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martes, 30 de octubre de 2012
La alarma en la quinta
12:18
carnaval, cuentos, fiesta de fin de año, gilera, la alarma en la quinta, motocicleta, policia, robo
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El ruido de la alarma los hizo salir abruptamente de la casa. Subieron a la motocicleta y desaparecieron en la oscuridad.
Los propietarios, exaltados, llamaron a la policía. Era una típica casa quinta con escasos vecinos. Fue casual que ese día ellos decidieran pasar la noche a ese lugar, solo iban los fines de semana largos o fiestas de fin de año. El lugar era ideal para juntar a toda la familia. Cuando la abuela aún vivía, las reuniones familiares se hacían todos los fines de semana; la casa estaba siempre impecable. Cuando ella falleció, la casa fue abandonada, nadie se hizo cargo de los cuidados y de los arreglos. Se hacían esporádicas visitas, una vez por mes, solo para pagar las boletas, dejar un encargo para determinado trabajo.
Cacho y Tincho eran dos jovencitos que vivían en los ranchos que estaban a un kilómetro de la casona. En varias ocasiones habían estado en ese lugar realizando algunas tareas: cortando el césped, cuidando los animales y podando los árboles.
Se venían los carnavales, y los jóvenes buscaban algún dinero extra, deseaban pavonear con las chicas. Los recursos ganados con esfuerzo no eran suficientes para hacer alarde en las fiestas. Entonces pergeñaron un plan malvado. Tomarían alguna herramienta de la casona, luego lo venderían, el plan parecía sencillo, nadie notaría una herramienta faltante. Ambos sabían que la motosierra de la quinta sería fácil de liquidar.
Decidieron buscar a Carlos, amigo del vecindario, que tenía un taller de motos, para que les prestara una moto vieja, de esas que no podía vender, le propondrían probarla y, si les gustaba, tal vez se la comprarían. En realidad, solo deseaban usarla para su fechoría.
Pusieron en condiciones la moto, compraron un bidón de combustible y el aceite para la mezcla. El plan de los jóvenes era llegar con la moto apagada hasta la calle de la quinta, dejarla e ingresar por el agujero que ellos conocían en el alambrado. Tomarían la motosierra y escaparían. Pero no salió como ellos lo habían pensado.
Ignoraban que la casa tenía alarma, nunca habían visto que alguien fuera a instalarla. No bien abrieron la puerta del establo, un ruido ensordecedor los oprimió con terror y pánico. Inmediatamente corrieron por el camino por el que habían entrado. Uno de los perros los siguió hasta la calle, pero como los conocía, no les ladró.
Llegaron asustados a la casa de Tincho. Estaban aterrorizados porque desde el patio oyeron las sirenas del patrullero que se dirigía a la casona. Pasaron la noche en vela y sobrecogidos, se limitaron a mirarse la cara uno al otro, no tenían palabras.
martes, 14 de agosto de 2012
La maldad tatuada
13:26
3D, criminal, fotografía, heridos, hospital, maldad tatuada, narcóticos, pegamento, policia, prisión
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Vivió su infancia en un barrio marginado. A
temprana edad sus padres lo habían abandonado en la calle, y desde entonces, su
vida estuvo llena de malas influencias. Comenzó robando bolsos olvidados en la
calle, con los que juntaba algunas monedas para su sustento. Un circulo de
niños a los que se adhirió lo iniciaron en las drogas: en un principio, los más
grandes le proveían de la bolsa con pegamento, cuando fue más grande probó un
abanico de narcóticos, de las que también se hizo vendedor, fue entonces cuando,
con el dinero que este negocio le brindaba, fue alquilando habitaciones en
hoteles donde podía dormir e higienizarse.
El trato con distintos grupos de proveedores de
droga le hizo adquirir una personalidad insensible. No podía ser flexible ni
caritativo. Su mundo estaba rodeado de crueldad, adicciones y vicios. Ante
cualquier obstáculo, su prioridad era sobrevivir, de esa manera se hizo más
fuerte ante sus enemigos, a los que fue creándoles accidentes fatales uno por uno,
hasta que un día cometió un error que lo vinculó con un conocido personaje de
la farándula. Desde entonces caía una y otra vez en prisión, de las que terminaba
huyendo de alguna manera, y en su haber tenía una decena de crímenes.
En cierta ocasión, estando en prisión, simuló un fuerte
dolor abdominal y lo llevaron a un hospital con un guardia, esposado de la
mano, luego de ser revisado y mientras esperaba los resultados de los estudios,
aprovechó una distracción del guardia para reducirlo con un material punzante
que halló a mano, con el que le hizo varias heridas. Lo abandonó semimuerto en
el piso y huyó.
Otra vez libre, no le tomó mucho tiempo retomar el control
de su antigua actividad. Como un profesional, sentado en su oficina,
planificaba sus fechorías, para luego llevarlas a cabo; no podía darse el lujo
de dejar al azar ninguno de sus movimientos, su labor de cada día se desempeñaba
con mucha sutileza para eludir a sus captores. Ellos distribuyeron la
fotografía de un tatuaje en particular que lo distinguía de otros, quien
reconociese esa marca recibiría una recompensa por denunciar al criminal.
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