El niño del barrio

Los chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio. Muchos de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo. De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela, tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; ...

El sueño consumido

Cuatro semanas que no aparecía su padre por la casa. Por lo general, siempre estaba los fines de semana; para los niños era motivo de celebración la llegada del padre, que venía cargado de bolsos con alimentos y, lo que esperaban los niños, las tradicionales tiras de asado.

La sombra II

Había sido abandonado en un sótano bajo el efecto de un somnífero, lo habían dejan en compañía de una camada de seis gatitos y la madre. Los ruidos y los saltos en su espalda lo habían despertado después de dos días; la tenue luz que ingresaba por una escalinata le permitía observar los juegos de las entrometidas compañías. ...

Vidas transformadas

Nadie iba a creerle. Había defraudado tantas veces a sus amigos, que en su interior solo había dolor.

Reencuentro

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Vuelo con globos

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Historias recurrentes

Comenzó abruptamente. Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que me contaría, comenzó diciendo: —Me voy a Brasil por trabajo. —¡Qué! Es una broma. Hacía dos meses que había comenzado en ese empleo...

Respuesta a un pedido desesperado (carta)

Apreciada señora: Luego de leer con atención su enfático pedido y lo crucial que esta situación es para su matrimonio, quiero recordarle que su requerimiento fue atendido con presteza, a pesar de los años que han transcurrido del envío de su carta. Nuestra oficina conserva todas las cartas que no se han llegado a ubicar al destinatario ni contienen un remitente al dorso....

Invasores alados

El día había sido sombrío y peligroso. El terror había reinado en las calles de la ciudad. Muchos de los habitantes habían alcanzado a huir a las montañas, con la esperanza de no ser atrapados por los invasores que habían irrumpido de forma repentina, una nube había oscurecido el cielo, parecía una plaga de langostas. ...

Noche en el museo

Esa mañana Pedro tenía el rostro perplejo. No había pasado un cuarto de hora cuando tenía la cabeza recostada sobre su cuaderno. Cuando terminó la clase, le dieron un empujón para que despertara, con la cara somnolienta, recogió sus pertenencias y se fue para el baño; cuando lo vieron de regreso, lo comenzaron a...

La sombra

Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes...

Inquieta peluche gris

Antes que el primer rayo del día se hicieran presente salió al monte, su rutina era buscar una presa y, si la fortuna se mostraba benigna le ofrecía un panal y su cristalino manjar...

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lunes, 11 de marzo de 2013

Secretos de familia


Era un día caluroso, la ruta estaba colapsada. Hacía casi veinte años que no hacia este recorrido, pero no recordaba esta ruta tan llena de vehículos.
Celeste vivía hace dieciséis años en la ciudad. Al partir de su pueblo, cuando apenas tenía dieciocho años, les había dicho a sus amigos del colegio: «Me voy a estudiar, seré médico». Fue su despedida. Desde entonces no había vuelto a la casa de su infancia.
El pueblo era pequeño, todos conocían la vida de los demás, la mitad de la gente vivía en el campo. El abuelo era jubilado ferroviario, había sido jefe de estación por muchos años, la abuela era una mujer dulce y hermosa. Tuvieron solo un hijo, que prestó el servicio militar en épocas de guerra y fue uno de los cientos que dieron su vida en el conflicto. Los abuelos nunca hallaron consuelo para esta pérdida. La madre y el padre habían sido compañeros de secundario. La madre, no bien había nacido, decidió dejarla con sus abuelos, quienes la criaron como a una hija; para ella eran sus padres.
Cuando tuvo edad suficiente, el abuelo una noche le contó la historia de sus padres, no quiso aceptar que ella era huérfana antes de haber nacido y que su madre la había rechazado, y creció con la idea de que sus padres eran ellos.
Terminó el secundario y decidió irse de casa. Desde niña había abrigado un sueño, ser médico. Durante diez años trabajó hasta quedar agotada, no tenía tiempo para diversiones ni vacaciones, solo largas noches de llanto. Fueron años difíciles que sobrellevó.
La abuela nunca dejó de llamarla, juntaba cuanto podía de su escasa jubilación para enviarle algún dinero. Era una mujer dulce, delgada, de ojos claros y alta; Celeste tenía mucho parecido con la abuela, juntas nadie podía dudar de su parentesco: sonrisa amplia, mirada franca, eran iguales.
Hacía seis años había fallecido el abuelo, aun se sentía herida, el abuelo había expresado con aspereza la situación de ella. De niña era juguetona, tenía muchas amiguitas en la escuela y en el vecindario, el secundario fue complicado porque sentía que era rechazada por sus compañeros, nunca supo a qué se debía.
En la ciudad el tiempo pasó muy rápido, hizo todo tipo de trabajos, necesitaba recursos para vivir en la metrópoli. Estudió por las noches toda la carrera, cada éxito que alcanzaba era la mejor palmada de aliento que recibía. Pasó diez años hasta ver hechos realidad sus sueños. Todo fue más llevadero desde entonces, empezó con guardias por muchos lugares, cubriendo suplencias, esto le trajo un mejor nivel de vida, abandonó la residencia universitaria y alquiló un departamento, fue todo un acontecimiento, desde entonces comenzó con sus primeras vacaciones, sencillamente era fabuloso.
Hacía tres meses había recibido una carta de su pueblo, era de un escribano, la tuvo arriba de su escritorio todo este tiempo sin abrirla, solo el ver el lugar del remitente, le producía malestar en el vientre. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de la abuela, fue la curiosidad que hizo que abriera el sobre, un sentimiento de angustia se apoderó mientras leía la carta. La abuela había fallecido, era una notificación legal que la declaraba única heredera, tenía que firmar unos documentos y tomar posesión. Pequeños hilos de lágrimas le corrieron por la mejilla. Decidir el viaje al pueblo fue difícil, cientos de imágenes venían a la mente, unas muy gratas y otras que creyó había olvidado.
Llevó el vehículo al mecánico para que lo pusiera en condiciones para el viaje. Hacía cuatro meses que había adquirido de un compañero del hospital, un coche. Solicitó una semana libre en el trabajo, hizo algunas compras para llevar en el viaje. Un domingo de verano partió rumbo a su pueblo, pensó que en cinco horas llegaría al pueblo, pero ese día no podía ser el menos indicado para el viaje, miles de veraneantes salían de la ciudad con rumbo a las playas. Los primeros cien kilómetros le tomaron medio día, terminar los cuatrocientos treinta kilómetros, ocho horas; llegó a la casa de los abuelos al anochecer. Agotada por el viaje, buscó un hotel donde pasar la noche.
Esa semana fue muy agitada con trámites burocráticos. Solicitó ayuda al escribano para que le recomiende un par de personas, para realizar la limpieza de la casa; el abandono era notable: pisos cubiertos de polvo, vidrios opacos, cortinas grises, maleza en el patio y placares llenos de ropa.
Tres días de intenso trabajo hicieron cambios drásticos en la casa, los recuerdos de su infancia eran más intensos cada día, en un placar oculto encontró las muñecas y peluches de su niñez, bellos momentos surcaron su cabeza, cuánta alegría traían esos juguetes. Un día, luego de almorzar, la curiosidad la llevó a ingresar en el altillo, al que solo el abuelo había tenido acceso, el lugar había estado prohibido para ella.
El altillo era espacioso. Muebles con cajoneras y baúles cubrían el perímetro del escondite del abuelo. Un ventiluz iluminaba el lugar, todo parecía haber sido clasificado con prolijidad. Una amplia cajonera llamó su atención, allí encontró una colección de álbumes fotográficos, fotos de un niño abrazando al abuelo que se repetían, nunca las había visto, al dorso de una foto encontró: «Mamá, papá y Carlitos. 1968». Los abuelos estaban muy jóvenes, el niño no tendría diez años, gruesas gotas de lágrimas corrieron por la mejilla. En un envase metálico de cookies encontró varias cartas, la destinataria era Julieta Phell, todas eran cartas románticas, expresaban amor por ella, en un sobre encontró una foto, era la imagen de un joven bien parecido en ropa de soldado: borcegos, casco, campera camuflada, mochila y un rifle en las manos; al dorso decía «Para la más hermosa chica y su bella pancita. Carlos», el parecido con el abuelo era notable, tenía una sonrisa radiante.
En el fondo de la cajonera estaba un pequeño cofre, contenía un diario, la tapa decía: «Julieta y Carlos. Diciembre 1981», en la contratapa había pegada una foto de una pareja joven, eran Julieta y Carlos. Eran sus padres, el diario pertenecía a Julieta, todas las páginas expresaban recuerdos de momentos lindos junto a Carlos. A mitad del diario concluía con un brusco cambio, la página estaba arrugada, tenía aureolas de manchas grises: «14 de septiembre, Celeste nació, no puedo soportar la pérdida de Carlos, llevaré a la bebé con sus abuelos».
De boca de un mal vecino, alguna vez había oído que a ella alguien la había dejado en la puerta de los abuelos en un canasto con algunos objetos. El corazón se le partió, y sus ojos se llenaron de lágrimas, pasó la noche llorando. Cuando salió el sol, buscó a la pareja que había trabajado en el arreglo de la casa, les pagó, cerró la casa y regresó a la ciudad.
El abuelo tenía razón.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Noche en el museo

        Esa mañana Pedro tenía el rostro perplejo. No había pasado un cuarto de hora cuando tenía la cabeza recostada sobre su cuaderno.
        Cuando terminó la clase, le dieron un empujón para que despertara, con la cara somnolienta, recogió sus pertenencias y se fue para el baño; cuando lo vieron de regreso, lo comenzaron a indagar: si se sentía bien, si había dormido esa noche, y otros se burlaban del semblante aletargado.
        Ante tanta insistencia de sus compañeros, contó la terrible experiencia de la noche pasada:
        A media tarde del día anterior, había recibido una llamada telefónica de un supuesto apoderado de su abuelo, este lo había citado para transmitirle una importante noticia: «Debe presentarse antes de las 19 h en la oficina del director», apresurado había tomado la dirección del lugar.
        Había llegado media hora antes, el lugar era un museo de cera,  buscó la oficina y se sentó a esperar la hora indicada. Le intrigaba el tema, su abuelo había fallecido hacía dos meses de una complicación respiratoria, cumpliría ochenta y dos años el día de hoy. Nunca había contado de algún apoderado, había arreglado todos los temas legales con anticipación, dejó su casa a nombre de los dos hijos que tenía, el abuelo vivía de su jubilación y de la ayuda que los hijos le brindaban.
        «¿Qué tendría el abuelo acá?», era la pregunta que comenzó a inquietar al joven. Cuando llegó la hora indicada, vio que la gente se iba retirando, nadie se había aproximado al lugar de la oficina.
        Se sentó en un banco del pasillo, cruzó los brazos en espera del apoderado y de la noticia que tenía para comunicarle. No pasó mucho tiempo y fue a una vidriera, el colorido traje que vestía ese personaje había llamado su atención cuando ingresó, mirando de reojo a su alrededor, se animó a tocar la figura. La textura era como la de una vela, muy suave. El aspecto, de un telegrafista, visera, anteojos redondos, bigote recortado con prolijidad; camisa blanca lisa, chaleco abotonado, un reloj de bolsillo, corbata de moño; tenía la mirada fija en un artefacto con un carretel que portaba hoja en cinta, que ingresaba a un aparato con varios rodillos dentados, estos mordían el papel, en la parte media de los cuales había una especie de punzón que marcaba la cinta de punto o raya, dejando un relieve impreso. El conjunto era: el carretel, una caja que contenía los mecanismos de los rodillos y un manipulador.
        Mientras observaba la escultura, un ruido de golpe de puerta cuando se cierra, lo sacó de su concentración. Volvió al banco del pasillo, esperando que alguien se aproximara, cinco minutos después las luces se apagaron, la penumbra fue total, como ciervo que huye de un cazador, se precipitó por los pasillos tanteando por las paredes en busca de la salida. Los traspiés se repetían con cada metro que avanzaba. Al doblar una esquina del pasillo, se dio un fuerte golpe a la altura de la rodilla con la punta de una banca, el dolor fue tan intenso que se recostó en el asiento por varios minutos, esperando que atenuara el dolor. Reincorporado, continuó con su búsqueda, esta vez los pasos eran arrastrados y más lentos.
        En un extremo del pasillo, llegó a ver un parpadeo rojo, con paso firme, apoyando las manos en la pared, continuó hasta llegar al lugar donde se emitía el destello. Era una pequeña caja de control de alarma: un teclado y una pantalla.
        Pensó que debía buscar ayuda, en algún lugar debiera encontrar un teléfono, la oscuridad no le permitía recorrer con prisa, le tomó más de una hora hasta que encontró en el sótano un aparato. Al fin pudo hacer una llamada a su casa, del otro lado se oía timbrar, pero nadie contestaba. Donde estaban sus padres, para esa hora ya tendrían que haber llegado; eran las diez de la noche, y no tenía forma de salir de ese lugar.
        Entonces se le ocurrió llamar a los bomberos, marcó el 100, … pero no sabía qué pedir, no había fuego; se limitó a contar que: estaba atrapado en un museo y no podía salir. Pensó que en un par de minutos vendrían a buscarlo, ¡puf! …
        Pasaron más de dos horas hasta que pudo oír las sirenas en la calle, cuando vio que abrían la puerta, sintió que la vida volvía a su cuerpo. Pero la noche aún no terminaba, pasó un largo interrogatorio en la comisaria,  si tan solo hubiera dicho que se quedó dormido, tal vez lo sacarían del museo y lo llevarían a su casa. Él les había contado de la llamada que había recibido, que tenía que presentarse en la oficina del director.
        Esa oficina hacía dos años que no se abría, el director había fallecido en un accidente automovilístico, y no tenía ninguna relación de amistad o laboral con el abuelo.
        ¿De dónde había salido esa llamada?

lunes, 5 de diciembre de 2011

Los dorados treinta


        Don Carlos había trabajado por cuarenta y siete años como funcionario público, estaba a solo un mes de cumplir sesenta y cinco años, edad que la ley requiere para acceder a la jubilación. 

        Los años que llevaba en esa dependencia lo hicieron conocedor de todos los vericuetos burocráticos en su trabajo. 

        Había iniciado su labor como mensajero a los dieciocho años, poco tiempo después de haberse graduado como perito mercantil. Los años sesenta eran favorables por la abundancia de empleo, eran los tiempos de los treinta años dorados, todos los productos de primera calidad estaban a disposición de la gente trabajadora.

        No dejó pasar muchos años cuando el joven aprendiz tomó la decisión de formar su familia, un año después fue padre afortunado de mellizas. Los tiempos de bonanza le permitieron acceder a otro empleo de medio tiempo en un restaurante, donde realizaba tareas contables. Sintió que era un hombre bendecido porque la vida le sonreía con la buena fortuna. 

        Juntó los ahorros de un par de años y, con un pequeño crédito para vivienda, consiguió adquirir una pequeña casa en un barrio periférico de la ciudad; en el lugar apenas habían pocas casas dispersas, los vecinos, al igual que su familia, eran jóvenes con niños pequeños.

        La población en ese lugar fue creciendo continuamente hasta llegar a convertirse en un lindo barrio con gigantescos supermercados y un shopping, aunque también se llegó a notar el vandalismo: hubo una época en que una serie de robos escandalizaron al vecindario. Les había tomado casi medio año identificar a los autores: se trataba de una joven pareja que se había mudado a la casa de un vecino del barrio, el hombre era un fabril que trabajaba largas jornadas, tenía cuatro niños y otro en camino, y, para aliviar los quehaceres de la casa, había permitido que la hermana menor de su esposa la acompañara. Ella convivía con su novio, que siempre andaba impecable, aunque desconocían su ocupación real. Él decía que era custodio.

        Aún recuerda cuando compró su primera radio, la alegría en la casa era eufórica, habían hecho una fiesta ese fin de semana para celebrar esa adquisición. En una fiesta patria, el artefacto desapareció. Había llevado a su familia a un desfile al centro de la ciudad, habían pasado un día inolvidable porque se habían juntado cinco compañeros de trabajo con sus familias, aprovechando el feriado. Al regreso a su casa, notó inmediatamente que la radio no estaba en el lugar que ocupaba, el costado derecho de la chimenea estaba vacío, recorrió las casas de los vecinos preguntando si habían visto intrusos.

        Una semana después, un vecino que trabajaba en una casa de empeños le trajo una buena noticia, su radio había aparecido. Con dificultad contó lo sucedido, un hombre ingresó al local para ofrecer una radio impecable, no deseaba empeñarla sino venderla, aducía que su madre estaba muy enferma y que necesitaba dinero para los medicamentos. Como el monto era bastante alto, demoraron un poco la transacción, pero, para asegurarse de que la radio funcionaba, se la habían alcanzado a él para que lo verificara. Fue entonces que reconoció la pequeña marca que tenía en el dial, la seña estaba en 780Mhz, en esa frecuencia las mellizas escuchaban la novela favorita a la hora de la merienda. 

        Un escalofrío recorrió su espalda, por una pequeña ventana que daba al mostrador vio que la persona que deseaba vender la radio era el cuñado del vecino fabril. Igual que muchos vecinos, también él había sufrido el robo de una moto Siambretta. Inmediatamente alertó al dueño del local de que la radio era robada, y de que él conocía a los dueños; con la confianza que los propietarios tenían en él, llamaron a la policía y denunciaron por hurto al malhechor y lo llevaron a la comisaría más cercana. Pero no se atrevió a decir quién era el delincuente.

        Para todos los vecinos los robos que habían sufrido habían sido muy dolorosos y, aún más, el verse traicionados en su confianza porque habían adoptado como vecino a este joven.

        Tal vez la senectud de don Carlos hacía que contará estos hechos como si hubieran pasado hace un par de semanas. Pensar en que se jubilaría lo ponía de mal humor, sabía que su situación económica no sería igual. Aunque sus hijas ya habían formado sus hogares y le habían dado cinco nietos, el más grande tenía veintiuno y el más pequeño ocho, no tendría más regalos con que consentir a sus nietos, calculó que la jubilación apenas alcanzaría para los víveres de él y su esposa; los gastos de la casa tendría que reducirse al mínimo: gas, luz y agua.

        Toda su vida había vivido con austeridad, pero en esta ocasión se veía más presionado. No podía salir a buscar otro empleo, como lo hacía cuando era más joven. No lo entusiasmaba nada tener que pasar el día en su casa sin una ocupación, había trabajado toda su vida, por muchos años había tenido dos empleos, que le permitieron obtener los recursos para darles educación universitaria a sus hijas. 

        Hacía un año que andaba con algunos problemas de salud, y los costos de los medicamentos se habían convertido en un presupuesto fijo, a pesar de que los adquiría con una bonificación de la obra social. 

        El panorama que tenía enfrente era desolador, nunca se había sentido tan desamparado, toda la modernidad no llegaba a consolar a don Carlos, solo veía que sus magros recursos serían absorbidos como el algodón de azúcar se desvanece en el paladar.