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miércoles, 29 de agosto de 2012
Noche en el museo
Esa mañana Pedro tenía el rostro perplejo. No había pasado un cuarto de hora cuando tenía la cabeza recostada sobre su cuaderno.
Cuando terminó la clase, le dieron un empujón para que despertara, con la cara somnolienta, recogió sus pertenencias y se fue para el baño; cuando lo vieron de regreso, lo comenzaron a indagar: si se sentía bien, si había dormido esa noche, y otros se burlaban del semblante aletargado.
Ante tanta insistencia de sus compañeros, contó la terrible experiencia de la noche pasada:
A media tarde del día anterior, había recibido una llamada telefónica de un supuesto apoderado de su abuelo, este lo había citado para transmitirle una importante noticia: «Debe presentarse antes de las 19 h en la oficina del director», apresurado había tomado la dirección del lugar.
Había llegado media hora antes, el lugar era un museo de cera, buscó la oficina y se sentó a esperar la hora indicada. Le intrigaba el tema, su abuelo había fallecido hacía dos meses de una complicación respiratoria, cumpliría ochenta y dos años el día de hoy. Nunca había contado de algún apoderado, había arreglado todos los temas legales con anticipación, dejó su casa a nombre de los dos hijos que tenía, el abuelo vivía de su jubilación y de la ayuda que los hijos le brindaban.
«¿Qué tendría el abuelo acá?», era la pregunta que comenzó a inquietar al joven. Cuando llegó la hora indicada, vio que la gente se iba retirando, nadie se había aproximado al lugar de la oficina.
Se sentó en un banco del pasillo, cruzó los brazos en espera del apoderado y de la noticia que tenía para comunicarle. No pasó mucho tiempo y fue a una vidriera, el colorido traje que vestía ese personaje había llamado su atención cuando ingresó, mirando de reojo a su alrededor, se animó a tocar la figura. La textura era como la de una vela, muy suave. El aspecto, de un telegrafista, visera, anteojos redondos, bigote recortado con prolijidad; camisa blanca lisa, chaleco abotonado, un reloj de bolsillo, corbata de moño; tenía la mirada fija en un artefacto con un carretel que portaba hoja en cinta, que ingresaba a un aparato con varios rodillos dentados, estos mordían el papel, en la parte media de los cuales había una especie de punzón que marcaba la cinta de punto o raya, dejando un relieve impreso. El conjunto era: el carretel, una caja que contenía los mecanismos de los rodillos y un manipulador.
Mientras observaba la escultura, un ruido de golpe de puerta cuando se cierra, lo sacó de su concentración. Volvió al banco del pasillo, esperando que alguien se aproximara, cinco minutos después las luces se apagaron, la penumbra fue total, como ciervo que huye de un cazador, se precipitó por los pasillos tanteando por las paredes en busca de la salida. Los traspiés se repetían con cada metro que avanzaba. Al doblar una esquina del pasillo, se dio un fuerte golpe a la altura de la rodilla con la punta de una banca, el dolor fue tan intenso que se recostó en el asiento por varios minutos, esperando que atenuara el dolor. Reincorporado, continuó con su búsqueda, esta vez los pasos eran arrastrados y más lentos.
En un extremo del pasillo, llegó a ver un parpadeo rojo, con paso firme, apoyando las manos en la pared, continuó hasta llegar al lugar donde se emitía el destello. Era una pequeña caja de control de alarma: un teclado y una pantalla.
Pensó que debía buscar ayuda, en algún lugar debiera encontrar un teléfono, la oscuridad no le permitía recorrer con prisa, le tomó más de una hora hasta que encontró en el sótano un aparato. Al fin pudo hacer una llamada a su casa, del otro lado se oía timbrar, pero nadie contestaba. Donde estaban sus padres, para esa hora ya tendrían que haber llegado; eran las diez de la noche, y no tenía forma de salir de ese lugar.
Entonces se le ocurrió llamar a los bomberos, marcó el 100, … pero no sabía qué pedir, no había fuego; se limitó a contar que: estaba atrapado en un museo y no podía salir. Pensó que en un par de minutos vendrían a buscarlo, ¡puf! …
Pasaron más de dos horas hasta que pudo oír las sirenas en la calle, cuando vio que abrían la puerta, sintió que la vida volvía a su cuerpo. Pero la noche aún no terminaba, pasó un largo interrogatorio en la comisaria, si tan solo hubiera dicho que se quedó dormido, tal vez lo sacarían del museo y lo llevarían a su casa. Él les había contado de la llamada que había recibido, que tenía que presentarse en la oficina del director.
Esa oficina hacía dos años que no se abría, el director había fallecido en un accidente automovilístico, y no tenía ninguna relación de amistad o laboral con el abuelo.
¿De dónde había salido esa llamada?
lunes, 14 de mayo de 2012
Caminata en el bosque
14:17
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Salen del bosque justo en el momento en que
el sol se esconde entre las ramas más altas.
Uno de ellos tiene la remera
traspirada, a pesar de que el atardecer trae consigo ráfagas de
vientos fríos. Buscan un lugar llano lejos de los gigantes árboles de la lluvia
dosel, un claro en un recodo del río se ve ideal para armar el
campamento.
Con malestar, Sergio se sienta en la
orilla del río, toma un trago de agua y ventea su remera intentando secarla.
Su rostro tiene una mirada de perplejidad, ansiedad y hasta de temor.
Carlos, sin percatarse del estado de su
compañero, despreocupado, arma la carpa. Ewal busca piedras para proteger el
quemador del viento, para preparar la cena; animado, refriega sus manos en la
comida que está preparando.
—¡Chicos, esta lista la carpa! —Carlos, sonriente, busca su
mochila, saca un plato y los cubiertos —. ¡Que hambre tengo! —Estira la espalda
y pregunta por la comida.
—Ya, ya, un minuto más y está lista la cena. ¿Por qué no llamas a
Sergio?
—¡Hey, Sergio, dale, a comer! —Levanta las manos y las agita.
—¿Qué te pasa que te quedaste en el río? —pregunta Ewal.
—Solo trato de secar la remera.
—Es mejor si te pones una seca —comenta Carlos—. Busca un plato
que comemos ya.
—Sí, vuelvo en un momento. —Vacía la mochila hasta encontrar los
utensilios.
Carlos y Ewal
notan el estado de agitación de su compañero.
—¿Qué te ocurre? Tienes el rostro traspirado —indaga Ewal.
—No creí que fuera tan oscura la noche en el bosque.
—El bosque está a trescientos metros, estamos en la orilla del
río. ¿Te sientes bien?
Cuando iniciaron
la expedición, Sergio no tuvo presente la oscuridad de la noche. En su casa nunca
apagaba las luces de su habitación durante la noche; esto se debía a un incidente
durante un cumpleaños de su hermano, los amigos de él quisieron darle una
sorpresa.
Habían preparado
una torta y una pequeña caja con un gecko hoja-cola como regalo, fue tal el
alboroto que hizo cuando abrió el regalo, que tiró la caja perdiendo al pequeño
reptil, por mucho que buscaron no pudieron encontrar el gecko.
Esa noche, como
cualquier otra, Sergio se fue a dormir a su habitación; a media noche pasó la
pesadilla de su vida, sintió que su rostro era absorbido, agitado, jadeaba
intentando despertarse del mal sueño, pero algo le impedía ver en la oscuridad,
sentía algo frío y rugoso entre los ojos y pequeños puntos que parecía sorber
su rostro. La ansiedad lo ahogaba, le hizo dar un sobresalto en la cama, los
alaridos que pegó despertaron a sus padres, quienes acudieron en su auxilio. Al
prender la luz, vieron al gecko en su rostro, y a Sergio, que gritaba descontrolado.
El reptil terminó en un zoológico, pero él nunca pudo superar la oscuridad.
Durante la
caminata en el bosque, vieron infinidad de animales: insectos, aves y hasta un
ciervo. Todo en el recorrido contribuía al pánico que sentía por los animales;
pero, las enormes copas de los árboles eran más intimidantes, su angustia no
terminó cuando salieron del bosque, sintió en la espalda todos los fantasmas de
la oscuridad en la montaña y del bosque.
Solo él sabía del miedo a las dríadas.
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