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jueves, 8 de noviembre de 2012
Familia asfixiante
13:09
asado ternerita, cuentos, Europa, familia asfixiante, libertad, palmaditas, sobreprotectora
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Era una típica familia de barrio. Norberto había crecido como lo
hacen los hijos únicos, aunque no lo era; sus padres habían perdido al
primogénito cuando este era un niño.
Desde que Norberto nació, había recibido toda la atención y
cuidado de sus padres.
Él solo deseaba un poco de libertad. Como los tiempos eran
difíciles y no podía insertarse laboralmente, había decidido seguir el rumbo
que muchos de sus amigos de facultad habían tomado.
Había resuelto irse a Europa, en busca de una oportunidad
laboral era su pretexto; progreso económico camuflaba la verdadera intención
que ocultaba. Comunicar a sus padres esta iniciativa sería muy difícil, para
ellos Norbertito aún seguía siendo el nene de la casa, aunque ya se había
graduado la facultad.
Esperó un día relajado y tranquilo. Volcar su interés por un
viaje traería complicaciones que tendría que pulir. Mientras transcurrían las
semanas, había estado haciendo provisión de recursos, había preparado: el
pasaporte, ubicó un amigo en el lugar de Europa al que llegaría y reservó un
boleto aéreo. Entonces calculó el próximo fin de semana largo para contar sus
planes a sus padres.
Tenía todo listo. El día indicado había llegado.
—El asado de hoy fue genial —dijo el padre.
—Sí, esta vez encargué ternerita.
—¿Dónde lo conseguiste?
—Un amigo que tiene campo me recomendó una carnicería, dijo que
su familia era su proveedor de ganado.
—Y ¿dónde vive tu amigo?
—En Europa.
—¿Cómo es eso? ¿No me dijiste que era del campo?
—Sí, su familia cría vacunos, pero él consiguió un trabajo allá,
¡está muy bien!
—Pero si el ganado es lo que más dinero da en este país —comentó
la madre.
—Él trabajó en el campo hasta que se vino a estudiar a la
ciudad, se graduó de ingeniero y pensó que sería una picardía que, con un
título bajo el brazo, estuviera cuidando vacas.
—Pero Bertín, hay que ser realistas, se vive cómodo cuando el
dinero abunda —volvió a intervenir la madre.
—Sí, la verdad que de eso quería hablarles hoy.
—¿De qué? Nunca te hicimos faltar algo, te hemos dado todo
cuanto necesitaste. —Levantando la cabeza con aire de suficiencia, el padre
fijó la mirada en su hijo.
—No papá, no quise decir eso. Mi amigo consiguió un empleo tan
bueno que le permitió ahorrar en un año lo que acá no lograría ni en diez.
Cuando vino de vacaciones, se compró una cuatro por cuatro. ¿No les parece
bueno eso? —Sus padres se miraron uno al otro con cara de desconcierto.
—¿Qué es lo que quieres decirnos? —frunciendo las cejas,
intervino la madre
—Los quiero tanto… me gustaría devolverles todo lo que han hecho
por mí, ahora el turno para apañar es mío, y me agradaría que no se privaran de
algunos lujos que el mundo ofrece. …Má, te has estado quejando del lavarropas
que ya no centrifuga. Pá, ya no tendrías que ir al bar para ver el partido de
fútbol en la TV LCD. ¡Tendrías una acá! —El tono de voz sonaba tan convincente,
pero sus padres no mostraban un pelo de entusiasmo, se los veía hundidos en sus
asientos.
—¡Qué! ¿Acaso quieres irte? —dijo el padre.
—En esta casa no hace falta nada. —La madre se resistía a
admitir la propuesta.
—Mi amigo habla con su familia todas las semanas, solo habilitó
su celular allá, y lo llaman al mismo número que tenía acá mientras
estuvo estudiando. Por eso sé tanto de él, porque le envío mensajes de
texto, y él a mí. —El aspecto de sus padres se fue relajando suavemente.
Para contagiarles su
entusiasmo, fue a sentarse al sofá en medio de ellos, abrió sus brazos y los
estrechó; simultáneamente, les propinaba pequeñas palmaditas.
Ellos se habían rendido. Ahora solo quedaba decirles que su
vuelo salía en quince días.
lunes, 28 de mayo de 2012
Vida de perro
1:21
cazadores, encadenados, invierno, jabalí, libertad, persecución, scoty, terry, vida de perros
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Tenía tres meses cuando fue apartado de su madre.
Llevaron al pequeño cachorro a una casa de campo, allí le pusieron un collar unido a una pesada cadena que lo ataba a un cajón de madera.
En el momento que llegaron a sus cajas, como nunca, esa noche los perros quedaron sin la cadena puesta; un ave que hacía su canto nocturno les llamó la atención, sin tener impedimento, caminaron explorando hasta llegar al pie del árbol de donde procedía el ruido; con ladridos espantaron al ave y se aventuraron en una persecución, que les llevó lejos de la casa. Por primera vez en casi el medio año que pasaron atados con cadena, sintieron la libertad de correr por el campo, pasaron varias horas corriendo uno detrás del otro, hasta que llegaron a una ruta con mucho tránsito de vehículos. Buscaron un reparo donde retozaron hasta el amanecer; nunca más volvieron a la casa del campo.
La gente que conoció a esos cachorros, en el reparo de la parada de colectivo, los llamaron: Scoty y Terry.
Llevaron al pequeño cachorro a una casa de campo, allí le pusieron un collar unido a una pesada cadena que lo ataba a un cajón de madera.
Aislado de la camada de seis cachorros, la vida juguetona se había acabado. Desde entonces lo entrenaban para cazar bajo el inclemente invierno; en las largas caminatas a las que lo llevaban, Scoty conoció a otro cachorro, Terry.
Ambos eran alimentados en el bosque, con presas que los cazadores mataban con tiros certeros; nevó los días que se quedaron atados a sus cajas, y, simplemente, no tenían nada para alimentarse.
En una de esas cacerías, corrieron tras un jabalí malherido por un tiro errado o porque la dureza del animal soportó el plomo en su cuerpo. Fue una larga persecución; Terry sufrió una herida en el lomo, por una feroz mordida, producto de una arremetida del jabalí; los cachorros lo acosaron con ladridos e intentos de captura, pero la fiereza del animal hizo larga la lucha, el hostigamiento fue sin tregua. Cada vez que alcanzaban a morder la cola de la presa, esta emitía chillidos aterrorizantes que intimidaban a los inexpertos cachorros; la persiguieron hasta un pequeño estanque del arroyo, donde el despojo, agotado, se cobijó en medio del embalse.
Ambos eran alimentados en el bosque, con presas que los cazadores mataban con tiros certeros; nevó los días que se quedaron atados a sus cajas, y, simplemente, no tenían nada para alimentarse.
En una de esas cacerías, corrieron tras un jabalí malherido por un tiro errado o porque la dureza del animal soportó el plomo en su cuerpo. Fue una larga persecución; Terry sufrió una herida en el lomo, por una feroz mordida, producto de una arremetida del jabalí; los cachorros lo acosaron con ladridos e intentos de captura, pero la fiereza del animal hizo larga la lucha, el hostigamiento fue sin tregua. Cada vez que alcanzaban a morder la cola de la presa, esta emitía chillidos aterrorizantes que intimidaban a los inexpertos cachorros; la persiguieron hasta un pequeño estanque del arroyo, donde el despojo, agotado, se cobijó en medio del embalse.
Varios intentos de ahuyentar al cerdo salvaje no tuvieron éxito. Entonces apareció el cazador, que, con sigilo, se aproximó hasta la orilla del estanque, el animal giró su cuerpo hasta fijar su mirada en el cazador, levantó el hocico oliendo por última vez el aroma del bosque, inclinó la mirada y se rindió a su destino final. Un tiro inmisericorde de escopeta terminó con el puerco salvaje.
Los cachorros permanecían sentados en la orilla, temblorosos por el frío o el terror que les infundió el fin del jabalí. El cazador, impávido, desentrañó las vísceras de la presa y se las tiró a los canes; estos acercaron la trompa, las olieron, con un relamido de sus hocicos se retiraron sin probar bocado, permanecieron sentados hasta que oyeron la orden de regreso.
Hasta ese día, la cacería había sido de pequeñas presas: conejos, liebres y perdices; jugueteaban con sus ellas hasta terminar con el último bocado; esta vez el regreso no fue como en otras ocasiones, que tenían un aire de triunfo cuando corrían manteniendo la cabeza y la cola en alto, satisfechos de haber aplacado su apetito.
Los cachorros permanecían sentados en la orilla, temblorosos por el frío o el terror que les infundió el fin del jabalí. El cazador, impávido, desentrañó las vísceras de la presa y se las tiró a los canes; estos acercaron la trompa, las olieron, con un relamido de sus hocicos se retiraron sin probar bocado, permanecieron sentados hasta que oyeron la orden de regreso.
La gente que conoció a esos cachorros, en el reparo de la parada de colectivo, los llamaron: Scoty y Terry.
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