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martes, 25 de septiembre de 2012
Amigo fiel
El
recorrido del pueblo a la ciudad era de ciento cuarenta y dos kilómetros.
Tenía
cara de sumiso y el hocico entre los pies, estaba enroscado durmiendo en la
calle; cuando oyó que se habría la puerta, saltó de su sueño y se aproximó batiendo
la cola entre las piernas. La sorpresa fue de la dueña del perro, que dio un
grito «¡Terry!».
Había
hecho un viaje de rutina, para visitar a su hijo mayor, que terminaba sus
estudios; la madre había llevado al más pequeño de los niños, llegaron para
saludar al joven, que se había alejado de la casa para concluir el secundario,
debido a que en el pueblo no había un colegio con estos cursos.
La
mascota tenía diez años, uno menos que
el niño menor de la familia.
Terry
era la delicia de los chicos, los
acompañaba en todas sus actividades: al río, a jugar a la pelota, a
cazar lagartijas, caminatas por el lago y algunas excursiones en bicicleta.
Para
el menor de los tres varones, Terry era como un hermano con quien podía jugar
hasta el cansancio, sin llegar a las peleas diarias, como con sus hermanos.
¿Como
hizo para recorrer esa distancia? Se preguntaba el pequeño, en algunas ocasiones
junto a sus amigos habían hecho parte del recorrido en bicicleta que fue agotador;
tenían empinadas cumbres que subir y atravesar ríos de deshielo de las montañas,
que surcaban hasta terminar en el inmenso lago, lugar donde terminaba la excursión.
Cuando
el muchacho vio al perro, corrió para abrazarlo, estaba agotado y hambriento;
le dio comida y lo limpió el pelo que lo tenía lleno de polvo, debido a que el
camino que había recorrido era de ripio.
Dejó
que descanse todo el día, ya que al siguiente tendrían que retornar a su casa;
esta vez buscó una caja donde llevar a su compañero de aventuras, así nadie en
el ómnibus se quejaría.
Terry
no hizo ruido alguno durante todo el trayecto de regreso, cuando percibió que
llegaron al pueblo, saltó de su caja y se dirigió a saludar al padre del niño
que los esperaba.
Como
si no hubiera sucedido nada, Terry estaba más que feliz de que regresaran al
hogar.
lunes, 28 de mayo de 2012
Vida de perro
1:21
cazadores, encadenados, invierno, jabalí, libertad, persecución, scoty, terry, vida de perros
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Tenía tres meses cuando fue apartado de su madre.
Llevaron al pequeño cachorro a una casa de campo, allí le pusieron un collar unido a una pesada cadena que lo ataba a un cajón de madera.
En el momento que llegaron a sus cajas, como nunca, esa noche los perros quedaron sin la cadena puesta; un ave que hacía su canto nocturno les llamó la atención, sin tener impedimento, caminaron explorando hasta llegar al pie del árbol de donde procedía el ruido; con ladridos espantaron al ave y se aventuraron en una persecución, que les llevó lejos de la casa. Por primera vez en casi el medio año que pasaron atados con cadena, sintieron la libertad de correr por el campo, pasaron varias horas corriendo uno detrás del otro, hasta que llegaron a una ruta con mucho tránsito de vehículos. Buscaron un reparo donde retozaron hasta el amanecer; nunca más volvieron a la casa del campo.
La gente que conoció a esos cachorros, en el reparo de la parada de colectivo, los llamaron: Scoty y Terry.
Llevaron al pequeño cachorro a una casa de campo, allí le pusieron un collar unido a una pesada cadena que lo ataba a un cajón de madera.
Aislado de la camada de seis cachorros, la vida juguetona se había acabado. Desde entonces lo entrenaban para cazar bajo el inclemente invierno; en las largas caminatas a las que lo llevaban, Scoty conoció a otro cachorro, Terry.
Ambos eran alimentados en el bosque, con presas que los cazadores mataban con tiros certeros; nevó los días que se quedaron atados a sus cajas, y, simplemente, no tenían nada para alimentarse.
En una de esas cacerías, corrieron tras un jabalí malherido por un tiro errado o porque la dureza del animal soportó el plomo en su cuerpo. Fue una larga persecución; Terry sufrió una herida en el lomo, por una feroz mordida, producto de una arremetida del jabalí; los cachorros lo acosaron con ladridos e intentos de captura, pero la fiereza del animal hizo larga la lucha, el hostigamiento fue sin tregua. Cada vez que alcanzaban a morder la cola de la presa, esta emitía chillidos aterrorizantes que intimidaban a los inexpertos cachorros; la persiguieron hasta un pequeño estanque del arroyo, donde el despojo, agotado, se cobijó en medio del embalse.
Ambos eran alimentados en el bosque, con presas que los cazadores mataban con tiros certeros; nevó los días que se quedaron atados a sus cajas, y, simplemente, no tenían nada para alimentarse.
En una de esas cacerías, corrieron tras un jabalí malherido por un tiro errado o porque la dureza del animal soportó el plomo en su cuerpo. Fue una larga persecución; Terry sufrió una herida en el lomo, por una feroz mordida, producto de una arremetida del jabalí; los cachorros lo acosaron con ladridos e intentos de captura, pero la fiereza del animal hizo larga la lucha, el hostigamiento fue sin tregua. Cada vez que alcanzaban a morder la cola de la presa, esta emitía chillidos aterrorizantes que intimidaban a los inexpertos cachorros; la persiguieron hasta un pequeño estanque del arroyo, donde el despojo, agotado, se cobijó en medio del embalse.
Varios intentos de ahuyentar al cerdo salvaje no tuvieron éxito. Entonces apareció el cazador, que, con sigilo, se aproximó hasta la orilla del estanque, el animal giró su cuerpo hasta fijar su mirada en el cazador, levantó el hocico oliendo por última vez el aroma del bosque, inclinó la mirada y se rindió a su destino final. Un tiro inmisericorde de escopeta terminó con el puerco salvaje.
Los cachorros permanecían sentados en la orilla, temblorosos por el frío o el terror que les infundió el fin del jabalí. El cazador, impávido, desentrañó las vísceras de la presa y se las tiró a los canes; estos acercaron la trompa, las olieron, con un relamido de sus hocicos se retiraron sin probar bocado, permanecieron sentados hasta que oyeron la orden de regreso.
Hasta ese día, la cacería había sido de pequeñas presas: conejos, liebres y perdices; jugueteaban con sus ellas hasta terminar con el último bocado; esta vez el regreso no fue como en otras ocasiones, que tenían un aire de triunfo cuando corrían manteniendo la cabeza y la cola en alto, satisfechos de haber aplacado su apetito.
Los cachorros permanecían sentados en la orilla, temblorosos por el frío o el terror que les infundió el fin del jabalí. El cazador, impávido, desentrañó las vísceras de la presa y se las tiró a los canes; estos acercaron la trompa, las olieron, con un relamido de sus hocicos se retiraron sin probar bocado, permanecieron sentados hasta que oyeron la orden de regreso.
La gente que conoció a esos cachorros, en el reparo de la parada de colectivo, los llamaron: Scoty y Terry.
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