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miércoles, 14 de diciembre de 2011
Terror en la costa
La perplejidad en su mirada no daba crédito a lo que estaba viendo. Sacudió su cabeza intentando despabilarse, apoyó sus manos en el canasto y se inclinó en el borde para verificar lo que estaba ocurriendo. Para asegurarse de que lo que estaba viendo era real, tomó su instrumento y calculó que la gigantesca ola tenía veinte metros de altura. La muralla de agua se extendía por cientos de kilómetros, la velocidad con la que viajaba era pavorosa. Cuando la ola pasó por debajo de su canasto, sintió el estruendo de mil cataratas juntas.
Los rayos del sol apenas comenzaban a dar su brillo. Salió de su casa cargando la enorme caja que contenía un globo aerostático, fue hasta el campo de donde solía partir, el rumbo era determinado en algunas ocasiones por las corrientes del viento. Por alguna extraña razón, el globo esa mañana tomó dirección hacia el océano.
La brisa que corría era cálida, a medida que tomaba mayor altura, tenía la impresión de que las playas eran más extensas esa mañana, tenía una sensación de paz. El silencio de las aves había pasado desapercibido para los lugareños.
Avanzó una distancia considerable mar adentro, cuando observó la enorme muralla en el océano. Nunca antes había visto algo semejante. Estaba acostumbrado a atravesar montañas, recorrer valles y ríos, pero una muralla tan uniforme, y que se movía a una velocidad asombrosa, simplemente, lo había paralizado por un instante.
Solo después de ver que la ola gigante se dirigía apresuradamente a la costa comprendió que la ola impactaría contra las casas ribereñas y en su pequeño pueblo. Una segunda parálisis se apoderó de su ser, un sentimiento de impotencia aplastaba su pecho.
De pronto, el viento cambió de dirección. La corriente ahora lo llevaba hacia la costa. Buscó su celular y se dispuso a llamar a su casa para alertar de lo que estaba sucediendo. El sol ya marcaba la plenitud de la mañana, pero en su hogar aún estaban durmiendo; después de cinco intentos, consiguió que alguien contestara, era su pequeño hijo de seis años, como no podía explicarle que estaba en peligro, le pidió que despertara a su madre.
—Ma, ma, es papi —Tironeaba de la remera de su madre, sin que esta se despertara, pero el padre le decía que gritara con más fuerza.
—¡Maaa, maaa, es papiii!
—Pero porque no vas a dormir que estoy cansada. —le gritó la madre al pequeño hasta intimidarlo.
—Te dije anoche que no quería hacer el viaje. —vociferó molesta.
—Escúchame, estoy en medio del mar, una ola gigante se dirige al pueblo, busca refugio en la montaña. La ola viaja muy rápido.
Corrió al comedor, abrió la ventana que daba a la costa, en el horizonte un grueso cordel parecía culebrear sobre el mar. Apresurada salió a la calle y, dando gritos desesperados, decía: «Tsunami, tsunami, tsunami». Al mismo tiempo tiraba del brazo de su hijo mientras corrían.
viernes, 11 de noviembre de 2011
Invasores alados
El día había sido sombrío y peligroso. El terror había reinado en las calles de la ciudad. Muchos de los habitantes habían alcanzado a huir a las montañas, con la esperanza de no ser atrapados por los invasores que habían irrumpido de forma repentina, una nube había oscurecido el cielo, parecía una plaga de langostas.
Durante todo el día habían atacado a los humanos; estaban sedientas de sangre; en el caos que produjeron, cientos huyeron rumbo a las montañas. Estos seres los buscaban para poner fin a sus victimas. Había llegado la medianoche y aún se oía ruidos entre las malezas. Muchos no habían conseguido ubicar un lugar seguro; acurrucados, se escondían entre los arbustos.
El aspecto de los usurpadores era similar al de los antiguos caballeros medievales, estaban cubiertos de gruesas corazas, que los hacían inmunes a cualquier intento de ataque con palos de los hombres, llevaban una larga cabellera color gris y otros la tenían amarronada, el ruido de su vuelo se asemejaba al estruendo de una catarata, tenían una cola larga, que la usaban para propinar terribles heridas a quien se atreviera hacerles frente.
Un manto oscuro cubría el valle. En la densa noche, un alarido rompió la calma. Un grupo de hombres con armamentos de grueso calibre habían rodeado la montaña, equipado con visores nocturnos, habían acorralado a un hombre-pájaro, con tiros certeros contraatacaban a los ocupantes, el grito que emitían era escalofriante.
La casería que estaban realizando los asaltantes era casi infrahumana; el trato que daban a los habitantes podía compararse con el ataque de un oso hormiguero a un nido de hormigas. Miles murieron decapitados de un solo golpe con una especie de tenaza que poseían en las extremidades. Cuando terminaron de pasar por esa ladera de la montaña, apenas se podía percibir una suave brisa sobre los arbustos. Y luego hubo silencio. Entonces el cielo comenzó a resplandecer con intensidad, miles de estrellas impávidas ante lo que sucedía en la tierra, parpadeaban su brillo. Y desde algún lugar en el horizonte, tal vez del cielo o del infierno desatado por los invasores, una deliciosa melodía se dejó escuchar, Réquiem para un sueño, música de Mozart, un tema tras otro se sucedía, lleno de vida el sol comenzaba a iluminar con sus rayos cálidos de alegría porque habían despertado de la horrible pesadilla que había dejado la ciudad en penumbra.
El hombre no sabía si salir de su escondite o volver a la profundidad de la mina en la que vivía desde que los hombres-pájaro habían invadido el planeta.
Temerosos, daban miradas tímidas desde la bocamina, el día se mostraba acogedor, todo evidenciaba que el terror había pasado.
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