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martes, 5 de mayo de 2020
El cantor
Sus cantos eran dulces y melodiosos, en el barrio los
vecinos podían oírla desde la otra cuadra. Recibía toda la atención de su
cuidador, quien, con esmero, cada noche le limpiaba el recipiente del alimento
y la cambiaba el agua.
Día a día había sido la alegría de los niños y, cuando estos
crecieron, también los hijos disfrutaron de esas melodías. En un principio,
tenía por compañera a una perra que trajo un pariente y que había pertenecido a
una abuela, amiga de una amiga de la madre del cuidador. Un día la llevaron de
urgencia al hospital y simplemente no regresó. La perra era sumisa, dócil con los
niños y toleraba mansa que el ave se le montara en el lomo para acicalarla. Con
el tiempo, mostró señales de enfermedad al igual que su dueña, tal vez por la
avanzada edad o por dolencias ocultas.
Si en la puerta había visitas, ella daba la alarma con
ladridos que avisaban a los nuevos amos.
Pasaron dos años y la fiel compañera dio el último aliento;
fue con la primera melodía del solista. Este era un todo de plumas brillantes,
criado desde pichón por la familia. Su mondo era la jaula, las aves que
visitaban el patio, para comer las semillas que habían caído al piso.
Mientras hacían la limpieza de la jaula, solía pasearse por
debajo de las sillas, por sobre ellas y la mesa, en el comedor; donde podía
encontrar algún paquete de galletas, que disfrutaba picar. No es que buscara
restos de migas en el piso o en la mesa, simplemente se paseaba, libre de volar
de mueble en mueble.
Pocos de atrevían a interrumpir ese momento de libertad, él
la defendía vigorosamente con su afilado pico. Quien lo intentó supo que no lo
volvería a repetir.
Había aprendido a abrir la jaula y en cierta ocasión si
aventuró a un vuelo a la higuera del patio, que era frecuentado por todo tipo
de pájaros.
Arrastrado por el vuelo de las aves, se dirigió a otro árbol
de la calle y, curioso, saltaba de rama en rama, mirando a los otros alados. Era
toda una nueva forma de pasar el día, decenas de aves se le cruzaron, todas
parecían seguir una rutina, entre los troncos buscaban larvas o frutos en
otros, pero el pequeño tordo no sabía qué buscar ni qué comer.
Se había habituado a las semillas en el comedero y el agua
siempre fresca en el recipiente, no necesitaba buscar alimentos. Cuando la
noche se acercó, no supo el camino de regreso, todas las aves desaparecieron,
volvieron a sus nidos entre las copas de los árboles, pero el tordo no supo
volver a su jaula.
El viento soplaba por todos los lados, no tenía el refugio
de la jaula protegida en el pasillo cubierto de cristales, no encontraba entre
las ramas un lugar abrigado. La noche parecía no tener fin, tiritaba con las
plumas erizadas; por fin, la claridad se abrió camino en la densa oscuridad con
promesas de calor y alimento.
Los silbidos se dejaron oír desde la distancia. El cantor
parecía petrificado sobre la rama que lo había cobijado; cuando los rayos del
sol le dieron en el lomo y le calentaron el cuerpo, con un sordo graznido
volvió a la vida, con movimientos torpes puso en orden el plumaje, ensayo
saltos entre las ramas; en el árbol vecino se posaron dos gorriones de alegres
cantos contagiosos, observó sus movimientos eléctricos, como espantados por una
fiera. Salieron volando al firmamento.
Pasó el día de árbol en árbol, buscaba la compañía de las aves,
pero ninguna toleraba su presencia. Deambuló el día esperando encontrar su
comedor, intentaba hallar la higuera que tenía en frente de su jaula, pero en ningún
recorrido pudo avistarla. El día ya oscurecía, para su pesar, traía finas gotas
que incesantes durante toda la noche; al parecer el único aliado con el que
contaba era la claridad del día.
Fueron día difíciles, pasó otra jornada de hambre; el agua
la tomó de las hojas de las que pendían perlas brillantes; solo podía
contemplar el ágil vuelo de los emplumados. Apenas tenía fuerza para seguir el
vuelo de rama en rama; las hormigas hacían su labor entre sus patas, llevando
el recorte de las hojas.
En la casa, el criador del tordo buscó al ave, recorrió las
calles aledañas, preguntó a los vecinos, miró cada árbol por si la hallaba. Mientras
caminaba, ensayaba sus silbidos, pasaba horas en busca de su mascota favorita.
Una tarde, cuando regresaba de la búsqueda, oyó ese característico
sonido del tordo, ese silbido suave pero agudo; se le paralizó el aliento,
levanto la vista, las ramas grises por la penumbra escondían cuanto nido o ave
se hallara entre su follaje, un hilo húmedo se desprendió de su mirada, ensayo
sus sonidos, otro tímido silbido se dejó oír.
Cuando tuvo identificada la rama del que provenía, se trepó
al árbol, alto y de grueso tronco, pero su angustia pudo más, no paró hasta que
alcanzó la rama donde vio al pequeño tordo, que, escuálido, tiritaba. La mirada
oscura se fijó en el amo que lo había alimentado con tanto esmero, dio pequeños
saltos, y al cuidador se le empaparon las mejillas cuando lo tuvo a su alcance.
Permanecieron un largo rato colgados en la rama, lo abrigó
entre su pecho y la camisa, con suaves movimientos se desprendieron del árbol;
caminaron por las oscuras calles hasta su domicilio.
Le tenía preparado alimento y agua fresca en el bebedero,
desparramó migajas de galletas en la mesa para que se las comiera, cuando las
penas cesaron, lo devolvió a la jaula y le puso un seguro más firme.
Fue la única vez que se había animado a esas aventuras,
hasta que el tiempo hizo que olvidara esos pesares, la memoria del todo se
había nublado por los cuidados el amo; una noche salió de la jaula, atraído por
los movimientos de las hormigas que se llevaban las semillas caídas de la
jaula.
Nada lo había preparado para un ataque traicionero, pero
cuando saltaba entre las hormigas, un rugido rabioso se le abalanzó por la
espalda, apenas tuvo oportunidad de emitir un fuerte sonido de pánico; cuando
el amo salió alertado por el grito, del pequeño cantor solo quedaban restos de brillante
plumaje negro azulado.
Levantó con pesar los restos del ave, eran apenas algunas
plumas que se conservan en el álbum familiar como recuerdo del preciado cantor.
martes, 13 de enero de 2015
¿Paró de llover?
Desde ese lejano paraje solo salía un colectivo a la semana, lo hacía al alba.
El pueblo era punto en una extensa planicie, el viento soplaba continuamente en todas las direcciones, el día más soleado era gris, debido al polvo en la atmósfera; había un regimiento de infantería, aglutinaba a una buena parte de la población dentro de sus muros; la población civil estaba dispersa en pequeños ranchos en la estepa.
Una licencia de los reclutas era un buen motivo para visitar sus hogares, la mayoría solo tenía que caminar hasta sus casas, pero no todos tenían su domicilio cerca. Uno de ellos hacia un largo viaje de setecientos kilómetros de caminos polvorientos, ver a su familia en cinco meses hacía especial el viaje.
Tomó el único transporte que lo llevaría a su destino, para su desfortuna, todos los asientos estaban ocupados, los pasajeros llevaban grandes bultos de equipaje, el camino era lento y agotador, en cada poblado que paraba, subían más viajeros; el calor en el vehículo era sofocante, el viento soplaba un cálido viento seco, era fatigoso.
En una de las paradas el soldado pidió subir al techo del ómnibus, el conductor se mostró generoso y accedió, esto le daba un lugar para otro pasajero en el pasillo, el viaje arriba del techo era poco más placentero, al menos el aire le daba en el rostro y llenaba los pulmones de aire fresco con libertad.
A la distancia, entre el cielo y la planicie, se dejaba ver un grueso nubarrón gris oscuro, que recorría hacia el oriente, su destino estaba al norte, dentro de si pensaba, al menos allí no tendré que tragar tierra; pasó una hora y el destartalado colectivo se arrimó al costado de la nube, en un instante la luz desapareció, gruesas gotas de agua empezaron a golpear al joven, sin titubear levantó la lona que cubría los equipajes; encontró un ataúd muy lujoso, desde un pequeño ventanal vio que estaba vacío, levantó las trabas y se acostó en el confortable terciopelo acolchado.
El golpeteo rítmico de la lluvia, era mecida por el viento sobre el colectivo, el sonido relajó al muchacho, le llevó a un sueño profundo.
La compañía de la refrescante nube terminó luego de una hora larga, pero el sueño del recluta fue hasta que llegó a destino el ómnibus.
Un par de maleteros subieron al techo para bajar los equipajes y bultos, levantaron la lona; comenzaron por los más próximos a la vereda, una tras otra fueron entregando las valijas a los viajeros, hasta que solo quedaba una mujer que vestía de luto, se la veía muy acongojada, pidió a otras dos personas que la ayudaran a recibir el cajón en la vereda, los maleteros arrastraron el féretro hasta el borde; de repente se abrió el ataúd, el soldado con el rostro soñoliento preguntó "¿Paró de llover?" dando un enorme bostezo.
Los maleteros no alcanzaron a gritar, el pánico ahogó sus voces, cuando el joven los vio como dieron el salto del techo, antes de que pudiera sentarse dentro del cajón, se levantó para ver lo que ocurría, observó que los dos maleteros hacían esfuerzo por levantarse del piso a cuatro patas casi arrastrándose por el suelo, volcaron su mirada hacia el techo y mostraron un rostro desencajado lleno de terror, en un pestañeo desaparecieron de la vista del soldado.
El joven volcó su mirada a su alrededor, observó el ataúd, se imaginó una escena en su cabeza; de repente largó una estrepitosa carcajada hasta redoblarse de la risa y tomándose con las manos el estómago.
Desde la vereda la mujer observaba perpleja, vio como huían los maleteros y las personas que se habían prestado ayudarla, levantó la mirada con indignación hacia el recluta y le gritó: «¿Qué hace en el ataúd de mi padre?»; el joven al oír la voz amenazante, se disculpó y se retiró del lugar, mientras se alejaba por las calles oscuras, no dejaba de sonreír por lo sucedido, cada dos pasos se escuchaba una risa contagiosa.
Desde entonces quedó la historia en el anecdotario de la familia del joven recluta.
lunes, 17 de marzo de 2014
Inquieta peluche gris
Antes que el primer rayo del día se hicieran presente salió al monte, su rutina era buscar una presa y, si la fortuna se mostraba benigna le ofrecía un panal y su cristalino manjar.
Caminó por los serpenteantes senderos del monte, los árboles lucían fantasmales, con sus ramas retorcidas por el viento.
El canto de las aves era cada vez más intenso, con el brillo rojizo en el horizonte. Las ramas cambiaban sus figuras tétricas a delicadas ramas verde oscuro, con los tenues rayos de luz.
Abajo de una enramada, vio movimientos torpes, con pasos suaves inclinó el dorso, al descubierto estaba una felpuda cola gris, la sujetó con suavidad y tiró de ella; era un pequeño peluchin gris con orejas punteagudas y hocico rojizo; movió la cabeza de un lado a otro, su mirada delataba su extravío.
La puso en un bolso y la llevó a su casa, allí la dejó entre una camada de cachorros de la perra de la casa; creció como uno de ellos, jugueteando a los mordiscos, en ocasiones su conducta delataba su instinto de caza, atacando con certeros mordiscos al cuello de su compañero de juego, este se quejaba con desesperados alarido para ser liberado, al correr peligro su vida.
Mientras todos los cachorros duermen por el aplastante calor, ella lleva una despreocupada e inquieta vida, con pasos ligeros recorre el patio de la casa y, la de los vecinos; remueve trozos de telas viejas, toma trocitos de madera y los lleva de uno a otro lugar; su instinto hace que recorra cada recoveco de la casa y, la del vecindario, con la nariz al ras del piso.
Un extraño visitante persigue con la mirada de asombro a la pequeña; admirado, no dejaba de seguir los movimientos a ése pelaje gris brillante, sus cortas patas no le dejanban quieta un instante.
Alertada con los gruñidos de su madre, la pequeña se dirigió hacía ella buscando asilo en su mirada protectora, que con una áspera sonrisa ahuyentó al furtivo, aunque su hija era una zorra.
viernes, 11 de enero de 2013
Extraño encuentro
19:10
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Hacía mucho tiempo mi abuelo me contó algo que le había cambiado
la vida fue una noche, mientras hacía un viaje de aventura en un paraje alejado
entre densos bosques y montañas que parecían tocar las nubes con sus picos
afilados.
Esa noche, como habitualmente, se dispuso a dormir en una cueva. Había caminado todo el día; agotado, preparó una comida en un fuego que improvisó con ramas que abundaban en el bosque y comió arroz con atún enlatado; para permanecer abrigado recolectó una buena cantidad de leña, que iría tirando al fuego para mantenerlo avivado durante la noche, también esto lo protegería de los animales que estuviesen merodeando por esos parajes.
Esa noche, como habitualmente, se dispuso a dormir en una cueva. Había caminado todo el día; agotado, preparó una comida en un fuego que improvisó con ramas que abundaban en el bosque y comió arroz con atún enlatado; para permanecer abrigado recolectó una buena cantidad de leña, que iría tirando al fuego para mantenerlo avivado durante la noche, también esto lo protegería de los animales que estuviesen merodeando por esos parajes.
Muy pasada la medianoche, un soplido de respiración profunda lo
despertó, del fuego solo quedaban pequeños trozos de brasas chispeantes, la
oscuridad era densa, el cielo estaba cubierto de pesadas nubes, que amenazaban
descargar sus pesadas bodegas. Se levantó para avivar las brasas con ramas
pequeñas hasta que las llamas iluminaron aquel lugar.
Cuando volvía para su improvisada cama, una imagen lo paralizó,
parecía un robusto toro, pero no era un animal, la figura de este ser estaba
marcado con gruesa musculatura. Aunque el abuelo era alto, se vio tan
disminuido que apenas lo alcanzaba al pecho. Esa respiración profunda que lo
había despertado tenía un origen, tan solo a unos pasos los separaba, nunca
antes había sentido tan fuerte el crepitar del fuego. Tras un largo rato de
observarse mutuamente, simplemente, este individuo se dio vuelta y desapareció
en la oscuridad del bosque.
Al siguiente día cuando amaneció, pudo ver las enormes huellas
que había dejado, sacó un molde de esas huellas, cuando volvió para su casa, lo
guardó en un altillo.
En una de mis tantas
travesuras y juegos a las escondidas, encontré ese molde, medía como tres
palmas mías. Ese día después de la cena, le pregunté al abuelo de quién era esa
huella, entonces me llevó a la estufa de leña, avivó el fuego y me contó la
aventura de ese viaje y ese extraño encuentro.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
Tormenta en la montaña
12:56
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Habían entrenado durante seis
meses para una vacación de turismo aventura. Ambos habían preparado todo para
el viaje; para reducir costos, sacaron boletos de tren con varios meses de
anticipación e hicieron compras de víveres para dos semanas. Las mochilas
estaban a su límite de carga.
El viaje en tren ya fue una aventura, las demoras en la salida, el
hacinamiento de los pasillos; eso sí, fue un buena ocasión para hacer amigos y
recabar más información del lugar de su destino, laguna Diamante. El camino era
de ripio, en un tiempo en esa zona trabajó una empresa canadiense, extraían
minerales valiosos como el tungsteno, el cambio monetario hizo que la empresa
se retirara hace quince años. El campamento minero quedó como un pueblo
fantasma. En sus mejores tiempos estaba habitado por casi tres centenas de
familias, las que contaban con todas las comodidades de una pequeña ciudad:
hospital, una proveeduría amplia, un cine, canchas deportivas, iglesia, y hasta
un puesto policial.
Cuando los jóvenes aventureros
llegaron al pueblo, apenas encontraron a dos decenas de personas, quienes aún
se dedicaban a la minería, aunque en condiciones muy precarias, no contaban con
energía eléctrica, el agua la tenían que buscar en un arroyo que fluía
hacia la laguna. La vista de la laguna desde el campamento era maravillosa,
girando la mirada para la izquierda estaba la razón por la que habían hecho el
viaje, una piramidal montaña con un pico que era una corona de un volcán
extinto.
Levantaron sus carpas en lo que había sido una
cancha de básquet, estaba en un lugar protegido de los fuertes vientos que
soplaban. Luego de merendar, se dispusieron a explorar un poco el
lugar. Recorrieron todo el pueblo, todas las casas estaban abandonadas, las
mejores eran los que estaban ocupadas por los mineros, que, por el tipo de
construcción, tal vez habían pertenecido a los propietarios de la mina,
parecían fortalezas, muy diferentes a las casas de los obreros que
eran muy modestas y estaban dispuestas de a cinco, una al lado
de otra, en columnas de diez hileras, de las que había como seis
filas. Descendieron hasta la laguna, el agua era muy fría, pero cristalina, no
parecía haber vida en el lago, aunque los pobladores les habían dicho que en
épocas de pesca llegaban a sacar peces.
Caminaron casi hasta el otro
extremo del lago, curioseando, tomando fotos, sencillamente, disfrutaban
del lugar, las nubes parecían que estaban a su alcance, una tras otra
pasaban impulsadas por el viento. Sin darse cuenta de la hora, la noche
los sorprendió en un santiamén. El retorno al campamento se hizo muy largo,
debido a la oscuridad de la noche, densas nubes cubrieron el cielo, la ansiedad
por llegar a sus carpas era notoria en su respiración agitada: Pequeñas
gotas de agua comenzaron a caer, sus pisadas cada vez eran más rápidas; de
repente, un fuerte trueno dejó caer un rayo que iluminó la
montaña, ambos cayeron al piso por el estruendo, el eco resonó entre las
montañas, corrieron hasta la primera casa que estaba a la vista, la lluvia se
hizo más copiosa, para cuando llegaron a la casa, estaban completamente
empapados.
Con el corazón en el cuello,
llegaron a cobijarse de la lluvia en una precaria casa, ahora al menos tenían
un techo que los cubría. No terminaron de sentarse en el piso cuando cayó otro
rayo que iluminó la habitación, el estruendo fue tal que, con las
manos en la cabeza, la enterraron entre sus piernas, el pánico se apoderó de
ellos; la ropa mojada y el frío ya no eran un tema del cual ocuparse, los
truenos retumbaban en el oscuro cielo. Todas las horas de entrenamiento que
habían hecho no los habían preparado para una situación como esta, no
había una palabra de aliento en ninguno de ellos. Sus pensamientos era
volver lo más pronto posible a sus casas. Qué los había
llevado a esos parajes tan lejanos, todos sus planes en cuanto a la
ascensión a la montaña los estaban replanteando, qué sería de ellos en una
noche como esta, en medio de la montaña, sencillamente, era inimaginable una
escena así. En silencio, acurrucados en una esquina de la casa, pasaron la
noche. No tomaron en cuenta en qué momento cesó la lluvia, agotados por la
tortura nocturna, quedaron profundamente dormidos.
Cálidos rayos de sol iluminaron muy temprano la habitación, el
canto de un pájaro posado en la venta los despertó, entumecidos por el piso de
piedra, se pusieron de pie para estirar las extremidades, sus miradas estaban
llenas de perplejidad.
Nunca antes habían estado en una situación como esa.
martes, 20 de noviembre de 2012
El niño del barrio
Los
chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio.
Muchos
de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos
escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo.
De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela,
tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; cuando terminaba el
partido el niño desaparecía.
Los chicos se quedaban para repartir algún helado de agua o barritas de hielo
saborizado; compartían cuentos y chistes; una tarde invitaron al niño para
quedarse un momento, para conocer algo de él; hablaba poco, como no conseguían
mucha información, intentaban persuadirlo para que contara algo sobre él y de su
familia.
—Si nos
dices dónde vives, te dejamos tomar el helado —Uno de los chicos del grupo puso
a su alcance el helado de agua.
—No tengo
calor —contesta el pequeño.
—Pero si
tienes hambre puedes tomar el helado —insistían.
—Cuando
tengo hambre me como los sapitos. —responde desmereciendo la oferta.
—¡Qué! —Los
niños con ojos saltones, no daban crédito a lo escuchaban.
—Son ricos,
a que no lo prueban —El desafío se había revertido.
—Si vos lo
comes, yo los comeré —Un niño del grupo acepta el reto.
—Bueno, conozco
dónde hay muchos —Se levantaba del piso y salía corriendo.
—Vamos a
ver a donde se dirige —dijo uno de los chicos y siguieron al niño.
Tras
correr cuatro cuadras, llegaron a donde había un arroyo y pequeños estanques de
agua; estaba cubierto de una especie de diminutas plantas acuáticas que cubrían
los charcos, como si fuera una alfombra, era de color verde agua. No tardaron mucho cuando
vieron pequeños puntos negros que se movían sobre el manto.
Con
mucha pericia el niño atrapa una y se lo alcanza al niño que había aceptado el
reto, esté con cara melindrosa estiraba la mano, cuando sentía en la mano las húmedas
patitas de la ranita, el niño pega un grito, agitando la mano tira
al anfibio al charco.
El
niño irrumpe en carcajada y atrapa varias, con el puño cerrado se fue dando
pequeños saltos mientras llevaba a su boca su captura.
jueves, 8 de noviembre de 2012
Familia asfixiante
13:09
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Era una típica familia de barrio. Norberto había crecido como lo
hacen los hijos únicos, aunque no lo era; sus padres habían perdido al
primogénito cuando este era un niño.
Desde que Norberto nació, había recibido toda la atención y
cuidado de sus padres.
Él solo deseaba un poco de libertad. Como los tiempos eran
difíciles y no podía insertarse laboralmente, había decidido seguir el rumbo
que muchos de sus amigos de facultad habían tomado.
Había resuelto irse a Europa, en busca de una oportunidad
laboral era su pretexto; progreso económico camuflaba la verdadera intención
que ocultaba. Comunicar a sus padres esta iniciativa sería muy difícil, para
ellos Norbertito aún seguía siendo el nene de la casa, aunque ya se había
graduado la facultad.
Esperó un día relajado y tranquilo. Volcar su interés por un
viaje traería complicaciones que tendría que pulir. Mientras transcurrían las
semanas, había estado haciendo provisión de recursos, había preparado: el
pasaporte, ubicó un amigo en el lugar de Europa al que llegaría y reservó un
boleto aéreo. Entonces calculó el próximo fin de semana largo para contar sus
planes a sus padres.
Tenía todo listo. El día indicado había llegado.
—El asado de hoy fue genial —dijo el padre.
—Sí, esta vez encargué ternerita.
—¿Dónde lo conseguiste?
—Un amigo que tiene campo me recomendó una carnicería, dijo que
su familia era su proveedor de ganado.
—Y ¿dónde vive tu amigo?
—En Europa.
—¿Cómo es eso? ¿No me dijiste que era del campo?
—Sí, su familia cría vacunos, pero él consiguió un trabajo allá,
¡está muy bien!
—Pero si el ganado es lo que más dinero da en este país —comentó
la madre.
—Él trabajó en el campo hasta que se vino a estudiar a la
ciudad, se graduó de ingeniero y pensó que sería una picardía que, con un
título bajo el brazo, estuviera cuidando vacas.
—Pero Bertín, hay que ser realistas, se vive cómodo cuando el
dinero abunda —volvió a intervenir la madre.
—Sí, la verdad que de eso quería hablarles hoy.
—¿De qué? Nunca te hicimos faltar algo, te hemos dado todo
cuanto necesitaste. —Levantando la cabeza con aire de suficiencia, el padre
fijó la mirada en su hijo.
—No papá, no quise decir eso. Mi amigo consiguió un empleo tan
bueno que le permitió ahorrar en un año lo que acá no lograría ni en diez.
Cuando vino de vacaciones, se compró una cuatro por cuatro. ¿No les parece
bueno eso? —Sus padres se miraron uno al otro con cara de desconcierto.
—¿Qué es lo que quieres decirnos? —frunciendo las cejas,
intervino la madre
—Los quiero tanto… me gustaría devolverles todo lo que han hecho
por mí, ahora el turno para apañar es mío, y me agradaría que no se privaran de
algunos lujos que el mundo ofrece. …Má, te has estado quejando del lavarropas
que ya no centrifuga. Pá, ya no tendrías que ir al bar para ver el partido de
fútbol en la TV LCD. ¡Tendrías una acá! —El tono de voz sonaba tan convincente,
pero sus padres no mostraban un pelo de entusiasmo, se los veía hundidos en sus
asientos.
—¡Qué! ¿Acaso quieres irte? —dijo el padre.
—En esta casa no hace falta nada. —La madre se resistía a
admitir la propuesta.
—Mi amigo habla con su familia todas las semanas, solo habilitó
su celular allá, y lo llaman al mismo número que tenía acá mientras
estuvo estudiando. Por eso sé tanto de él, porque le envío mensajes de
texto, y él a mí. —El aspecto de sus padres se fue relajando suavemente.
Para contagiarles su
entusiasmo, fue a sentarse al sofá en medio de ellos, abrió sus brazos y los
estrechó; simultáneamente, les propinaba pequeñas palmaditas.
Ellos se habían rendido. Ahora solo quedaba decirles que su
vuelo salía en quince días.
martes, 30 de octubre de 2012
La alarma en la quinta
12:18
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El ruido de la alarma los hizo salir abruptamente de la casa. Subieron a la motocicleta y desaparecieron en la oscuridad.
Los propietarios, exaltados, llamaron a la policía. Era una típica casa quinta con escasos vecinos. Fue casual que ese día ellos decidieran pasar la noche a ese lugar, solo iban los fines de semana largos o fiestas de fin de año. El lugar era ideal para juntar a toda la familia. Cuando la abuela aún vivía, las reuniones familiares se hacían todos los fines de semana; la casa estaba siempre impecable. Cuando ella falleció, la casa fue abandonada, nadie se hizo cargo de los cuidados y de los arreglos. Se hacían esporádicas visitas, una vez por mes, solo para pagar las boletas, dejar un encargo para determinado trabajo.
Cacho y Tincho eran dos jovencitos que vivían en los ranchos que estaban a un kilómetro de la casona. En varias ocasiones habían estado en ese lugar realizando algunas tareas: cortando el césped, cuidando los animales y podando los árboles.
Se venían los carnavales, y los jóvenes buscaban algún dinero extra, deseaban pavonear con las chicas. Los recursos ganados con esfuerzo no eran suficientes para hacer alarde en las fiestas. Entonces pergeñaron un plan malvado. Tomarían alguna herramienta de la casona, luego lo venderían, el plan parecía sencillo, nadie notaría una herramienta faltante. Ambos sabían que la motosierra de la quinta sería fácil de liquidar.
Decidieron buscar a Carlos, amigo del vecindario, que tenía un taller de motos, para que les prestara una moto vieja, de esas que no podía vender, le propondrían probarla y, si les gustaba, tal vez se la comprarían. En realidad, solo deseaban usarla para su fechoría.
Pusieron en condiciones la moto, compraron un bidón de combustible y el aceite para la mezcla. El plan de los jóvenes era llegar con la moto apagada hasta la calle de la quinta, dejarla e ingresar por el agujero que ellos conocían en el alambrado. Tomarían la motosierra y escaparían. Pero no salió como ellos lo habían pensado.
Ignoraban que la casa tenía alarma, nunca habían visto que alguien fuera a instalarla. No bien abrieron la puerta del establo, un ruido ensordecedor los oprimió con terror y pánico. Inmediatamente corrieron por el camino por el que habían entrado. Uno de los perros los siguió hasta la calle, pero como los conocía, no les ladró.
Llegaron asustados a la casa de Tincho. Estaban aterrorizados porque desde el patio oyeron las sirenas del patrullero que se dirigía a la casona. Pasaron la noche en vela y sobrecogidos, se limitaron a mirarse la cara uno al otro, no tenían palabras.
jueves, 25 de octubre de 2012
Rituales sangrientos
12:55
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El
aire tenía un sabroso perfume veraniego. La brisa era agradable en el
acantilado; el horizonte lucía de rojo intenso, en cuestión de minutos la
oscuridad cubrió la pradera. Salton y Roger, amigos de aventuras, habían hecho
un viaje de cientos de kilómetros para observar un espectáculo que solo se
repetía una vez al año.
Habían planificado el acecho desde dos puntos: un montículo de
rocas en la planicie, y el otro tendría una visión desde la altura.
Dos semanas de espera estaban agotando las provisiones, tenían
un campamento instalado donde pasaban los días. Dos carpas hacían de
dormitorio, donde guardaban aislantes, bolsas de dormir, ropa extra y de abrigo
para las noches frías; cada uno ocupaba su tienda; para los alimentos tenían
otra con utensilios, un quemador, cacerola, alimentos no perecederos y frutos
secos.
El montículo de piedras estaba a ochocientos metros de las
tiendas, tenía una forma circular, parecía un lugar que alguna vez tuvo uso,
estaba en medio de la pradera, todas las rocas debieron ser traídas de la
montaña que estaba a dos kilómetros, tenían casi setenta centímetros de alto
por un metro de largo, el lugar estaba abandonado habían piedras caídas del
muro y la trinchera estaba llena de tierra; se podían ver rastros de carbón.
Un día, mientras almorzaban, un temblor de la cacerola los
sobresaltó. Salieron del comedor, a la distancia una nube de polvo en la
pradera hizo que se iluminaran sus rostros, tiraron sus platos y se dispusieron
a trabajar, el momento había llegado, extendieron el parapente, ajustaron los
seguros, encendieron el motor y uno de ellos se dejó impulsar por las hélices.
En solo unos minutos había tomado altura, el rostro de Roger estaba extasiado por
el panorama de la manada que corría por la planicie.
Salton corrió y se
instaló en el montículo, tenía una videocámara lista para capturar el paso de
los animales. Cuanto más se aproximaban, más intensa sentía la vibración del
suelo, el galope sincronizado de miles de pezuñas era estremecedor, el ruido se
hacía más potente. Instalado sobre una roca, armado de su cámara, esperaba,
listo para el paso de la manada.
Roger
hizo un giro sobre el campamento y se dirigió a enfrentar la manada, la
extensión de la nube cubría cuatrocientos metros de longitud. El polvo
alcanzaba la altura del piloto. Venían del otro lado de la montaña, acorralados
por el acantilado del río y las paredes de la montaña, seguían el único camino
posible. Atrás de la manada había una jauría de lobos que corrían, desde la
altura se podía ver que la persecución estaba acompasada, una hilera de lobos
estaba controlando la estampida.
La
manada estaba dirigiéndose hacia el montículo de piedras. Salton en cuestión de
segundos, se vio frente a frente de penetrantes miradas y hocicos con furiosos
resoplidos, todos estaban siendo conducidos hacia él, antes de que pudiera huir
se tiró al pozo, levantó la mirada y observó pezuñas y panzas peludas volar
sobre su cabeza, se cubrió su rostro con las manos y lo escondió entre las
piernas. Estaba estremecido y aterrado.
En la
altura, el pavor hizo que el corazón de Roger palpitara hasta la agitación, el
montículo literalmente había desaparecido en el mar de lomos peludos. Con todas
la fuerza que el motor podía generar, sobrevoló una y otra vez hasta que
desapareció la manada, cuando aterrizó, encontró entre las rocas dos terneros
de bisonte aplastados por el tumulto, Salton salió de su escondite, con las
piernas aún temblorosas. Se disponían a observar a las víctimas cuando
sintieron que un círculo de miradas giraba a su alrededor.
El instinto de
supervivencia los hizo remontar el parapente para salir de la pradera hasta el
otro lado del acantilado, desde ese lugar, sobrecogidos, vieron como los lobos
desgarraban a los terneros. Antes de que el sol se pusiera en el horizonte, no
había quedado nada de las victimas.
La
estampida de los bisontes resultó en un ritual sangriento, era una cacería.
sábado, 29 de septiembre de 2012
Simpáticas guerreras
12:12
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Salían de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna comida.
Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso, les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos, arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el árbol más próximo.
Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.
El dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda del collar del perro y lo dejó correr tras las pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano; desde una rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
La tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.
Como el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
Fue la última vez que lo vieron.
jueves, 28 de junio de 2012
La sombra
18:29
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Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes. El resto de su silueta parece disolverse en la noche.
El cielo oscuro casi permitía tenues parpadeos de las estrellas; cubierto con una manta negra, su sombra apenas es percibida entre los árboles, que, plácidos, mesen su follaje impulsado por la brisa nocturna.
El movimiento de vehículos lo mantienen paralizado junto al tronco; cuando el silencio se apodera de la calle, hace el recorrido al siguiente árbol; en uno de los intervalos, su paso ligero tropieza con un montículo de tierra, extraído de una zanja que llega hasta la cintura, donde cae con un golpe seco, apenas se alcanza a oír: «¡Ah!».
Maltrecho, con dificultad alcanza a levantar la mirada sobre el filo de la excavación, adolorido en la cadera y la rodilla, hace varios intentos de salir del pozo; agotado, se arrastra hasta el cobijo de un árbol. Permanece recostado mirando el movimiento de las nubes grises que cubren el cielo; esporádico, un destello de una estrella se deja ver.
Con los ojos fijos en el cielo, siente que es absorbido por la tierra, antes que el temor domine sus rodillas; apoyado sobre el tronco, levanta su escuálida figura que simula ser humana; con el rostro pegado al árbol observa la calle, la quietud de la noche infunde confianza al hombrecillo, con movimientos torpes hace su recorrido hasta el siguiente árbol.
Agitado por el esfuerzo al caminar, permanece de pie apoyando las manos en el tronco. Le toma una hora avanzar los siguientes seis árboles.
Su tímida mirada lo mantiene sumido en un refugio del que solo sale durante la oscuridad, deambula por los cestos de basura de donde lleva su alimento. Su madriguera está en el sótano de un edificio abandonado; comparte el lugar con gatos ariscos, que, ante la presencia de alguna persona, corren al subsuelo para esconderse, tras un largo rato, desconfiados, asoman sus miradas por las escalinatas; seguros de estar libres del enemigo, salen a la claridad del día.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Terror en la costa
La perplejidad en su mirada no daba crédito a lo que estaba viendo. Sacudió su cabeza intentando despabilarse, apoyó sus manos en el canasto y se inclinó en el borde para verificar lo que estaba ocurriendo. Para asegurarse de que lo que estaba viendo era real, tomó su instrumento y calculó que la gigantesca ola tenía veinte metros de altura. La muralla de agua se extendía por cientos de kilómetros, la velocidad con la que viajaba era pavorosa. Cuando la ola pasó por debajo de su canasto, sintió el estruendo de mil cataratas juntas.
Los rayos del sol apenas comenzaban a dar su brillo. Salió de su casa cargando la enorme caja que contenía un globo aerostático, fue hasta el campo de donde solía partir, el rumbo era determinado en algunas ocasiones por las corrientes del viento. Por alguna extraña razón, el globo esa mañana tomó dirección hacia el océano.
La brisa que corría era cálida, a medida que tomaba mayor altura, tenía la impresión de que las playas eran más extensas esa mañana, tenía una sensación de paz. El silencio de las aves había pasado desapercibido para los lugareños.
Avanzó una distancia considerable mar adentro, cuando observó la enorme muralla en el océano. Nunca antes había visto algo semejante. Estaba acostumbrado a atravesar montañas, recorrer valles y ríos, pero una muralla tan uniforme, y que se movía a una velocidad asombrosa, simplemente, lo había paralizado por un instante.
Solo después de ver que la ola gigante se dirigía apresuradamente a la costa comprendió que la ola impactaría contra las casas ribereñas y en su pequeño pueblo. Una segunda parálisis se apoderó de su ser, un sentimiento de impotencia aplastaba su pecho.
De pronto, el viento cambió de dirección. La corriente ahora lo llevaba hacia la costa. Buscó su celular y se dispuso a llamar a su casa para alertar de lo que estaba sucediendo. El sol ya marcaba la plenitud de la mañana, pero en su hogar aún estaban durmiendo; después de cinco intentos, consiguió que alguien contestara, era su pequeño hijo de seis años, como no podía explicarle que estaba en peligro, le pidió que despertara a su madre.
—Ma, ma, es papi —Tironeaba de la remera de su madre, sin que esta se despertara, pero el padre le decía que gritara con más fuerza.
—¡Maaa, maaa, es papiii!
—Pero porque no vas a dormir que estoy cansada. —le gritó la madre al pequeño hasta intimidarlo.
—Te dije anoche que no quería hacer el viaje. —vociferó molesta.
—Escúchame, estoy en medio del mar, una ola gigante se dirige al pueblo, busca refugio en la montaña. La ola viaja muy rápido.
Corrió al comedor, abrió la ventana que daba a la costa, en el horizonte un grueso cordel parecía culebrear sobre el mar. Apresurada salió a la calle y, dando gritos desesperados, decía: «Tsunami, tsunami, tsunami». Al mismo tiempo tiraba del brazo de su hijo mientras corrían.
martes, 26 de abril de 2011
Historias recurrentes
1:07
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Comenzó abruptamente.
Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que
me contaría, comenzó diciendo:
—Me voy
a Brasil por trabajo.
—¡Qué!
Es una broma.
Hacía dos meses que había
comenzado en ese empleo. Por alguna razón,
lo habían elegido para ser trasladado a una oficina en Rio de Janeiro.
Estaba eufórico, no paraba de hablar, en mi cabeza se produjo un torbellino de
ideas. No terminaba de asimilar lo que me había dicho. Simplemente, hice oídos
sordos. Caminamos toda la tarde, y luego volví a casa.
Pasaron dos semanas,
y recibí un correo electrónico. Me extrañó porque jamás contestaba los mensajes
que le enviaba. De qué se trataría esto. Hacía dos años que salíamos, a esta
altura, me había cansado de oír sus historias y fantasías.
En cierta ocasión
contó que había conseguido un empleo en una embajada y que empezaría la
siguiente semana. Quedé tan entusiasmada, que hasta habíamos celebrado con
todo. Pasaron los días, pero esa semana jamás llegó. Luego fueron sucediéndose
historias similares a lo largo de los últimos dos años. Estaba frustrada con
esta relación, no sabía cómo terminar.
Entre las muchas
cosas que había dicho para explicar su traslado era que uno de los empleados de
Brasil había sufrido un accidente grave y que no podría volver al trabajo.
El puesto que le habían
ofrecido era para cumplir la misma función que hacía en la oficina de acá, y había
aceptado.
Abrí el mensaje,
contaba lo feliz que estaba, vivía en un hostel,
mientras le encontraban un departamento. «La gente es agradable», finalizaba su
mensaje.
«Sí,
seguro», pensé.
Pasaron las semanas y no apareció más. No era habitual que
desapareciera de esta forma. Cada semana tenía una historia que contar. Pero la
última vez, no quise creerle.
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