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martes, 2 de octubre de 2012
El autito de madera
14:21
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Los chicos jugaban en el patio de la escuela.
Esa mañana el profesor de taller encargó trabajos en madera: «Lo que se les ocurra chicos, la idea es que presenten una manualidad.»
Uno de los chicos que tenía dificultades para caminar, estaba sentado en una escalera, mientras los chicos corrían por el patio, él bosquejaba su trabajo de carpintería.
A un años de nacido había sufrido de poliomielitis, las secuelas que le había quedado era una parálisis flácida en las extremidades inferiores, simplemente no le respondían las piernas; había aprendido a manejarse con la ayuda de un par de muletas de aluminio, del tipo canadiense; estos le había dado cierta autonomía en sus actividades.
Debido a su impedimento físico, había postergado su ingreso a la escuela, tenía dos años más que el resto de sus compañeritos.
El dibujo que había realizado era la de un auto de los años treinta; se veía bien logrado, sus compañeros miraban el bosquejo y decían: «Ah, ¡eso es muy complicado!»; pero él se sentía seguro de su tarea.
En el aula todos trabajaban con determinación, cada quien deseaba tener la mejor calificación, empeñados realizaban su labor con entusiasmo. Unos elegían madera para tallar, el niño de las muletas elegía madera laminada.
Con una pequeña sierra caladora, daba forma a las piezas del bosquejo; cuando termina la clase los niños llevaron su trabajo a sus casas para continuar.
A la siguiente semana, los chicos se presentaron con sus trabajos terminados, todos estaban expectantes a la calificación del maestro; pero cuando vieron el auto del bosquejo terminado, todos quedaron desilusionados de sus trabajos; simplemente miraban boquiabiertos, «¡cómo lo hizo!» se preguntaban algunos.
El maestro felicitó al chico de las muletas y estimula al resto para un próximo trabajo, «lo que valoró de todo esto, es el esfuerzo que pusieron, me alegra que todos hayan terminado sus trabajos».
En los chicos ese día se producía una especie de admiración por aquel niño, que con ayuda de su muleta asistía a la escuela como cualquier muchachito.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Terror en la costa
La perplejidad en su mirada no daba crédito a lo que estaba viendo. Sacudió su cabeza intentando despabilarse, apoyó sus manos en el canasto y se inclinó en el borde para verificar lo que estaba ocurriendo. Para asegurarse de que lo que estaba viendo era real, tomó su instrumento y calculó que la gigantesca ola tenía veinte metros de altura. La muralla de agua se extendía por cientos de kilómetros, la velocidad con la que viajaba era pavorosa. Cuando la ola pasó por debajo de su canasto, sintió el estruendo de mil cataratas juntas.
Los rayos del sol apenas comenzaban a dar su brillo. Salió de su casa cargando la enorme caja que contenía un globo aerostático, fue hasta el campo de donde solía partir, el rumbo era determinado en algunas ocasiones por las corrientes del viento. Por alguna extraña razón, el globo esa mañana tomó dirección hacia el océano.
La brisa que corría era cálida, a medida que tomaba mayor altura, tenía la impresión de que las playas eran más extensas esa mañana, tenía una sensación de paz. El silencio de las aves había pasado desapercibido para los lugareños.
Avanzó una distancia considerable mar adentro, cuando observó la enorme muralla en el océano. Nunca antes había visto algo semejante. Estaba acostumbrado a atravesar montañas, recorrer valles y ríos, pero una muralla tan uniforme, y que se movía a una velocidad asombrosa, simplemente, lo había paralizado por un instante.
Solo después de ver que la ola gigante se dirigía apresuradamente a la costa comprendió que la ola impactaría contra las casas ribereñas y en su pequeño pueblo. Una segunda parálisis se apoderó de su ser, un sentimiento de impotencia aplastaba su pecho.
De pronto, el viento cambió de dirección. La corriente ahora lo llevaba hacia la costa. Buscó su celular y se dispuso a llamar a su casa para alertar de lo que estaba sucediendo. El sol ya marcaba la plenitud de la mañana, pero en su hogar aún estaban durmiendo; después de cinco intentos, consiguió que alguien contestara, era su pequeño hijo de seis años, como no podía explicarle que estaba en peligro, le pidió que despertara a su madre.
—Ma, ma, es papi —Tironeaba de la remera de su madre, sin que esta se despertara, pero el padre le decía que gritara con más fuerza.
—¡Maaa, maaa, es papiii!
—Pero porque no vas a dormir que estoy cansada. —le gritó la madre al pequeño hasta intimidarlo.
—Te dije anoche que no quería hacer el viaje. —vociferó molesta.
—Escúchame, estoy en medio del mar, una ola gigante se dirige al pueblo, busca refugio en la montaña. La ola viaja muy rápido.
Corrió al comedor, abrió la ventana que daba a la costa, en el horizonte un grueso cordel parecía culebrear sobre el mar. Apresurada salió a la calle y, dando gritos desesperados, decía: «Tsunami, tsunami, tsunami». Al mismo tiempo tiraba del brazo de su hijo mientras corrían.
martes, 26 de abril de 2011
Historias recurrentes
1:07
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Comenzó abruptamente.
Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que
me contaría, comenzó diciendo:
—Me voy
a Brasil por trabajo.
—¡Qué!
Es una broma.
Hacía dos meses que había
comenzado en ese empleo. Por alguna razón,
lo habían elegido para ser trasladado a una oficina en Rio de Janeiro.
Estaba eufórico, no paraba de hablar, en mi cabeza se produjo un torbellino de
ideas. No terminaba de asimilar lo que me había dicho. Simplemente, hice oídos
sordos. Caminamos toda la tarde, y luego volví a casa.
Pasaron dos semanas,
y recibí un correo electrónico. Me extrañó porque jamás contestaba los mensajes
que le enviaba. De qué se trataría esto. Hacía dos años que salíamos, a esta
altura, me había cansado de oír sus historias y fantasías.
En cierta ocasión
contó que había conseguido un empleo en una embajada y que empezaría la
siguiente semana. Quedé tan entusiasmada, que hasta habíamos celebrado con
todo. Pasaron los días, pero esa semana jamás llegó. Luego fueron sucediéndose
historias similares a lo largo de los últimos dos años. Estaba frustrada con
esta relación, no sabía cómo terminar.
Entre las muchas
cosas que había dicho para explicar su traslado era que uno de los empleados de
Brasil había sufrido un accidente grave y que no podría volver al trabajo.
El puesto que le habían
ofrecido era para cumplir la misma función que hacía en la oficina de acá, y había
aceptado.
Abrí el mensaje,
contaba lo feliz que estaba, vivía en un hostel,
mientras le encontraban un departamento. «La gente es agradable», finalizaba su
mensaje.
«Sí,
seguro», pensé.
Pasaron las semanas y no apareció más. No era habitual que
desapareciera de esta forma. Cada semana tenía una historia que contar. Pero la
última vez, no quise creerle.
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