El niño del barrio

Los chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio. Muchos de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo. De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela, tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; ...

El sueño consumido

Cuatro semanas que no aparecía su padre por la casa. Por lo general, siempre estaba los fines de semana; para los niños era motivo de celebración la llegada del padre, que venía cargado de bolsos con alimentos y, lo que esperaban los niños, las tradicionales tiras de asado.

La sombra II

Había sido abandonado en un sótano bajo el efecto de un somnífero, lo habían dejan en compañía de una camada de seis gatitos y la madre. Los ruidos y los saltos en su espalda lo habían despertado después de dos días; la tenue luz que ingresaba por una escalinata le permitía observar los juegos de las entrometidas compañías. ...

Vidas transformadas

Nadie iba a creerle. Había defraudado tantas veces a sus amigos, que en su interior solo había dolor.

Reencuentro

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Vuelo con globos

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Historias recurrentes

Comenzó abruptamente. Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que me contaría, comenzó diciendo: —Me voy a Brasil por trabajo. —¡Qué! Es una broma. Hacía dos meses que había comenzado en ese empleo...

Respuesta a un pedido desesperado (carta)

Apreciada señora: Luego de leer con atención su enfático pedido y lo crucial que esta situación es para su matrimonio, quiero recordarle que su requerimiento fue atendido con presteza, a pesar de los años que han transcurrido del envío de su carta. Nuestra oficina conserva todas las cartas que no se han llegado a ubicar al destinatario ni contienen un remitente al dorso....

Invasores alados

El día había sido sombrío y peligroso. El terror había reinado en las calles de la ciudad. Muchos de los habitantes habían alcanzado a huir a las montañas, con la esperanza de no ser atrapados por los invasores que habían irrumpido de forma repentina, una nube había oscurecido el cielo, parecía una plaga de langostas. ...

Noche en el museo

Esa mañana Pedro tenía el rostro perplejo. No había pasado un cuarto de hora cuando tenía la cabeza recostada sobre su cuaderno. Cuando terminó la clase, le dieron un empujón para que despertara, con la cara somnolienta, recogió sus pertenencias y se fue para el baño; cuando lo vieron de regreso, lo comenzaron a...

La sombra

Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes...

Inquieta peluche gris

Antes que el primer rayo del día se hicieran presente salió al monte, su rutina era buscar una presa y, si la fortuna se mostraba benigna le ofrecía un panal y su cristalino manjar...

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martes, 5 de mayo de 2020

El cantor

Sus cantos eran dulces y melodiosos, en el barrio los vecinos podían oírla desde la otra cuadra. Recibía toda la atención de su cuidador, quien, con esmero, cada noche le limpiaba el recipiente del alimento y la cambiaba el agua.
Día a día había sido la alegría de los niños y, cuando estos crecieron, también los hijos disfrutaron de esas melodías. En un principio, tenía por compañera a una perra que trajo un pariente y que había pertenecido a una abuela, amiga de una amiga de la madre del cuidador. Un día la llevaron de urgencia al hospital y simplemente no regresó. La perra era sumisa, dócil con los niños y toleraba mansa que el ave se le montara en el lomo para acicalarla. Con el tiempo, mostró señales de enfermedad al igual que su dueña, tal vez por la avanzada edad o por dolencias ocultas.
Si en la puerta había visitas, ella daba la alarma con ladridos que avisaban a los nuevos amos.
Pasaron dos años y la fiel compañera dio el último aliento; fue con la primera melodía del solista. Este era un todo de plumas brillantes, criado desde pichón por la familia. Su mondo era la jaula, las aves que visitaban el patio, para comer las semillas que habían caído al piso.
Mientras hacían la limpieza de la jaula, solía pasearse por debajo de las sillas, por sobre ellas y la mesa, en el comedor; donde podía encontrar algún paquete de galletas, que disfrutaba picar. No es que buscara restos de migas en el piso o en la mesa, simplemente se paseaba, libre de volar de mueble en mueble.
Pocos de atrevían a interrumpir ese momento de libertad, él la defendía vigorosamente con su afilado pico. Quien lo intentó supo que no lo volvería a repetir.
Había aprendido a abrir la jaula y en cierta ocasión si aventuró a un vuelo a la higuera del patio, que era frecuentado por todo tipo de pájaros.
Arrastrado por el vuelo de las aves, se dirigió a otro árbol de la calle y, curioso, saltaba de rama en rama, mirando a los otros alados. Era toda una nueva forma de pasar el día, decenas de aves se le cruzaron, todas parecían seguir una rutina, entre los troncos buscaban larvas o frutos en otros, pero el pequeño tordo no sabía qué buscar ni qué comer.
Se había habituado a las semillas en el comedero y el agua siempre fresca en el recipiente, no necesitaba buscar alimentos. Cuando la noche se acercó, no supo el camino de regreso, todas las aves desaparecieron, volvieron a sus nidos entre las copas de los árboles, pero el tordo no supo volver a su jaula.
El viento soplaba por todos los lados, no tenía el refugio de la jaula protegida en el pasillo cubierto de cristales, no encontraba entre las ramas un lugar abrigado. La noche parecía no tener fin, tiritaba con las plumas erizadas; por fin, la claridad se abrió camino en la densa oscuridad con promesas de calor y alimento.
Los silbidos se dejaron oír desde la distancia. El cantor parecía petrificado sobre la rama que lo había cobijado; cuando los rayos del sol le dieron en el lomo y le calentaron el cuerpo, con un sordo graznido volvió a la vida, con movimientos torpes puso en orden el plumaje, ensayo saltos entre las ramas; en el árbol vecino se posaron dos gorriones de alegres cantos contagiosos, observó sus movimientos eléctricos, como espantados por una fiera. Salieron volando al firmamento.
Pasó el día de árbol en árbol, buscaba la compañía de las aves, pero ninguna toleraba su presencia. Deambuló el día esperando encontrar su comedor, intentaba hallar la higuera que tenía en frente de su jaula, pero en ningún recorrido pudo avistarla. El día ya oscurecía, para su pesar, traía finas gotas que incesantes durante toda la noche; al parecer el único aliado con el que contaba era la claridad del día.
Fueron día difíciles, pasó otra jornada de hambre; el agua la tomó de las hojas de las que pendían perlas brillantes; solo podía contemplar el ágil vuelo de los emplumados. Apenas tenía fuerza para seguir el vuelo de rama en rama; las hormigas hacían su labor entre sus patas, llevando el recorte de las hojas.
En la casa, el criador del tordo buscó al ave, recorrió las calles aledañas, preguntó a los vecinos, miró cada árbol por si la hallaba. Mientras caminaba, ensayaba sus silbidos, pasaba horas en busca de su mascota favorita.
Una tarde, cuando regresaba de la búsqueda, oyó ese característico sonido del tordo, ese silbido suave pero agudo; se le paralizó el aliento, levanto la vista, las ramas grises por la penumbra escondían cuanto nido o ave se hallara entre su follaje, un hilo húmedo se desprendió de su mirada, ensayo sus sonidos, otro tímido silbido se dejó oír.
Cuando tuvo identificada la rama del que provenía, se trepó al árbol, alto y de grueso tronco, pero su angustia pudo más, no paró hasta que alcanzó la rama donde vio al pequeño tordo, que, escuálido, tiritaba. La mirada oscura se fijó en el amo que lo había alimentado con tanto esmero, dio pequeños saltos, y al cuidador se le empaparon las mejillas cuando lo tuvo a su alcance.
Permanecieron un largo rato colgados en la rama, lo abrigó entre su pecho y la camisa, con suaves movimientos se desprendieron del árbol; caminaron por las oscuras calles hasta su domicilio.
Le tenía preparado alimento y agua fresca en el bebedero, desparramó migajas de galletas en la mesa para que se las comiera, cuando las penas cesaron, lo devolvió a la jaula y le puso un seguro más firme.
Fue la única vez que se había animado a esas aventuras, hasta que el tiempo hizo que olvidara esos pesares, la memoria del todo se había nublado por los cuidados el amo; una noche salió de la jaula, atraído por los movimientos de las hormigas que se llevaban las semillas caídas de la jaula.
Nada lo había preparado para un ataque traicionero, pero cuando saltaba entre las hormigas, un rugido rabioso se le abalanzó por la espalda, apenas tuvo oportunidad de emitir un fuerte sonido de pánico; cuando el amo salió alertado por el grito, del pequeño cantor solo quedaban restos de brillante plumaje negro azulado.
Levantó con pesar los restos del ave, eran apenas algunas plumas que se conservan en el álbum familiar como recuerdo del preciado cantor.

martes, 13 de enero de 2015

¿Paró de llover?

Desde ese lejano paraje solo salía un colectivo a la semana, lo hacía al alba.
El pueblo era punto en una extensa planicie, el viento soplaba continuamente en todas las direcciones, el día más soleado era gris, debido al polvo en la atmósfera; había un regimiento de infantería, aglutinaba a una buena parte de la población dentro de sus muros; la población civil estaba dispersa en pequeños ranchos en la estepa.
Una licencia de los reclutas era un buen motivo para visitar sus hogares, la mayoría solo tenía que caminar hasta sus casas, pero no todos tenían su domicilio cerca. Uno de ellos hacia un largo viaje de setecientos kilómetros de caminos polvorientos, ver a su familia en cinco meses hacía especial el viaje.
Tomó el único transporte que lo llevaría a su destino, para su desfortuna, todos los asientos estaban ocupados, los pasajeros llevaban grandes bultos de equipaje, el camino era lento y agotador, en cada poblado que paraba, subían más viajeros; el calor en el vehículo era sofocante, el viento soplaba un cálido viento seco, era fatigoso.
En una de las paradas el soldado pidió subir al techo del ómnibus, el conductor se mostró generoso y accedió, esto le daba un lugar para otro pasajero en el pasillo, el viaje arriba del techo era poco más placentero, al menos el aire le daba en el rostro y llenaba los pulmones de aire fresco con libertad.
A la distancia, entre el cielo y la planicie, se dejaba ver un grueso nubarrón gris oscuro, que recorría hacia el oriente, su destino estaba al norte, dentro de si pensaba, al menos allí no tendré que tragar tierra; pasó una hora y el destartalado colectivo se arrimó al costado de la nube, en un instante la luz desapareció, gruesas gotas de agua empezaron a golpear al joven, sin titubear levantó la lona que cubría los equipajes; encontró un ataúd muy lujoso, desde un pequeño ventanal vio que estaba vacío, levantó las trabas y se acostó en el confortable terciopelo acolchado.
El golpeteo rítmico de la lluvia, era mecida por el viento sobre el colectivo, el sonido relajó al muchacho, le llevó a un sueño profundo.
La compañía de la refrescante nube terminó luego de una hora larga, pero el sueño del recluta fue hasta que llegó a destino el ómnibus. 
Un par de maleteros subieron al techo para bajar los equipajes y bultos, levantaron la lona; comenzaron por los más próximos a la vereda, una tras otra fueron entregando las valijas a los viajeros, hasta que solo quedaba una mujer que vestía de luto, se la veía muy acongojada, pidió a otras dos personas que la ayudaran a recibir el cajón en la vereda, los maleteros arrastraron el féretro hasta el borde; de repente se abrió el ataúd, el soldado con el rostro soñoliento preguntó "¿Paró de llover?" dando un enorme bostezo. 
Los maleteros no alcanzaron a gritar, el pánico ahogó sus voces, cuando el joven los vio como dieron el salto del techo, antes de que pudiera sentarse dentro del cajón, se levantó para ver lo que ocurría, observó que los dos maleteros hacían esfuerzo por levantarse del piso a cuatro patas casi arrastrándose por el suelo, volcaron su mirada hacia el techo y mostraron un rostro desencajado lleno de terror, en un pestañeo desaparecieron de la vista del soldado.
El joven volcó su mirada a su alrededor, observó el ataúd, se imaginó una escena en su cabeza; de repente largó una estrepitosa carcajada hasta redoblarse de la risa y tomándose con las manos el estómago.
Desde la vereda la mujer observaba perpleja, vio como huían los maleteros y las personas que se habían prestado ayudarla, levantó la mirada con indignación hacia el recluta y le gritó: «¿Qué hace en el ataúd de mi padre?»; el joven al oír la voz amenazante, se disculpó y se retiró del lugar, mientras se alejaba por las calles oscuras, no dejaba de sonreír por lo sucedido, cada dos pasos se escuchaba una risa contagiosa.
Desde entonces quedó la historia en el anecdotario de la familia del joven recluta.

lunes, 17 de marzo de 2014

Inquieta peluche gris



Antes que el primer rayo del día se hicieran presente salió al monte, su rutina era buscar una presa y, si la fortuna se mostraba benigna le ofrecía un panal y su cristalino manjar.

Caminó por los serpenteantes senderos del monte, los árboles lucían fantasmales, con sus ramas retorcidas por el viento.

El canto de las aves era cada vez más intenso, con el brillo rojizo en el horizonte. Las ramas cambiaban sus figuras tétricas a delicadas ramas verde oscuro, con los tenues rayos de luz.

Abajo de una enramada, vio movimientos torpes, con pasos suaves inclinó el dorso, al descubierto estaba una felpuda cola gris, la sujetó con suavidad y tiró de ella; era un pequeño peluchin gris con orejas punteagudas y hocico rojizo; movió la cabeza de un lado a otro, su mirada delataba su extravío.

La puso en un bolso y la llevó a su casa, allí la dejó entre una camada de cachorros de la perra de la casa; creció como uno de ellos, jugueteando a los mordiscos, en ocasiones su conducta delataba su instinto de caza, atacando con certeros mordiscos al cuello de su compañero de juego, este se quejaba con desesperados alarido para ser liberado, al correr peligro su vida.

Mientras todos los cachorros duermen por el aplastante calor, ella lleva una despreocupada e inquieta vida, con pasos ligeros recorre el patio de la casa y, la de los vecinos; remueve trozos de telas viejas, toma trocitos de madera y los lleva de uno a otro lugar; su instinto hace que recorra cada recoveco de la casa y, la del vecindario, con la nariz al ras del piso.

Un extraño visitante persigue con la mirada de asombro a la pequeña; admirado, no dejaba de seguir los movimientos a ése pelaje gris brillante, sus cortas patas no le dejanban quieta un instante.

Alertada con los gruñidos de su madre, la pequeña se dirigió hacía ella buscando asilo en su mirada protectora, que con una áspera sonrisa ahuyentó al furtivo, aunque su hija era una zorra.

viernes, 11 de enero de 2013

Extraño encuentro



      Hacía mucho tiempo mi abuelo me contó algo que le había cambiado la vida fue una noche, mientras hacía un viaje de aventura en un paraje alejado entre densos bosques y montañas que parecían tocar las nubes con sus picos afilados. 
      Esa noche, como habitualmente, se dispuso a dormir en una cueva. Había caminado todo el día; agotado, preparó una comida en un fuego que improvisó con ramas que abundaban en el bosque y comió arroz con atún enlatado; para permanecer abrigado recolectó una buena cantidad de leña, que iría tirando al fuego para mantenerlo avivado durante la noche, también esto lo protegería de los animales que estuviesen merodeando por esos parajes.
Muy pasada la medianoche, un soplido de respiración profunda lo despertó, del fuego solo quedaban pequeños trozos de brasas chispeantes, la oscuridad era densa, el cielo estaba cubierto de pesadas nubes, que amenazaban descargar sus pesadas bodegas. Se levantó para avivar las brasas con ramas pequeñas hasta que las llamas iluminaron aquel lugar.
Cuando volvía para su improvisada cama, una imagen lo paralizó, parecía un robusto toro, pero no era un animal, la figura de este ser estaba marcado con gruesa musculatura. Aunque el abuelo era alto, se vio tan disminuido que apenas lo alcanzaba al pecho. Esa respiración profunda que lo había despertado tenía un origen, tan solo a unos pasos los separaba, nunca antes había sentido tan fuerte el crepitar del fuego. Tras un largo rato de observarse mutuamente, simplemente, este individuo se dio vuelta y desapareció en la oscuridad del bosque.
Al siguiente día cuando amaneció, pudo ver las enormes huellas que había dejado, sacó un molde de esas huellas, cuando volvió para su casa, lo guardó en un altillo.
En una de mis tantas travesuras y juegos a las escondidas, encontré ese molde, medía como tres palmas mías. Ese día después de la cena, le pregunté al abuelo de quién era esa huella, entonces me llevó a la estufa de leña, avivó el fuego y me contó la aventura de ese viaje y ese extraño encuentro.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Tormenta en la montaña



Habían entrenado durante seis meses para una vacación de turismo aventura. Ambos habían preparado todo para el viaje; para reducir costos, sacaron boletos de tren con varios meses de anticipación e hicieron compras de víveres para dos semanas. Las mochilas estaban a su límite de carga.
El viaje en tren ya fue una aventura, las demoras en la salida, el hacinamiento de los pasillos; eso sí, fue un buena ocasión para hacer amigos y recabar más información del lugar de su destino, laguna Diamante. El camino era de ripio, en un tiempo en esa zona trabajó una empresa canadiense, extraían minerales valiosos como el tungsteno, el cambio monetario hizo que la empresa se retirara hace quince años. El campamento minero quedó como un pueblo fantasma. En sus mejores tiempos estaba habitado por casi tres centenas de familias, las que contaban con todas las comodidades de una pequeña ciudad: hospital, una proveeduría amplia, un cine, canchas deportivas, iglesia, y hasta un puesto policial.
Cuando los jóvenes aventureros llegaron al pueblo, apenas encontraron a dos decenas de personas, quienes aún se dedicaban a la minería, aunque en condiciones muy precarias, no contaban con energía eléctrica, el agua la tenían que buscar en un arroyo que fluía hacia la laguna. La vista de la laguna desde el campamento era maravillosa, girando la mirada para la izquierda estaba la razón por la que habían hecho el viaje, una piramidal montaña con un pico que era una corona de un volcán extinto.
Levantaron sus carpas en lo que había sido una cancha de básquet, estaba en un lugar protegido de los fuertes vientos que soplaban. Luego de merendar, se dispusieron a explorar un poco el lugar. Recorrieron todo el pueblo, todas las casas estaban abandonadas, las mejores eran los que estaban ocupadas por los mineros, que, por el tipo de construcción, tal vez habían pertenecido a los propietarios de la mina, parecían fortalezas, muy diferentes a las casas de los obreros que eran muy modestas y estaban dispuestas de a cinco, una al lado de otra, en columnas de diez hileras, de las que había como seis filas. Descendieron hasta la laguna, el agua era muy fría, pero cristalina, no parecía haber vida en el lago, aunque los pobladores les habían dicho que en épocas de pesca llegaban a sacar peces.
Caminaron casi hasta el otro extremo del lago, curioseando, tomando fotos, sencillamente, disfrutaban del lugar, las nubes parecían que estaban a su alcance, una tras otra pasaban impulsadas por el viento. Sin darse cuenta de la hora, la noche los sorprendió en un santiamén. El retorno al campamento se hizo muy largo, debido a la oscuridad de la noche, densas nubes cubrieron el cielo, la ansiedad por llegar a sus carpas era notoria en su respiración agitada: Pequeñas gotas de agua comenzaron a caer, sus pisadas cada vez eran más rápidas; de repente, un fuerte trueno dejó caer un rayo que iluminó la montaña, ambos cayeron al piso por el estruendo, el eco resonó entre las montañas, corrieron hasta la primera casa que estaba a la vista, la lluvia se hizo más copiosa, para cuando llegaron a la casa, estaban completamente empapados.
Con el corazón en el cuello, llegaron a cobijarse de la lluvia en una precaria casa, ahora al menos tenían un techo que los cubría. No terminaron de sentarse en el piso cuando cayó otro rayo que iluminó la habitación, el estruendo fue tal que, con las manos en la cabeza, la enterraron entre sus piernas, el pánico se apoderó de ellos; la ropa mojada y el frío ya no eran un tema del cual ocuparse, los truenos retumbaban en el oscuro cielo. Todas las horas de entrenamiento que habían hecho no los habían preparado para una situación como esta, no había una palabra de aliento en ninguno de ellos. Sus pensamientos era volver lo más pronto posible a sus casas. Qué los había llevado a esos parajes tan lejanos, todos sus planes en cuanto a la ascensión a la montaña los estaban replanteando, qué sería de ellos en una noche como esta, en medio de la montaña, sencillamente, era inimaginable una escena así. En silencio, acurrucados en una esquina de la casa, pasaron la noche. No tomaron en cuenta en qué momento cesó la lluvia, agotados por la tortura nocturna, quedaron profundamente dormidos.
Cálidos rayos de sol iluminaron muy temprano la habitación, el canto de un pájaro posado en la venta los despertó, entumecidos por el piso de piedra, se pusieron de pie para estirar las extremidades, sus miradas estaban llenas de perplejidad.
       
Nunca antes habían estado en una situación como esa.

martes, 20 de noviembre de 2012

El niño del barrio


Los chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio.
Muchos de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo.
De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela, tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; cuando terminaba el partido el niño desaparecía.
Los chicos se quedaban para repartir algún helado de agua o barritas de hielo saborizado; compartían cuentos y chistes; una tarde invitaron al niño para quedarse un momento, para conocer algo de él; hablaba poco, como no conseguían mucha información, intentaban persuadirlo para que contara algo sobre él y de su familia.
—Si nos dices dónde vives, te dejamos tomar el helado —Uno de los chicos del grupo puso a su alcance el helado de agua.
—No tengo calor —contesta el pequeño.
—Pero si tienes hambre puedes tomar el helado —insistían.
—Cuando tengo hambre me como los sapitos. —responde desmereciendo la oferta.
—¡Qué! —Los niños con ojos saltones, no daban crédito a lo escuchaban.
—Son ricos, a que no lo prueban —El desafío se había revertido.
—Si vos lo comes, yo los comeré —Un niño del grupo acepta el reto.
—Bueno, conozco dónde hay muchos —Se levantaba del piso y salía corriendo.
—Vamos a ver a donde se dirige —dijo uno de los chicos y siguieron al niño.
Tras correr cuatro cuadras, llegaron a donde había un arroyo y pequeños estanques de agua; estaba cubierto de una especie de diminutas plantas acuáticas que cubrían los charcos, como si fuera una alfombra, era de color verde agua. No tardaron mucho cuando vieron pequeños puntos negros que se movían sobre el manto.
Con mucha pericia el niño atrapa una y se lo alcanza al niño que había aceptado el reto, esté con cara melindrosa estiraba la mano, cuando sentía en la mano las húmedas patitas de la ranita, el niño pega un grito, agitando la mano tira al anfibio al charco.

El niño irrumpe en carcajada y atrapa varias, con el puño cerrado se fue dando pequeños saltos mientras llevaba a su boca su captura.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Familia asfixiante


Era una típica familia de barrio. Norberto había crecido como lo hacen los hijos únicos, aunque no lo era; sus padres habían perdido al primogénito cuando este era un niño.
Desde que Norberto nació, había recibido toda la atención y cuidado de sus padres.
Él solo deseaba un poco de libertad. Como los tiempos eran difíciles y no podía insertarse laboralmente, había decidido seguir el rumbo que muchos de sus amigos de facultad habían tomado.
Había resuelto irse a Europa, en busca de una oportunidad laboral era su pretexto; progreso económico camuflaba la verdadera intención que ocultaba. Comunicar a sus padres esta iniciativa sería muy difícil, para ellos Norbertito aún seguía siendo el nene de la casa, aunque ya se había graduado la facultad.
Esperó un día relajado y tranquilo. Volcar su interés por un viaje traería complicaciones que tendría que pulir. Mientras transcurrían las semanas, había estado haciendo provisión de recursos, había preparado: el pasaporte, ubicó un amigo en el lugar de Europa al que llegaría y reservó un boleto aéreo. Entonces calculó el próximo fin de semana largo para contar sus planes a sus padres.
Tenía todo listo. El día indicado había llegado.
—El asado de hoy fue genial —dijo el padre.
—Sí, esta vez encargué ternerita.
—¿Dónde lo conseguiste?
—Un amigo que tiene campo me recomendó una carnicería, dijo que su familia era su proveedor de ganado.
—Y ¿dónde vive tu amigo?
—En Europa.
—¿Cómo es eso? ¿No me dijiste que era del campo?
—Sí, su familia cría vacunos, pero él consiguió un trabajo allá, ¡está muy bien!
—Pero si el ganado es lo que más dinero da en este país —comentó la madre.
—Él trabajó en el campo hasta que se vino a estudiar a la ciudad, se graduó de ingeniero y pensó que sería una picardía que, con un título bajo el brazo, estuviera cuidando vacas.
—Pero Bertín, hay que ser realistas, se vive cómodo cuando el dinero abunda —volvió a intervenir la madre.
—Sí, la verdad que de eso quería hablarles hoy.
—¿De qué? Nunca te hicimos faltar algo, te hemos dado todo cuanto necesitaste. —Levantando la cabeza con aire de suficiencia, el padre fijó la mirada en su hijo.
—No papá, no quise decir eso. Mi amigo consiguió un empleo tan bueno que le permitió ahorrar en un año lo que acá no lograría ni en diez. Cuando vino de vacaciones, se compró una cuatro por cuatro. ¿No les parece bueno eso? —Sus padres se miraron uno al otro con cara de desconcierto.
—¿Qué es lo que quieres decirnos? —frunciendo las cejas, intervino la madre
—Los quiero tanto… me gustaría devolverles todo lo que han hecho por mí, ahora el turno para apañar es mío, y me agradaría que no se privaran de algunos lujos que el mundo ofrece. …Má, te has estado quejando del lavarropas que ya no centrifuga. Pá, ya no tendrías que ir al bar para ver el partido de fútbol en la TV LCD. ¡Tendrías una acá! —El tono de voz sonaba tan convincente, pero sus padres no mostraban un pelo de entusiasmo, se los veía hundidos en sus asientos.
—¡Qué! ¿Acaso quieres irte? —dijo el padre.
—En esta casa no hace falta nada. —La madre se resistía a admitir la propuesta.
—Mi amigo habla con su familia todas las semanas, solo habilitó su celular  allá, y lo llaman al mismo número que tenía acá mientras estuvo estudiando.  Por eso sé tanto de él, porque le envío mensajes de texto, y él a mí. —El aspecto de sus padres se fue relajando suavemente.
Para contagiarles su entusiasmo, fue a sentarse al sofá en medio de ellos, abrió sus brazos y los estrechó; simultáneamente, les propinaba pequeñas palmaditas.
Ellos se habían rendido. Ahora solo quedaba decirles que su vuelo salía en quince días.

martes, 30 de octubre de 2012

La alarma en la quinta

El ruido de la alarma los hizo salir abruptamente de la casa. Subieron a la motocicleta y desaparecieron en la oscuridad.
Los propietarios, exaltados, llamaron a la policía. Era una típica casa quinta con escasos vecinos. Fue casual que ese día ellos decidieran pasar la noche a ese lugar, solo iban los fines de semana largos o fiestas de fin de año. El lugar era ideal para juntar a toda la familia. Cuando la abuela aún vivía, las reuniones familiares se hacían todos los fines de semana; la casa estaba siempre impecable. Cuando ella falleció, la casa fue abandonada, nadie se hizo cargo de los cuidados y de los arreglos. Se hacían esporádicas visitas, una vez por mes, solo para pagar las boletas, dejar un encargo para determinado trabajo.
Cacho y Tincho eran dos jovencitos que vivían en los ranchos que estaban a un kilómetro de la casona. En varias ocasiones habían estado en ese lugar realizando algunas tareas: cortando el césped, cuidando los animales y podando los árboles.
Se venían los carnavales, y los jóvenes buscaban algún dinero extra, deseaban pavonear con las chicas. Los recursos ganados con esfuerzo no eran suficientes para hacer alarde en las fiestas. Entonces pergeñaron un plan malvado. Tomarían alguna herramienta de la casona, luego lo venderían, el plan parecía sencillo, nadie notaría una herramienta faltante. Ambos sabían que la motosierra de la quinta sería fácil de liquidar.
Decidieron buscar a Carlos, amigo del vecindario, que tenía un taller de motos, para que les prestara una moto vieja, de esas que no podía vender, le propondrían probarla y, si les gustaba, tal vez se la comprarían. En realidad, solo deseaban usarla para su fechoría.
Pusieron en condiciones la moto, compraron un bidón de combustible y el aceite para la mezcla. El plan de los jóvenes era llegar con la moto apagada hasta la calle de la quinta, dejarla e ingresar por el agujero que ellos conocían en el alambrado. Tomarían la motosierra y escaparían. Pero no salió como ellos lo habían pensado.
Ignoraban que la casa tenía alarma, nunca habían visto que alguien fuera a instalarla. No bien abrieron la puerta del establo, un ruido ensordecedor los oprimió con terror y pánico. Inmediatamente corrieron por el camino por el que habían entrado. Uno de los perros los siguió hasta la calle, pero como los conocía, no les ladró.
Llegaron asustados a la casa de Tincho. Estaban aterrorizados porque desde el patio oyeron las sirenas del patrullero que se dirigía a la casona. Pasaron la noche en vela y sobrecogidos, se limitaron a mirarse la cara uno al otro, no tenían palabras.

jueves, 25 de octubre de 2012

Rituales sangrientos



El aire tenía un sabroso perfume veraniego. La brisa era agradable en el acantilado; el horizonte lucía de rojo intenso, en cuestión de minutos la oscuridad cubrió la pradera. Salton y Roger, amigos de aventuras, habían hecho un viaje de cientos de kilómetros para observar un espectáculo que solo se repetía una vez al año.
Habían planificado el acecho desde dos puntos: un montículo de rocas en la planicie, y el otro tendría una visión desde la altura.
Dos semanas de espera estaban agotando las provisiones, tenían un campamento instalado donde pasaban los días. Dos carpas hacían de dormitorio, donde guardaban aislantes, bolsas de dormir, ropa extra y de abrigo para las noches frías; cada uno ocupaba su tienda; para los alimentos tenían otra con utensilios, un quemador, cacerola, alimentos no perecederos y frutos secos.
El montículo de piedras estaba a ochocientos metros de las tiendas, tenía una forma circular, parecía un lugar que alguna vez tuvo uso, estaba en medio de la pradera, todas las rocas debieron ser traídas de la montaña que estaba a dos kilómetros, tenían casi setenta centímetros de alto por un metro de largo, el lugar estaba abandonado habían piedras caídas del muro y la trinchera estaba llena de tierra; se podían ver rastros de carbón.
Un día, mientras almorzaban, un temblor de la cacerola los sobresaltó. Salieron del comedor, a la distancia una nube de polvo en la pradera hizo que se iluminaran sus rostros, tiraron sus platos y se dispusieron a trabajar, el momento había llegado, extendieron el parapente, ajustaron los seguros, encendieron el motor y uno de ellos se dejó impulsar por las hélices. En solo unos minutos había tomado altura, el rostro de Roger estaba extasiado por el panorama de la manada que corría por la planicie.
Salton corrió y se instaló en el montículo, tenía una videocámara lista para capturar el paso de los animales. Cuanto más se aproximaban, más intensa sentía la vibración del suelo, el galope sincronizado de miles de pezuñas era estremecedor, el ruido se hacía más potente. Instalado sobre una roca, armado de su cámara, esperaba, listo para el paso de la manada.
Roger hizo un giro sobre el campamento y se dirigió a enfrentar la manada, la extensión de la nube cubría cuatrocientos metros de longitud. El polvo alcanzaba la altura del piloto. Venían del otro lado de la montaña, acorralados por el acantilado del río y las paredes de la montaña, seguían el único camino posible. Atrás de la manada había una jauría de lobos que corrían, desde la altura se podía ver que la persecución estaba acompasada, una hilera de lobos estaba controlando la estampida.
La manada estaba dirigiéndose hacia el montículo de piedras. Salton en cuestión de segundos, se vio frente a frente de penetrantes miradas y hocicos con furiosos resoplidos, todos estaban siendo conducidos hacia él, antes de que pudiera huir se tiró al pozo, levantó la mirada y observó pezuñas y panzas peludas volar sobre su cabeza, se cubrió su rostro con las manos y lo escondió entre las piernas. Estaba estremecido y aterrado.
En la altura, el pavor hizo que el corazón de Roger palpitara hasta la agitación, el montículo literalmente había desaparecido en el mar de lomos peludos. Con todas la fuerza que el motor podía generar, sobrevoló una y otra vez hasta que desapareció la manada, cuando aterrizó, encontró entre las rocas dos terneros de bisonte aplastados por el tumulto, Salton salió de su escondite, con las piernas aún temblorosas. Se disponían a observar a las víctimas cuando sintieron que un círculo de miradas giraba a su alrededor.
El instinto de supervivencia los hizo remontar el parapente para salir de la pradera hasta el otro lado del acantilado, desde ese lugar, sobrecogidos, vieron como los lobos desgarraban a los terneros. Antes de que el sol se pusiera en el horizonte, no había quedado nada de las victimas.
La estampida de los bisontes resultó en un ritual sangriento, era una cacería.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Simpáticas guerreras


        Salían de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna comida.
        Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso, les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos, arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
        Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el árbol más próximo.
        Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.

        El dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda del collar del perro y lo dejó correr tras las pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano;  desde una rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
        La tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.

        Como el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
        Fue la última vez que lo vieron.

jueves, 28 de junio de 2012

La sombra


        Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes. El resto de su silueta parece disolverse en la noche.
        El cielo oscuro casi permitía tenues parpadeos de las estrellas; cubierto con una manta negra, su sombra apenas es percibida entre los árboles, que, plácidos, mesen su follaje impulsado por la brisa nocturna. 
        El movimiento de vehículos lo mantienen paralizado junto al tronco; cuando el silencio se apodera de la calle, hace el recorrido al siguiente árbol; en uno de los intervalos, su paso ligero tropieza con un montículo de tierra, extraído de una zanja que llega hasta la cintura, donde cae con un golpe seco, apenas se alcanza a oír: «¡Ah!». 
        Maltrecho, con dificultad alcanza a levantar la mirada sobre el filo de la excavación, adolorido en la cadera y la rodilla, hace varios intentos de salir del pozo; agotado, se arrastra hasta el cobijo de un árbol. Permanece recostado mirando el movimiento de las nubes grises que cubren el cielo; esporádico, un destello de una estrella se deja ver.
        Con los ojos fijos en el cielo, siente que es absorbido por la tierra, antes que el temor domine sus rodillas; apoyado sobre el tronco, levanta su escuálida figura que simula ser humana; con el rostro pegado al árbol observa la calle, la quietud de la noche infunde confianza al hombrecillo, con movimientos torpes hace su recorrido hasta el siguiente árbol.
        Agitado por el esfuerzo al caminar, permanece de pie apoyando las manos en el tronco. Le toma una hora avanzar los siguientes seis árboles. 
         Su tímida mirada lo mantiene sumido en un refugio del que solo sale durante la oscuridad, deambula por los cestos de basura de donde lleva su alimento. Su madriguera está en el sótano de un edificio abandonado; comparte el lugar con gatos ariscos, que, ante la presencia de alguna persona, corren al subsuelo para esconderse, tras un largo rato, desconfiados, asoman sus miradas por las escalinatas; seguros de estar libres del enemigo, salen a la claridad del día.
        El hombrecillo apenas tiene fuerza para poner su vista en la oscuridad.

Continúa en La sombra II

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Terror en la costa


       La perplejidad en su mirada no daba crédito a lo que estaba viendo. Sacudió su cabeza intentando despabilarse, apoyó sus manos en el canasto y se inclinó en el borde para verificar lo que estaba ocurriendo. Para asegurarse de que lo que estaba viendo era real, tomó su instrumento y calculó que la gigantesca ola tenía veinte metros de altura. La muralla de agua se extendía por cientos de kilómetros, la velocidad con la que viajaba era pavorosa. Cuando la ola pasó por debajo de su canasto, sintió el estruendo de mil cataratas juntas.

       Los rayos del sol apenas comenzaban a dar su brillo. Salió de su casa cargando la enorme caja que contenía un globo aerostático, fue hasta el campo de donde solía partir, el rumbo era determinado en algunas ocasiones por las corrientes del viento. Por alguna extraña razón, el globo esa mañana tomó dirección hacia el océano.

       La brisa que corría era cálida, a medida que tomaba mayor altura, tenía la impresión de que las playas eran más extensas esa mañana, tenía una sensación de paz. El silencio de las aves había pasado desapercibido para los lugareños.

       Avanzó una distancia considerable mar adentro, cuando observó la enorme muralla en el océano. Nunca antes había visto algo semejante. Estaba acostumbrado a atravesar montañas, recorrer valles y ríos, pero una muralla tan uniforme, y que se movía a una velocidad asombrosa, simplemente, lo había paralizado por un instante.

Solo después de ver que la ola gigante se dirigía apresuradamente a la costa comprendió que la ola impactaría contra las casas ribereñas y en su pequeño pueblo. Una segunda parálisis se apoderó de su ser, un sentimiento de impotencia  aplastaba su pecho.

       De pronto, el viento cambió de dirección. La corriente ahora lo llevaba hacia la costa. Buscó su celular y se dispuso a llamar a su casa para alertar de lo que estaba sucediendo. El sol ya marcaba la plenitud de la mañana, pero en su hogar aún estaban durmiendo; después de cinco intentos, consiguió que alguien contestara, era su pequeño hijo de seis años, como no podía explicarle que estaba en peligro, le pidió que despertara a su madre.

—Ma, ma, es papi —Tironeaba de la remera de su madre, sin que esta se despertara, pero el padre le decía que gritara con más fuerza.
—¡Maaa, maaa, es papiii!
—Pero porque no vas a dormir que estoy cansada. —le gritó la madre al pequeño hasta intimidarlo.
—Te dije anoche que no quería hacer el viaje. —vociferó molesta.
—Escúchame, estoy en medio del mar, una ola gigante se dirige al pueblo, busca refugio en la montaña. La ola viaja muy rápido.

       Corrió al comedor, abrió la ventana que daba a la costa, en el horizonte un grueso cordel parecía culebrear sobre el mar. Apresurada salió a la calle y, dando gritos desesperados, decía: «Tsunami, tsunami, tsunami». Al mismo tiempo tiraba del brazo de su hijo mientras corrían.

martes, 26 de abril de 2011

Historias recurrentes


        Comenzó abruptamente. Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que me contaría, comenzó diciendo:
—Me voy a Brasil por trabajo.
—¡Qué! Es una broma.
        Hacía dos meses que había comenzado en ese empleo. Por alguna razón,  lo habían elegido para ser trasladado a una oficina en Rio de Janeiro. Estaba eufórico, no paraba de hablar, en mi cabeza se produjo un torbellino de ideas. No terminaba de asimilar lo que me había dicho. Simplemente, hice oídos sordos. Caminamos toda la tarde, y luego volví a casa.
        Pasaron dos semanas, y recibí un correo electrónico. Me extrañó porque jamás contestaba los mensajes que le enviaba. De qué se trataría esto. Hacía dos años que salíamos, a esta altura, me había cansado de oír sus historias y fantasías.
        En cierta ocasión contó que había conseguido un empleo en una embajada y que empezaría la siguiente semana. Quedé tan entusiasmada, que hasta habíamos celebrado con todo. Pasaron los días, pero esa semana jamás llegó. Luego fueron sucediéndose historias similares a lo largo de los últimos dos años. Estaba frustrada con esta relación, no sabía cómo terminar.
        Entre las muchas cosas que había dicho para explicar su traslado era que uno de los empleados de Brasil había sufrido un accidente grave y que no podría volver al trabajo.
        El puesto que le habían ofrecido era para cumplir la misma función que hacía en la oficina de acá, y había aceptado.
        Abrí el mensaje, contaba lo feliz que estaba, vivía en un hostel, mientras le encontraban un departamento. «La gente es agradable», finalizaba su mensaje.
        «Sí, seguro», pensé.
Pasaron las semanas y no apareció más. No era habitual que desapareciera de esta forma. Cada semana tenía una historia que contar. Pero la última vez, no quise creerle.