
Un día, en casa de una parábola que había ido a pasar allí una temporada
con sus ramas alejadas, se encontraron en un punto aislado de ambiente muy íntimo.
Se dieron cuenta de que convergían hacia límites cuya diferencia era tan
pequeña como se quisiera. Había nacido un romance. Acaramelados en un entorno
de radio épsilon, se dijeron mil teoremas de amor.
Cuando el verano paso, y las parábolas habían vuelto al origen, la Derivada
y el Arcotangente eran novios. Entonces empezaron los largos paseos por las asíntotas
siempre unidos por un punto común, los interminables desarrollos en serie bajo
los conoides llorones del lago, las innumerables sesiones de proyección
ortogonal.
Hasta fueron al circo, donde vieron a una troupe de funciones logarítmicas
dar saltos infinitos en sus discontinuidades. En fin, lo que eternamente hacían
los novios.
Durante un baile organizado por unas Cartesianas, primas del Arcotangente,
la pareja pudo tener el mismo radio de curvatura en varios puntos. Las series melódicas
eran de ritmos uniformemente crecientes y la pareja giraba entrelazada alrededor
de un mismo punto doble. Del amor había nacido la pasión. Enamorados locamente,
sus graficas coincidían en más y más puntos.
Con el beneficio de las ventas de unas fincas que tenía en el campo
complejo, el Arcotangente compro un recinto cerrado en el plano de Riemann. En
la decoración se gastó hasta el último infinitésimo. Adorno las paredes con
unas tablas de potencias de «e» preciosas, puso varios cuartos de divisiones
del termino independiente que costaron una burrada. Empapelo las habitaciones
con las gráficas de las funciones más conocidas, y puso varios paraboloides de revolución
chinos de los que surgían desarrollos tangenciales en flor. Y Bernouilli le
presto su lemniscata para adornar su salón durante los primeros días. Cuando
todo estuvo preparado, el Arcotangente se trasladó al punto impropio y
contemplo satisfecho su dominio de existencia.
Varios días después fue en busca de la Derivada de orden n y cuando
llevaban un rato charlando de variables arbitrarias, le espeto, sin más:
―¿Por qué no vamos a
tomar unos neperianos a mi apartamento? De paso lo conocerás, ha quedado monísimo.
―Con tono persuasivo.
Ella, que le quedaba muy poco para anularse, tras una breve discusión del
resultado, aceptó.
El novio le enseño su dominio y quedó integrada. Los neperianos y una música
armónica simple, hicieron que entre sus puntos existiera una correspondencia
univoca. Unidos así, miraron al espacio euclideo. Los astroides rutilaban en la
bóveda de Viviany... Eran felices!
―¿No sientes calor? ―dijo ella.
―Yo sí. ¿Y tú?
―Yo también.
―Ponte en forma canónica, estarás mas cómoda.
Entonces él le fue quitando constantes. Después de artificiosas operaciones
la puso en paramétricas racionales...
―¿Qué haces? Me da vergüenza... ―dijo ella.
―¡Te amo, yo estoy inverso por ti...! ¡Déjame besarte la ordenada en el
origen...! ¡No seas cruel...! ¡Ven...! Dividamos por un momento la nomenclatura
ordinaria y tendamos juntos hacia el infinito...
Él la acaricio sus máximos y sus mínimos y ella se sintió descomponer en
fracciones simples.(Las siguientes operaciones quedan a la penetración del
lector)
Al cabo de algún tiempo la Derivada enésima perdió su periodicidad.
Posteriores análisis algebraicos demostraron que su variable había quedado
incrementada y su matriz era distinta de cero.
Ella le confeso a él, saliéndole los colores:
―Voy a ser primitiva de otra función.
―Podríamos eliminar el parámetro elevando al cuadrado y restando. ―Él
respondió.
―¡Eso es que ya no me quieres!
―No seas irracional, claro que te quiero. Nuestras ecuaciones formaran una
superficie cerrada, confía en mí.
La boda se preparó en un tiempo diferencial de t, para no dar que hablar en
el círculo de los 9 puntos.
Los padrinos fueron el padre de la novia, un Polinomio lineal de exponente
entero, y la madre del novio, una Asiroide de noble asíntota.
La novia lucia coordenadas cilíndricas de Satung y velo de puntos
imaginarios.
Oficio la ceremonia Cayley, auxiliado por Pascal y el nuncio S.S. monseñor
Ricatti.
Hoy día el Arcotangente tiene un buen puesto en una fábrica de series de
Fourier, y ella cuida en casa de 5 lindos términos de menor grado, producto
cartesiano de su amor.
(Texto extraído de algún número de la revista de la ETS de Ingenieros
Industriales de Madrid, allá por el año 1990. Firmado: "La jaca
jacobiana")
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