sábado, 29 de septiembre de 2012
Simpáticas guerreras
12:12
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Salían de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna comida.
Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso, les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos, arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el árbol más próximo.
Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.
El dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda del collar del perro y lo dejó correr tras las pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano; desde una rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
La tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.
Como el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
Fue la última vez que lo vieron.
martes, 25 de septiembre de 2012
Amigo fiel
El
recorrido del pueblo a la ciudad era de ciento cuarenta y dos kilómetros.
Tenía
cara de sumiso y el hocico entre los pies, estaba enroscado durmiendo en la
calle; cuando oyó que se habría la puerta, saltó de su sueño y se aproximó batiendo
la cola entre las piernas. La sorpresa fue de la dueña del perro, que dio un
grito «¡Terry!».
Había
hecho un viaje de rutina, para visitar a su hijo mayor, que terminaba sus
estudios; la madre había llevado al más pequeño de los niños, llegaron para
saludar al joven, que se había alejado de la casa para concluir el secundario,
debido a que en el pueblo no había un colegio con estos cursos.
La
mascota tenía diez años, uno menos que
el niño menor de la familia.
Terry
era la delicia de los chicos, los
acompañaba en todas sus actividades: al río, a jugar a la pelota, a
cazar lagartijas, caminatas por el lago y algunas excursiones en bicicleta.
Para
el menor de los tres varones, Terry era como un hermano con quien podía jugar
hasta el cansancio, sin llegar a las peleas diarias, como con sus hermanos.
¿Como
hizo para recorrer esa distancia? Se preguntaba el pequeño, en algunas ocasiones
junto a sus amigos habían hecho parte del recorrido en bicicleta que fue agotador;
tenían empinadas cumbres que subir y atravesar ríos de deshielo de las montañas,
que surcaban hasta terminar en el inmenso lago, lugar donde terminaba la excursión.
Cuando
el muchacho vio al perro, corrió para abrazarlo, estaba agotado y hambriento;
le dio comida y lo limpió el pelo que lo tenía lleno de polvo, debido a que el
camino que había recorrido era de ripio.
Dejó
que descanse todo el día, ya que al siguiente tendrían que retornar a su casa;
esta vez buscó una caja donde llevar a su compañero de aventuras, así nadie en
el ómnibus se quejaría.
Terry
no hizo ruido alguno durante todo el trayecto de regreso, cuando percibió que
llegaron al pueblo, saltó de su caja y se dirigió a saludar al padre del niño
que los esperaba.
Como
si no hubiera sucedido nada, Terry estaba más que feliz de que regresaran al
hogar.
miércoles, 19 de septiembre de 2012
Pequeño huérfano
15:05
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Las vacaciones de invierno habían iniciado, la madre del niño iría de viaje a la casa de campo de los abuelos, y decidió llevar al más pequeño de los tres hermanos.
El recorrido tendría un par de escalas, debido a lo lejano del lugar, desde su casa; en el último trasbordo el viaje fue corto, pero no mas fácil, tomaron un viejo colectivo que les dejaría cerca, desde ese lugar caminaron hasta la casa antigua de los abuelos. El lugar era árido, la planicie de la zona estaba rodeada de agua que desbordaba de un río y un lago cercano.
La actividad principal de la casa era la cría de ovejas. Junto al primo, que había nacido en esa casa, salieron con el rebaño; primero fueron a un pastizal que distaba una hora de caminata, a media tarde llevaron los corderos al río, para que tomaran agua; allí siguieron pastando hasta la hora de regreso; los niños jugaban con una vieja pelota y con una onda con la que intentaban cazar algún pájaro que conseguían asechar.
En un momento de la tarde alguien grito: «¡zorro!» Sin demora salieron corriendo a buscar al intruso; la onda resultó ser el arma más certero, cargado de piedras del tamaño de huevo de codorniz, corrieron tras el animal que no tuvo su presa esa tarde.
Con la ayuda de perros ovejeros juntaron el hato y tomaron rumbo hacia la casa, agotado del largo trayecto a pié, estaba feliz de haber sido útil en ayudar a proteger la manada, retornó toda hasta su corral.
Cuando llegaron los esperaban con una deliciosa comida; guiso de cordero acompañado de quinua[1].
El sol se puso en un pestañeo, el frío seco pegaba con rudeza, aseguraron las puertas del corral y dos perros saltaron el muro y buscaron un espacio entre los ovinos, parecían dominados por el compromiso de cuidar a sus protegidos.
Durante la noche se oía el silbido del viento, de tanto en tanto los perros ladraban a los cuatro vientos, como para reafirmar su presencia en la casa.
Todos en la casa estaban de pie antes de que los primeros rayos del sol alumbraran. Apenas se podía sentir una suave brisa que soplaba, pero el frío se hacía sentir en toda su plenitud invernal; si había un recipiente con agua, esta se había congelado. El primo trajo un plato de th’ayacha[2] de kañawa[3], era agradable su sabor; improvisaron un guante con la manga de la chamarra[4] sostenían los trozos del delicioso desayuno, mientras caminaban alrededor del corral de los borregos.
A media mañana las mujeres volvían de ordeñar las ovejas, comentaron que encontraron a una cría que no tenía madre, contaban que ella había muerto dos días después de tener la cría, está también moriría: de frío o hambre, por no tener a su madre para que la cuidara.
La tenían bajo el brazo, la habían traído para sacrificarla, porque no tendría oportunidad de sobrevivir en el rebaño. Era un capullo blanco, tenía las orejas negras, una mancha en el ojo y hocico y, otras en el cuerpo; tenía la mirada extraviada como intentando hallar protección; el niño preguntó si podían dárselo, suplicó y dijo: «¡yo cuidaré de él!», se oyó firme en su expresión.
Ni bien lo tuvo en los brazos, se produjo algo que entre los adultos llaman «amor a primera vista»; el niño lo arropó entre su abrigo y dijo: «lo llamaré Martín».
[1] Quinua: Grano con 50% más de proteína que otros granos, se destaca por su riqueza en hierro, potasio y riboflavina; también es rico en vitaminas del complejo B, magnesio, zinc, cobre y otros.
[2] Th’ayacha: versión de un helado pero como ingrediente principal tenía la harina de kañawa y de otros granos y tubérculos.
[3] Kañawa: rico en aminoácidos como: lisina, isoleucina y triptófano; la calidad de proteína combinada al contenido de carbohidratos, de 60% y aceites vegetales de 8%, hacen de este grano de alto valor nutritivo.
jueves, 13 de septiembre de 2012
La triple frontera
15:17
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Era
un domingo de cielo cubierto y calles desiertas en la vertiginosa Ciudad del
Este.
Por
un pestañeo perdió el colectivo que le llevaría a Puerto Iguazú; esperar el
siguiente no era una opción cómoda, la frecuencia de ómnibuses los fines de
semanas podía llegar a dos horas.
Pasó
por el puesto fronterizo para registrar su salida. La sorpresa fue tal que su
nombre tenía una multa de quinientos dólares, debido a un egreso no registrado
en otro puesto. Según el comentario del oficial:
—Todo los pases que
tienen una doble raya en la parte superior, no son ingresados en las bases —Le
mostró la marca en la constancia de ingreso.
—¿Cómo puedo
resolver esto? —preguntó el mochilero casi palideciendo.
—Si quiere le puedo
hacer un descuento a doscientos cincuenta dólares.
—Pero este papel me
lo dieron en Falcón —protestó desconcertado.
—Llévese no mas,
puede cruzar el puente —Con mirada de desinterés despacho al viajero.
Con
cara de incredulidad, salió de la oficina y tomó rumbo al puesto de Foz do
Iguaçu, presentó su documento y le dijo que iba a Puerto Iguazú. «No necesita
registrarse, pase», tomó sus pertenencias y respiró seguro de que todas las
cosas están bien, caminó cincuenta metros y un fuerte chaparrón se precipitó,
los pocos transeúntes que hacían el mismo recorrido, se cobijaron bajo un alero
del tinglado que cubre el control.
Una
pareja que tenía a su hijo pequeño, le pusieron una bolsa plástica de
supermercado a su niño, y corrieron hasta el próximo alero, a setenta metros,
desde donde salían los ómnibuses a Puerto Iguazú. No transcurrió quince minutos
cuando seis personas tomaron el colectivo, en el recorrido fueron subiendo
pasajeros de distintas nacionalidades, hasta llenar el vehículo. La lluvia hizo
presa de todos los viajeros ese medio día.
El
control en el puesto de Puerto Iguazú fue más ligero el trámite, con varios box
que atendían simultáneamente, hizo sencillo el registro. El joven de la vieja
mochila roja azul Karrimor, cruzó la puerta y un oficial le pidió que pase su
mochila por el escáner de rayos X, desde el otro lado se escuchó:
—Che, mira esto —El
tono de voz petrificó al joven— habla español —preguntó un oficial que siguió
los pasos del viajero.
—Sí, que ocurre
—replicó intentando controlar sus nervios.
—Vacíe su mochila
¿qué es lo que tiene en esto? —Indicó a dos imágenes gemelas que resaltaban y
les pareció sospechosas.
—Ah, son dulce de
guayaba —contestó muy aliviado, mientras sacaba el contenido de la mochila
hasta entregar en las manos de un oficial los potes de dos kilos.
—Esta bien, puede
subir al ómnibus... disculpe las molestias —Cortes se mostró amistoso.
El
joven tenía un torbellino de sentimientos que no terminaba de identificar,
porque entre la ropa tenía una Tablet
adquirido en la zona franca, y además, una cámara reflex. Su temor era que le cobraran una taza por los dispositivos
adquiridos.
Mientras
reordena sus pertenencias oye a otro pasajero de origen australiano que no
tenía el pasaporte, y ningún documento; pedía al chófer que le dejará subir al
colectivo, y este se negaba a llevarlo si no tenía su pase fronterizo; con
suplicas y desasosiego, el hombre camina de un lado para otro, intentando
controlar el llanto. Cuando los pasajeros completaron el transporte, el hombre
aún suplicaba para que lo llevara, sin tener una respuesta afirmativa le dijo
«No le puedo llevar, tiene que pagar otro boleto y volver al otro lado.» le
cerró la puerta y partió.
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