El niño del barrio

Los chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio. Muchos de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo. De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela, tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; ...

El sueño consumido

Cuatro semanas que no aparecía su padre por la casa. Por lo general, siempre estaba los fines de semana; para los niños era motivo de celebración la llegada del padre, que venía cargado de bolsos con alimentos y, lo que esperaban los niños, las tradicionales tiras de asado.

La sombra II

Había sido abandonado en un sótano bajo el efecto de un somnífero, lo habían dejan en compañía de una camada de seis gatitos y la madre. Los ruidos y los saltos en su espalda lo habían despertado después de dos días; la tenue luz que ingresaba por una escalinata le permitía observar los juegos de las entrometidas compañías. ...

Vidas transformadas

Nadie iba a creerle. Había defraudado tantas veces a sus amigos, que en su interior solo había dolor.

Reencuentro

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Vuelo con globos

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Historias recurrentes

Comenzó abruptamente. Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que me contaría, comenzó diciendo: —Me voy a Brasil por trabajo. —¡Qué! Es una broma. Hacía dos meses que había comenzado en ese empleo...

Respuesta a un pedido desesperado (carta)

Apreciada señora: Luego de leer con atención su enfático pedido y lo crucial que esta situación es para su matrimonio, quiero recordarle que su requerimiento fue atendido con presteza, a pesar de los años que han transcurrido del envío de su carta. Nuestra oficina conserva todas las cartas que no se han llegado a ubicar al destinatario ni contienen un remitente al dorso....

Invasores alados

El día había sido sombrío y peligroso. El terror había reinado en las calles de la ciudad. Muchos de los habitantes habían alcanzado a huir a las montañas, con la esperanza de no ser atrapados por los invasores que habían irrumpido de forma repentina, una nube había oscurecido el cielo, parecía una plaga de langostas. ...

Noche en el museo

Esa mañana Pedro tenía el rostro perplejo. No había pasado un cuarto de hora cuando tenía la cabeza recostada sobre su cuaderno. Cuando terminó la clase, le dieron un empujón para que despertara, con la cara somnolienta, recogió sus pertenencias y se fue para el baño; cuando lo vieron de regreso, lo comenzaron a...

La sombra

Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes...

Inquieta peluche gris

Antes que el primer rayo del día se hicieran presente salió al monte, su rutina era buscar una presa y, si la fortuna se mostraba benigna le ofrecía un panal y su cristalino manjar...

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Tormenta en la montaña



Habían entrenado durante seis meses para una vacación de turismo aventura. Ambos habían preparado todo para el viaje; para reducir costos, sacaron boletos de tren con varios meses de anticipación e hicieron compras de víveres para dos semanas. Las mochilas estaban a su límite de carga.
El viaje en tren ya fue una aventura, las demoras en la salida, el hacinamiento de los pasillos; eso sí, fue un buena ocasión para hacer amigos y recabar más información del lugar de su destino, laguna Diamante. El camino era de ripio, en un tiempo en esa zona trabajó una empresa canadiense, extraían minerales valiosos como el tungsteno, el cambio monetario hizo que la empresa se retirara hace quince años. El campamento minero quedó como un pueblo fantasma. En sus mejores tiempos estaba habitado por casi tres centenas de familias, las que contaban con todas las comodidades de una pequeña ciudad: hospital, una proveeduría amplia, un cine, canchas deportivas, iglesia, y hasta un puesto policial.
Cuando los jóvenes aventureros llegaron al pueblo, apenas encontraron a dos decenas de personas, quienes aún se dedicaban a la minería, aunque en condiciones muy precarias, no contaban con energía eléctrica, el agua la tenían que buscar en un arroyo que fluía hacia la laguna. La vista de la laguna desde el campamento era maravillosa, girando la mirada para la izquierda estaba la razón por la que habían hecho el viaje, una piramidal montaña con un pico que era una corona de un volcán extinto.
Levantaron sus carpas en lo que había sido una cancha de básquet, estaba en un lugar protegido de los fuertes vientos que soplaban. Luego de merendar, se dispusieron a explorar un poco el lugar. Recorrieron todo el pueblo, todas las casas estaban abandonadas, las mejores eran los que estaban ocupadas por los mineros, que, por el tipo de construcción, tal vez habían pertenecido a los propietarios de la mina, parecían fortalezas, muy diferentes a las casas de los obreros que eran muy modestas y estaban dispuestas de a cinco, una al lado de otra, en columnas de diez hileras, de las que había como seis filas. Descendieron hasta la laguna, el agua era muy fría, pero cristalina, no parecía haber vida en el lago, aunque los pobladores les habían dicho que en épocas de pesca llegaban a sacar peces.
Caminaron casi hasta el otro extremo del lago, curioseando, tomando fotos, sencillamente, disfrutaban del lugar, las nubes parecían que estaban a su alcance, una tras otra pasaban impulsadas por el viento. Sin darse cuenta de la hora, la noche los sorprendió en un santiamén. El retorno al campamento se hizo muy largo, debido a la oscuridad de la noche, densas nubes cubrieron el cielo, la ansiedad por llegar a sus carpas era notoria en su respiración agitada: Pequeñas gotas de agua comenzaron a caer, sus pisadas cada vez eran más rápidas; de repente, un fuerte trueno dejó caer un rayo que iluminó la montaña, ambos cayeron al piso por el estruendo, el eco resonó entre las montañas, corrieron hasta la primera casa que estaba a la vista, la lluvia se hizo más copiosa, para cuando llegaron a la casa, estaban completamente empapados.
Con el corazón en el cuello, llegaron a cobijarse de la lluvia en una precaria casa, ahora al menos tenían un techo que los cubría. No terminaron de sentarse en el piso cuando cayó otro rayo que iluminó la habitación, el estruendo fue tal que, con las manos en la cabeza, la enterraron entre sus piernas, el pánico se apoderó de ellos; la ropa mojada y el frío ya no eran un tema del cual ocuparse, los truenos retumbaban en el oscuro cielo. Todas las horas de entrenamiento que habían hecho no los habían preparado para una situación como esta, no había una palabra de aliento en ninguno de ellos. Sus pensamientos era volver lo más pronto posible a sus casas. Qué los había llevado a esos parajes tan lejanos, todos sus planes en cuanto a la ascensión a la montaña los estaban replanteando, qué sería de ellos en una noche como esta, en medio de la montaña, sencillamente, era inimaginable una escena así. En silencio, acurrucados en una esquina de la casa, pasaron la noche. No tomaron en cuenta en qué momento cesó la lluvia, agotados por la tortura nocturna, quedaron profundamente dormidos.
Cálidos rayos de sol iluminaron muy temprano la habitación, el canto de un pájaro posado en la venta los despertó, entumecidos por el piso de piedra, se pusieron de pie para estirar las extremidades, sus miradas estaban llenas de perplejidad.
       
Nunca antes habían estado en una situación como esa.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Amistades rotas

         Se habían conocido el último año del secundario. Uno de ellos era de contextura pequeña, pero robusta; tenía un problema, era tartamudo. El otro era alto, de rulos rubios y delgado. Éste había crecido en una familia que había emigrado al país del norte cuando él era un niño y también tenía dificultades para expresarse, le costaba leer con soltura.
        No pasó mucho tiempo hasta que se hicieron amigos, las diferencias entre ellos hacían que surgieran rencillas y hasta algunas peleas a puño limpio, repentinas.
        El pequeño era hábil en muchas cosas cotidianas, la vida rigurosa que había llevado, había hecho ingeniarse de mil maneras para salir adelante. Quedó huérfano de padre a los diez años, y nunca había conocido a su madre porque había fallecido cuando él era un bebé.
        La mayor parte de su vida la había pasado en la casa de sus abuelos, estos eran muy ancianos y dependían de él para todos los mandados. Cuando la comida escaseaba, siempre se ingeniaba para llevar algo a la casa. Los abuelos le preguntaban: «¿De dónde consigues el dinero para las compras?», la respuesta que daba era: «Hice un trabajo bien hecho, y el jefe me regaló estas cosas».
       Transcurrió el tiempo y con veintiún años estaba terminando el secundario, con simpatía se había ganado la confianza de todos sus compañeros y profesores. En ocasiones desaparecía por una semana, la explicación era: «Mi abuelo se enfermó, me quedé a cuidarlo».
       Pero no conocieron realmente a este amigo hasta después de la graduación del secundario. Los muchachos se juntaron un domingo para un asado, luego de un partido de fútbol  Uno de ellos había llevado una flamante portátil MacBook, era el regalo de sus padres por haber terminado el secundario con las mejores notas. Era el traga del curso, pelito corto, anteojos de carey y camisa impecable. Alguien trajo una peli, pasaron la tarde haciendo pesadas bromas entre ellos. Cuando se puso el sol, dejaron la peli y comenzaron con el truco. Ahí sí que se pusieron los ánimos fuertes, nadie quería quedar sin una ronda ganada. Iban y venían las discusiones, entraban y salían de la casa buscando el baño. Hasta que el padre del anfitrión tuvo que poner fin a la jarana, simplemente pidió que se retiraran.
        Dos días después, por boca de uno de los chicos, se enteró de que  su amigo estaba preso. Quedó paralizado, cuando indagó qué había ocurrido, se fue informando de que el muchacho simpático no era tal, hacía varios años que cursaba el último año para relacionarse con chicos de cierto nivel económico a los cuales hacía sus víctimas.
        Cuando el traga llegó a su casa, quiso jugar en la flamante
MacBook, sorprendido, encontró en la mochila dos tabla de cocina. El hermano menor con quien compartía la habitación, al verlo lloroso y cara de angustia, alertó a su padre de lo ocurrido. El padre llamó inmediatamente a la policía, fueron a la comisaría para hacer la denuncia de lo ocurrido esa tarde. Cuando fue dando los nombres de los muchachos, uno llamó la atención de los policías, Fabricio Tellenbach; el comisario envió rápidamente una patrulla al domicilio de Fabricio, la desilusión fue mayor que el ver las tablas de cocina en la mochila.
        Por el historial policial, conoció que Fabricio había terminado el secundario en un centro de rehabilitación de menores, donde fue un alumno destacado, había quedado libre por buena conducta. Lo habían llevado a ese lugar por una larga lista de delitos: hurto de todo tipo de objetos, portafolios y carteras; los lugares eran tan diversos que eclipsaban el arcoíris más luminoso.
        En el grupo nadie se atrevía a decir algo, todos estaban tan impactados que no se atrevían a mirarse la cara uno al otro, estaban turbados, en ningún momento pensaron que Fabricio pudiera tener semejante prontuario. Entre los objetos que la policía recuperó estaba un microscopio; cuando lo vieron quedaron descorazonados, todos habían recibido amonestaciones, eran cuatro los aparados que habían desaparecido del laboratorio de biología.
        La policía verificó el número de serie dela MacBook con la boleta de compra, firmaron unos papeles,  y el padre y él regresaron a su casa. El joven tenía el corazón partido.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Estampida en la noche


El galope de los caballos era ensordecedor. Llovía a cántaros. Escondido, Gabriel estaba aterrorizado.
La fuerte tormenta había alterado a la familia, que estaba inquieta por la situación. Gabriel y su padre habían salido para tranquilizar a los corceles en el establo.
Durante toda la primavera, el muchacho había seleccionado los mejores ejemplares y los había tenido bajo celoso cuidado y protección. El resto de los equinos, que superaban la centena, se guardaban en el corral.
Ese año no había sido mejor que otros, la demanda de animales había sido escasa. Varias décadas atrás, cuando el rancho era cuatro o cinco veces más grande, las cosas habían sido diferentes, pero las épocas habían cambiado, ya no disponían de vaqueros contratados, ahora la familia tenía que realizar todas las labores.
El invierno se había iniciado; con él, la temporada de lluvia y tormentas eléctricas.
El padre lo había enviado a la caballeriza, mientras que él iba para el corral. Un rayo había caído sobre el árbol que estaba a un par de metros de la parte posterior del pesebre. Fue tan estruendoso, que Gabriel pegó un grito y se tiró al piso, como intentando sumergirse bajo la tierra.
Las continuas patadas de los caballos le habían hecho levantar la mirada, y había visto el establo en llamas, el árbol prendido fuego, y cómo este había saltado para el cobertizo.
El muchacho se había levantado y corrido para abrir la puerta principal, luego había liberado los frenéticos caballos, que golpeaban con los cascos la cuadra; había terminado de soltar el último cuando la parte posterior se desplomó.
Gabriel había corrido tras un peñasco y se había escondido de ese infierno.

martes, 20 de noviembre de 2012

El niño del barrio


Los chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio.
Muchos de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo.
De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela, tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; cuando terminaba el partido el niño desaparecía.
Los chicos se quedaban para repartir algún helado de agua o barritas de hielo saborizado; compartían cuentos y chistes; una tarde invitaron al niño para quedarse un momento, para conocer algo de él; hablaba poco, como no conseguían mucha información, intentaban persuadirlo para que contara algo sobre él y de su familia.
—Si nos dices dónde vives, te dejamos tomar el helado —Uno de los chicos del grupo puso a su alcance el helado de agua.
—No tengo calor —contesta el pequeño.
—Pero si tienes hambre puedes tomar el helado —insistían.
—Cuando tengo hambre me como los sapitos. —responde desmereciendo la oferta.
—¡Qué! —Los niños con ojos saltones, no daban crédito a lo escuchaban.
—Son ricos, a que no lo prueban —El desafío se había revertido.
—Si vos lo comes, yo los comeré —Un niño del grupo acepta el reto.
—Bueno, conozco dónde hay muchos —Se levantaba del piso y salía corriendo.
—Vamos a ver a donde se dirige —dijo uno de los chicos y siguieron al niño.
Tras correr cuatro cuadras, llegaron a donde había un arroyo y pequeños estanques de agua; estaba cubierto de una especie de diminutas plantas acuáticas que cubrían los charcos, como si fuera una alfombra, era de color verde agua. No tardaron mucho cuando vieron pequeños puntos negros que se movían sobre el manto.
Con mucha pericia el niño atrapa una y se lo alcanza al niño que había aceptado el reto, esté con cara melindrosa estiraba la mano, cuando sentía en la mano las húmedas patitas de la ranita, el niño pega un grito, agitando la mano tira al anfibio al charco.

El niño irrumpe en carcajada y atrapa varias, con el puño cerrado se fue dando pequeños saltos mientras llevaba a su boca su captura.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Familia asfixiante


Era una típica familia de barrio. Norberto había crecido como lo hacen los hijos únicos, aunque no lo era; sus padres habían perdido al primogénito cuando este era un niño.
Desde que Norberto nació, había recibido toda la atención y cuidado de sus padres.
Él solo deseaba un poco de libertad. Como los tiempos eran difíciles y no podía insertarse laboralmente, había decidido seguir el rumbo que muchos de sus amigos de facultad habían tomado.
Había resuelto irse a Europa, en busca de una oportunidad laboral era su pretexto; progreso económico camuflaba la verdadera intención que ocultaba. Comunicar a sus padres esta iniciativa sería muy difícil, para ellos Norbertito aún seguía siendo el nene de la casa, aunque ya se había graduado la facultad.
Esperó un día relajado y tranquilo. Volcar su interés por un viaje traería complicaciones que tendría que pulir. Mientras transcurrían las semanas, había estado haciendo provisión de recursos, había preparado: el pasaporte, ubicó un amigo en el lugar de Europa al que llegaría y reservó un boleto aéreo. Entonces calculó el próximo fin de semana largo para contar sus planes a sus padres.
Tenía todo listo. El día indicado había llegado.
—El asado de hoy fue genial —dijo el padre.
—Sí, esta vez encargué ternerita.
—¿Dónde lo conseguiste?
—Un amigo que tiene campo me recomendó una carnicería, dijo que su familia era su proveedor de ganado.
—Y ¿dónde vive tu amigo?
—En Europa.
—¿Cómo es eso? ¿No me dijiste que era del campo?
—Sí, su familia cría vacunos, pero él consiguió un trabajo allá, ¡está muy bien!
—Pero si el ganado es lo que más dinero da en este país —comentó la madre.
—Él trabajó en el campo hasta que se vino a estudiar a la ciudad, se graduó de ingeniero y pensó que sería una picardía que, con un título bajo el brazo, estuviera cuidando vacas.
—Pero Bertín, hay que ser realistas, se vive cómodo cuando el dinero abunda —volvió a intervenir la madre.
—Sí, la verdad que de eso quería hablarles hoy.
—¿De qué? Nunca te hicimos faltar algo, te hemos dado todo cuanto necesitaste. —Levantando la cabeza con aire de suficiencia, el padre fijó la mirada en su hijo.
—No papá, no quise decir eso. Mi amigo consiguió un empleo tan bueno que le permitió ahorrar en un año lo que acá no lograría ni en diez. Cuando vino de vacaciones, se compró una cuatro por cuatro. ¿No les parece bueno eso? —Sus padres se miraron uno al otro con cara de desconcierto.
—¿Qué es lo que quieres decirnos? —frunciendo las cejas, intervino la madre
—Los quiero tanto… me gustaría devolverles todo lo que han hecho por mí, ahora el turno para apañar es mío, y me agradaría que no se privaran de algunos lujos que el mundo ofrece. …Má, te has estado quejando del lavarropas que ya no centrifuga. Pá, ya no tendrías que ir al bar para ver el partido de fútbol en la TV LCD. ¡Tendrías una acá! —El tono de voz sonaba tan convincente, pero sus padres no mostraban un pelo de entusiasmo, se los veía hundidos en sus asientos.
—¡Qué! ¿Acaso quieres irte? —dijo el padre.
—En esta casa no hace falta nada. —La madre se resistía a admitir la propuesta.
—Mi amigo habla con su familia todas las semanas, solo habilitó su celular  allá, y lo llaman al mismo número que tenía acá mientras estuvo estudiando.  Por eso sé tanto de él, porque le envío mensajes de texto, y él a mí. —El aspecto de sus padres se fue relajando suavemente.
Para contagiarles su entusiasmo, fue a sentarse al sofá en medio de ellos, abrió sus brazos y los estrechó; simultáneamente, les propinaba pequeñas palmaditas.
Ellos se habían rendido. Ahora solo quedaba decirles que su vuelo salía en quince días.

martes, 30 de octubre de 2012

La alarma en la quinta

El ruido de la alarma los hizo salir abruptamente de la casa. Subieron a la motocicleta y desaparecieron en la oscuridad.
Los propietarios, exaltados, llamaron a la policía. Era una típica casa quinta con escasos vecinos. Fue casual que ese día ellos decidieran pasar la noche a ese lugar, solo iban los fines de semana largos o fiestas de fin de año. El lugar era ideal para juntar a toda la familia. Cuando la abuela aún vivía, las reuniones familiares se hacían todos los fines de semana; la casa estaba siempre impecable. Cuando ella falleció, la casa fue abandonada, nadie se hizo cargo de los cuidados y de los arreglos. Se hacían esporádicas visitas, una vez por mes, solo para pagar las boletas, dejar un encargo para determinado trabajo.
Cacho y Tincho eran dos jovencitos que vivían en los ranchos que estaban a un kilómetro de la casona. En varias ocasiones habían estado en ese lugar realizando algunas tareas: cortando el césped, cuidando los animales y podando los árboles.
Se venían los carnavales, y los jóvenes buscaban algún dinero extra, deseaban pavonear con las chicas. Los recursos ganados con esfuerzo no eran suficientes para hacer alarde en las fiestas. Entonces pergeñaron un plan malvado. Tomarían alguna herramienta de la casona, luego lo venderían, el plan parecía sencillo, nadie notaría una herramienta faltante. Ambos sabían que la motosierra de la quinta sería fácil de liquidar.
Decidieron buscar a Carlos, amigo del vecindario, que tenía un taller de motos, para que les prestara una moto vieja, de esas que no podía vender, le propondrían probarla y, si les gustaba, tal vez se la comprarían. En realidad, solo deseaban usarla para su fechoría.
Pusieron en condiciones la moto, compraron un bidón de combustible y el aceite para la mezcla. El plan de los jóvenes era llegar con la moto apagada hasta la calle de la quinta, dejarla e ingresar por el agujero que ellos conocían en el alambrado. Tomarían la motosierra y escaparían. Pero no salió como ellos lo habían pensado.
Ignoraban que la casa tenía alarma, nunca habían visto que alguien fuera a instalarla. No bien abrieron la puerta del establo, un ruido ensordecedor los oprimió con terror y pánico. Inmediatamente corrieron por el camino por el que habían entrado. Uno de los perros los siguió hasta la calle, pero como los conocía, no les ladró.
Llegaron asustados a la casa de Tincho. Estaban aterrorizados porque desde el patio oyeron las sirenas del patrullero que se dirigía a la casona. Pasaron la noche en vela y sobrecogidos, se limitaron a mirarse la cara uno al otro, no tenían palabras.

jueves, 25 de octubre de 2012

Rituales sangrientos



El aire tenía un sabroso perfume veraniego. La brisa era agradable en el acantilado; el horizonte lucía de rojo intenso, en cuestión de minutos la oscuridad cubrió la pradera. Salton y Roger, amigos de aventuras, habían hecho un viaje de cientos de kilómetros para observar un espectáculo que solo se repetía una vez al año.
Habían planificado el acecho desde dos puntos: un montículo de rocas en la planicie, y el otro tendría una visión desde la altura.
Dos semanas de espera estaban agotando las provisiones, tenían un campamento instalado donde pasaban los días. Dos carpas hacían de dormitorio, donde guardaban aislantes, bolsas de dormir, ropa extra y de abrigo para las noches frías; cada uno ocupaba su tienda; para los alimentos tenían otra con utensilios, un quemador, cacerola, alimentos no perecederos y frutos secos.
El montículo de piedras estaba a ochocientos metros de las tiendas, tenía una forma circular, parecía un lugar que alguna vez tuvo uso, estaba en medio de la pradera, todas las rocas debieron ser traídas de la montaña que estaba a dos kilómetros, tenían casi setenta centímetros de alto por un metro de largo, el lugar estaba abandonado habían piedras caídas del muro y la trinchera estaba llena de tierra; se podían ver rastros de carbón.
Un día, mientras almorzaban, un temblor de la cacerola los sobresaltó. Salieron del comedor, a la distancia una nube de polvo en la pradera hizo que se iluminaran sus rostros, tiraron sus platos y se dispusieron a trabajar, el momento había llegado, extendieron el parapente, ajustaron los seguros, encendieron el motor y uno de ellos se dejó impulsar por las hélices. En solo unos minutos había tomado altura, el rostro de Roger estaba extasiado por el panorama de la manada que corría por la planicie.
Salton corrió y se instaló en el montículo, tenía una videocámara lista para capturar el paso de los animales. Cuanto más se aproximaban, más intensa sentía la vibración del suelo, el galope sincronizado de miles de pezuñas era estremecedor, el ruido se hacía más potente. Instalado sobre una roca, armado de su cámara, esperaba, listo para el paso de la manada.
Roger hizo un giro sobre el campamento y se dirigió a enfrentar la manada, la extensión de la nube cubría cuatrocientos metros de longitud. El polvo alcanzaba la altura del piloto. Venían del otro lado de la montaña, acorralados por el acantilado del río y las paredes de la montaña, seguían el único camino posible. Atrás de la manada había una jauría de lobos que corrían, desde la altura se podía ver que la persecución estaba acompasada, una hilera de lobos estaba controlando la estampida.
La manada estaba dirigiéndose hacia el montículo de piedras. Salton en cuestión de segundos, se vio frente a frente de penetrantes miradas y hocicos con furiosos resoplidos, todos estaban siendo conducidos hacia él, antes de que pudiera huir se tiró al pozo, levantó la mirada y observó pezuñas y panzas peludas volar sobre su cabeza, se cubrió su rostro con las manos y lo escondió entre las piernas. Estaba estremecido y aterrado.
En la altura, el pavor hizo que el corazón de Roger palpitara hasta la agitación, el montículo literalmente había desaparecido en el mar de lomos peludos. Con todas la fuerza que el motor podía generar, sobrevoló una y otra vez hasta que desapareció la manada, cuando aterrizó, encontró entre las rocas dos terneros de bisonte aplastados por el tumulto, Salton salió de su escondite, con las piernas aún temblorosas. Se disponían a observar a las víctimas cuando sintieron que un círculo de miradas giraba a su alrededor.
El instinto de supervivencia los hizo remontar el parapente para salir de la pradera hasta el otro lado del acantilado, desde ese lugar, sobrecogidos, vieron como los lobos desgarraban a los terneros. Antes de que el sol se pusiera en el horizonte, no había quedado nada de las victimas.
La estampida de los bisontes resultó en un ritual sangriento, era una cacería.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Aventura extrema


Tomó la decisión de participar de un grupo y viajar a una montaña, de la cual saltarían en paracaídas, todos sus preparativos fueron muy rápidos: el permiso en el trabajo, la compra de los materiales, el pasaje e infinidad de detalles que preparar. Llegar a destino les tomó dos días, debido a los senderos pedregosos y lo inhóspito del lugar. El campamento se instaló en la base de la montaña, desde ese lugar podían apreciar la pequeña plataforma de donde saltarían al día siguiente. El grupo tenía una gran expectativa de lo que ocurriría.
Con los primeros rayos de sol, salieron con rumbo a la montaña y para el medio día, estaban listos para el salto. Los saltos se fueron sucediendo uno tras otro, hasta que su turno llegó, respiró profundo y, a la voz de ‹‹ahora››, corrió para luego dejarse caer en el vacío. ‹‹Fue espeluznante››, comentó de regreso en el campamento, ‹‹treinta y ocho segundos que parecieron una eternidad››.
Reunidos ya de regreso en el campamento, cada uno relataba su experiencia y, recordando la sensación del momento del vuelo, todos coincidían en la experiencia única de la que habían participado; excepto uno, que cuestionó lo riesgoso de la situación, los escasos medios con los que contaban de producirse un accidente, que no serían suficientes para cubrir una emergencia, y que sin parar vociferó: ‹‹esto es una locura››; el resto de los miembros del grupo simplemente encogieron los hombros, y musitaron mirando hacia los precarios materiales, ‹‹esto es su verdad››.

martes, 2 de octubre de 2012

El autito de madera


Los chicos jugaban en el patio de la escuela.
Esa mañana el profesor de taller encargó trabajos en madera: «Lo que se les ocurra chicos, la idea es que presenten una manualidad.»
Uno de los chicos que tenía dificultades para caminar, estaba sentado en una escalera, mientras los chicos corrían por el patio, él bosquejaba su trabajo de carpintería.
A un años de nacido había sufrido de poliomielitis, las secuelas que le había quedado era una parálisis flácida en las extremidades inferiores, simplemente no le respondían las piernas; había aprendido a manejarse con la ayuda de un par de muletas de aluminio, del tipo canadiense; estos le había dado cierta autonomía en sus actividades.
Debido a su impedimento físico, había postergado su ingreso a la escuela, tenía dos años más que el resto de sus compañeritos.
El dibujo que había realizado era la de un auto de los años treinta; se veía bien logrado, sus compañeros miraban el bosquejo y decían: «Ah, ¡eso es muy complicado!»; pero él se sentía seguro de su tarea.
En el aula todos trabajaban con determinación, cada quien deseaba tener la mejor calificación, empeñados realizaban su labor con entusiasmo. Unos elegían madera para tallar, el niño de las muletas elegía madera laminada.
Con una pequeña sierra caladora, daba forma a las piezas del bosquejo; cuando termina la clase los niños llevaron su trabajo a sus casas para continuar.
A la siguiente semana, los chicos se presentaron con sus trabajos terminados, todos estaban expectantes a la calificación del maestro; pero cuando vieron el auto del bosquejo terminado, todos quedaron desilusionados de sus trabajos; simplemente miraban boquiabiertos, «¡cómo lo hizo!» se preguntaban algunos.
El maestro felicitó al chico de las muletas y estimula al resto para un próximo trabajo, «lo que valoró de todo esto, es el esfuerzo que pusieron, me alegra que todos hayan terminado sus trabajos».
En los chicos ese día se producía una especie de admiración por aquel niño, que con ayuda de su muleta asistía a la escuela como cualquier muchachito. 

sábado, 29 de septiembre de 2012

Simpáticas guerreras


        Salían de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna comida.
        Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso, les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos, arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
        Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el árbol más próximo.
        Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.

        El dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda del collar del perro y lo dejó correr tras las pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano;  desde una rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
        La tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.

        Como el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
        Fue la última vez que lo vieron.

martes, 25 de septiembre de 2012

Amigo fiel


El recorrido del pueblo a la ciudad era de ciento cuarenta y dos kilómetros.
Tenía cara de sumiso y el hocico entre los pies, estaba enroscado durmiendo en la calle; cuando oyó que se habría la puerta, saltó de su sueño y se aproximó batiendo la cola entre las piernas. La sorpresa fue de la dueña del perro, que dio un grito «¡Terry!».

Había hecho un viaje de rutina, para visitar a su hijo mayor, que terminaba sus estudios; la madre había llevado al más pequeño de los niños, llegaron para saludar al joven, que se había alejado de la casa para concluir el secundario, debido a que en el pueblo no había un colegio con estos cursos.
La mascota tenía diez  años, uno menos que el niño menor de la familia.
Terry era la delicia de los chicos, los  acompañaba en todas sus actividades: al río, a jugar a la pelota, a cazar lagartijas, caminatas por el lago y algunas excursiones en bicicleta.
Para el menor de los tres varones, Terry era como un hermano con quien podía jugar hasta el cansancio, sin llegar a las peleas diarias, como con sus hermanos.
¿Como hizo para recorrer esa distancia? Se preguntaba el pequeño, en algunas ocasiones junto a sus amigos habían hecho parte del recorrido en bicicleta que fue agotador; tenían empinadas cumbres que subir y atravesar ríos de deshielo de las montañas, que surcaban hasta terminar en el inmenso lago, lugar donde terminaba la excursión.
Cuando el muchacho vio al perro, corrió para abrazarlo, estaba agotado y hambriento; le dio comida y lo limpió el pelo que lo tenía lleno de polvo, debido a que el camino que había recorrido era de ripio.
Dejó que descanse todo el día, ya que al siguiente tendrían que retornar a su casa; esta vez buscó una caja donde llevar a su compañero de aventuras, así nadie en el ómnibus se quejaría.
Terry no hizo ruido alguno durante todo el trayecto de regreso, cuando percibió que llegaron al pueblo, saltó de su caja y se dirigió a saludar al padre del niño que los esperaba.
Como si no hubiera sucedido nada, Terry estaba más que feliz de que regresaran al hogar.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Pequeño huérfano


Las vacaciones de invierno habían iniciado, la madre del niño iría de viaje a la casa de campo de los abuelos, y decidió llevar al más pequeño de los tres hermanos.
El recorrido tendría un par de escalas, debido a lo lejano del lugar, desde su casa; en el último trasbordo el viaje fue corto, pero no mas fácil, tomaron un viejo colectivo que les dejaría cerca, desde ese lugar caminaron hasta la casa antigua de los abuelos. El lugar era árido, la planicie de la zona estaba rodeada de agua que desbordaba de un río y un lago cercano.
La actividad principal de la casa era la cría de ovejas. Junto al primo, que había nacido en esa casa, salieron con el rebaño; primero fueron a un pastizal que distaba una hora de caminata, a media tarde llevaron los corderos al río, para que tomaran agua; allí siguieron pastando hasta la hora de regreso; los niños jugaban con una vieja pelota y con una onda con la que intentaban cazar algún pájaro que conseguían asechar.
En un momento de la tarde alguien grito: «¡zorro!» Sin demora salieron corriendo a buscar al intruso; la onda resultó ser el arma más certero, cargado de piedras del tamaño de huevo de codorniz, corrieron tras el animal que no tuvo su presa esa tarde.
Con la ayuda de perros ovejeros juntaron el hato y tomaron rumbo hacia la casa, agotado del largo trayecto a pié, estaba feliz de haber sido útil en ayudar a proteger la manada, retornó toda hasta su corral.
Cuando llegaron los esperaban con una deliciosa comida; guiso de cordero acompañado de quinua[1].
El sol se puso en un pestañeo, el frío seco pegaba con rudeza, aseguraron las puertas del corral y dos perros saltaron el muro y buscaron un espacio entre los ovinos, parecían dominados por el compromiso de cuidar a sus protegidos.
Durante la noche se oía el silbido del viento, de tanto en tanto los perros ladraban a los cuatro vientos, como para reafirmar su presencia en la casa.
Todos en la casa estaban de pie antes de que los primeros rayos del sol alumbraran. Apenas se podía sentir una suave brisa que soplaba, pero el frío se hacía sentir en toda su plenitud invernal; si había un recipiente con agua, esta se había congelado. El primo trajo un plato de th’ayacha[2] de kañawa[3], era agradable su sabor; improvisaron un guante con la manga de la chamarra[4] sostenían los trozos del delicioso desayuno, mientras caminaban alrededor del corral de los borregos.
A media mañana las mujeres volvían de ordeñar las ovejas, comentaron que encontraron a una cría que no tenía madre, contaban que ella había muerto dos días después de tener la cría, está también moriría: de frío o hambre, por no tener a su madre para que la cuidara.
La tenían bajo el brazo, la habían traído para sacrificarla, porque no tendría oportunidad de sobrevivir en el rebaño. Era un capullo blanco, tenía las orejas negras, una mancha en el ojo y hocico  y, otras en el cuerpo; tenía la mirada extraviada como intentando hallar protección; el niño preguntó si podían dárselo, suplicó y dijo: «¡yo cuidaré de él!», se oyó firme en su expresión.
Ni bien lo tuvo en los brazos, se produjo algo que entre los adultos llaman «amor a primera vista»; el niño lo arropó entre su abrigo y dijo: «lo llamaré Martín».



[1] Quinua: Grano con 50% más de proteína que otros granos, se destaca por su riqueza en hierro, potasio y riboflavina; también es rico en vitaminas del complejo B, magnesio, zinc, cobre y otros.
[2] Th’ayacha: versión de un helado pero como ingrediente principal tenía la harina de kañawa y de otros granos y tubérculos.
[3] Kañawa: rico en aminoácidos como: lisina, isoleucina y triptófano; la calidad de proteína  combinada al contenido de carbohidratos, de 60% y aceites vegetales de 8%, hacen de este grano de alto valor nutritivo.
[4] Chamarra: nombre que recibe en el altiplano suramericano la campera o ánorak.

jueves, 13 de septiembre de 2012

La triple frontera


Era un domingo de cielo cubierto y calles desiertas en la vertiginosa Ciudad del Este.
Por un pestañeo perdió el colectivo que le llevaría a Puerto Iguazú; esperar el siguiente no era una opción cómoda, la frecuencia de ómnibuses los fines de semanas podía llegar a dos horas.
Pasó por el puesto fronterizo para registrar su salida. La sorpresa fue tal que su nombre tenía una multa de quinientos dólares, debido a un egreso no registrado en otro puesto. Según el comentario del oficial:
—Todo los pases que tienen una doble raya en la parte superior, no son ingresados en las bases —Le mostró la marca en la constancia de ingreso.
—¿Cómo puedo resolver esto? —preguntó el mochilero casi palideciendo.
—Si quiere le puedo hacer un descuento a doscientos cincuenta dólares.
—Pero este papel me lo dieron en Falcón —protestó desconcertado.
—Llévese no mas, puede cruzar el puente —Con mirada de desinterés despacho al viajero.
Con cara de incredulidad, salió de la oficina y tomó rumbo al puesto de Foz do Iguaçu, presentó su documento y le dijo que iba a Puerto Iguazú. «No necesita registrarse, pase», tomó sus pertenencias y respiró seguro de que todas las cosas están bien, caminó cincuenta metros y un fuerte chaparrón se precipitó, los pocos transeúntes que hacían el mismo recorrido, se cobijaron bajo un alero del tinglado que cubre el control.
Una pareja que tenía a su hijo pequeño, le pusieron una bolsa plástica de supermercado a su niño, y corrieron hasta el próximo alero, a setenta metros, desde donde salían los ómnibuses a Puerto Iguazú. No transcurrió quince minutos cuando seis personas tomaron el colectivo, en el recorrido fueron subiendo pasajeros de distintas nacionalidades, hasta llenar el vehículo. La lluvia hizo presa de todos los viajeros ese medio día.
El control en el puesto de Puerto Iguazú fue más ligero el trámite, con varios box que atendían simultáneamente, hizo sencillo el registro. El joven de la vieja mochila roja azul Karrimor, cruzó la puerta y un oficial le pidió que pase su mochila por el escáner de rayos X, desde el otro lado se escuchó:
—Che, mira esto —El tono de voz petrificó al joven— habla español —preguntó un oficial que siguió los pasos del viajero.
—Sí, que ocurre —replicó intentando controlar sus nervios.
—Vacíe su mochila ¿qué es lo que tiene en esto? —Indicó a dos imágenes gemelas que resaltaban y les pareció sospechosas.
—Ah, son dulce de guayaba —contestó muy aliviado, mientras sacaba el contenido de la mochila hasta entregar en las manos de un oficial los potes de dos kilos.
—Esta bien, puede subir al ómnibus... disculpe las molestias —Cortes se mostró amistoso.
El joven tenía un torbellino de sentimientos que no terminaba de identificar, porque entre la ropa tenía una Tablet adquirido en la zona franca, y además, una cámara reflex. Su temor era que le cobraran una taza por los dispositivos adquiridos.
Mientras reordena sus pertenencias oye a otro pasajero de origen australiano que no tenía el pasaporte, y ningún documento; pedía al chófer que le dejará subir al colectivo, y este se negaba a llevarlo si no tenía su pase fronterizo; con suplicas y desasosiego, el hombre camina de un lado para otro, intentando controlar el llanto. Cuando los pasajeros completaron el transporte, el hombre aún suplicaba para que lo llevara, sin tener una respuesta afirmativa le dijo «No le puedo llevar, tiene que pagar otro boleto y volver al otro lado.» le cerró la puerta y partió.