martes, 16 de agosto de 2016

El viejo Franklin

La noche estaba fría, caminaba con mi amigo Meïdi. Habíamos salido en busca de un lugar donde cenar y, como era bastante tarde, decidimos tomar la calle a mano izquierda del hostel; cruzamos la primera calle, la que en el día es un hormiguero de gente, tan  empinada que, con solo caminar una cuadra en esa dirección, hacía que nos detuviéramos para recuperar el aliento, tal vez debido a nuestra poca costumbre de transitar en altura; apenas terminamos de atravesar la calle ascendente, nos tropezamos con algo inusual: ante nuestra vista estaba un pobre anciano tirado en la calle, al borde de una boca de tormenta.
Mi primera impresión fue de temor, volví el rostro en todas direcciones, la gente que transitaba era indiferente ante nuestro desconcierto y más ante el desamparado; no podíamos esquivarlo, estaba en nuestro camino, lo teníamos en frente nuestro, en medio de la calle; con cada paso que nos aproximaba, tomamos coraje, cuanto más próximo estábamos, más valor nos infundía; hasta que estallé en un arrebato de furia. ¿Quién pudo ser el de descuidado corazón para dejar caer a este hombre centenario? Al no encontrar al responsable, quedé paralizado ante este cuadro; la gente pasaba sin tomar en cuenta al desventurado, la calle tenía suficiente iluminación como para no ignorar al anciano que, desvalido, permanecía inmóvil.
Mire a mi amigo, él también me vio a los ojos, encogí mis hombros, respiré profundamente y me acerqué paso a paso, estaba recostado sobre la fría piedra que hacía de adoquín; puse mis manos sobre él, note cierta fragilidad, junto con Meïdi verificamos su estado, él notó una pequeña deficiencia, trató de mostrármela, me parecía que era correcto su parecer sobre sus movimientos flácidos; lo tomé en mis manos otra vez. Como no era nuestro oficio este asunto, decidimos buscar ayuda; mientras encontráramos el auxilio, lo cobijé en mi abrigo.
Cuando llegamos a la zona donde cenaríamos, nos percatamos de que contaban con un equipo UV[1], pedí a la propietaria si podía ayudarnos; con tono tímido solicitamos si podía asistirnos socorriendo a nuestro protegido, el pedido era si podía verificar la salud del buen anciano, aunque por muy abandonado que estuviera, conservaba un semblante que inspiraba confianza y simpatía; la mujer que en principio se mostró amable, cambió su rostro ante nuestra solicitud; antes de atender al pedido indagó si consumiríamos algo; sin demora confirmamos nuestro firme propósito, ya que era la razón por la que habíamos salido; lo tomó con sus manos adiestradas por años de oficio, lo palpó, inmediatamente puso cara de no encontrar ningún síntoma de malestar, repitió otra vez el examen pasando sus dedos a través del anciano, parecía satisfecha de su buen estado, para verificar su diagnóstico, lo sometió a la prueba de UV; con tono hosco y hasta de frialdad, nos dio su dictamen final: «Es bueno»; al no entender qué significaba eso, volví a preguntar sobre el resultado, a lo que repitió parca: «Está bien, es bueno».
Junto con Meïdi nos arrimamos a una mesa, a pesar de conservar en nuestros rostros un tinte de incredulidad, esa noche ambos hicimos un derroche de generosidad, compartimos un delicioso plato, también nosotros quedamos satisfechos; como viajeros sobrios, solíamos hacer elecciones moderadas que nos permitían extender nuestro recorrido, sin privarnos por ello del alimento, al socorrer esa noche al noble anciano, fuimos nosotros, por demás, recompensados por la buena acción.
Eufórico, resolví acoger al viejo Franklin[2] y lo resguardé en la billetera y aún lo conservo.





[1] UV (luz ultravioleta)
[2] Franklin, billete de cien dólares.

0 comentarios: