jueves, 5 de enero de 2012

Vida reencontrada


        Había iniciado una carrera universitaria, una de las materias requería una pasantía en contacto con la gente, tenía que relacionarse con cientos de transeúntes.

        Su estadía sería de diez semanas en la Ciudad de Buenos Aires. Parte del trabajo que tendría que realizar consistía en visitar el domicilio de personas que serían contactadas en el vecindario.

        Habitaba una residencia que estaba a ocho cuadras de la plaza Congreso. El lugar lo transitaba con frecuencia debido a su actividad. Un cartel le llamó la atención, «a vos te pasa lo mismo que a mí». Durante 25 años había guardado en su corazón en silencio una desagradable sensación de rechazo de parte de su familia; el trato para con él no era el mismo que recibían sus hermanos: hasta el día que decidió independizarse, muchos quehaceres recaían sobre él; la ropa que le daban era siempre la de sus hermanos, que dejaban de usarla por algún detalle que no les agradaba.

        Era delgado, de pelo oscuro, rostro fino, con cejas tupidas, nada parecido a sus parientes cercanos,  mirada evasiva y tímida, mantenía siempre la cabeza gacha, el círculo de amigos era muy reducido.

        Una mañana tomó coraje y se dirigió a la oficina del cartel para indagar de qué se trataba, y si él podía ser parte de ese programa. No tenía ningún argumento o evidencia; solo una corazonada y su malestar consigo mismo; deseaba erradicar esa horrible sensación de descontento.

        El trato que recibió en la oficina fue agradable, se mostraron muy receptivos, tomaron sus datos, el de su familia y le sacaron una muestra; con amabilidad le pidieron que volviera la siguiente semana.

        La actividad de la pasantía lo tuvo ocupado durante la semana, el día acordado para ir a buscar los resultados se lo había tomado libre. Tenía una sensación de hormigueo en el cuerpo, con una mezcla de ansiedad.

        Cuando ingresó a la oficina, había tres abuelas, con pañuelos blancos en la cabeza, que lo estaban esperando. Pensó que, al igual que él, buscaban información.

        Fue revelador todo cuanto le decían, la familia con la que creció lo había adoptado, a sus posibles padres biológicos los hallaron en una larga lista de desaparecidos, ellos, como miles de personas, habían sufrido una horrenda y ridícula persecución, en tiempos turbulentos del país, él era uno de decenas de hijos reencontrados.
        
        El dolor en su pecho hizo que brotaran lágrimas que no pudo contener, inclinó la cabeza y su mirada quedó fija en la baldosa de granito, surcaron sus mejillas las gruesas gotas de llanto.

        Una de las mujeres de pañuelo blanco, intentando consolar al joven, le dijo que en cuestión de un mes podrían tener el nombre de algún pariente vivo, una abuela, un tío o tía; tendría la oportunidad de reescribir su historia. En cuanto a la familia con la que había crecido, le recomendaron que si él se sentía incómodo no volviera a ese lugar.

        Dejó pasar dos días hasta que se animó a llamar a su casa, dijo que estaría el fin de semana con ellos, y que tenía algo importante que contarles. La intriga del padre lo perturbó esos días. El domingo a media mañana llegó cargado de bolsas de compras: carne, pan y gaseosas; se mostró amistoso, prendieron el carbón en la parrilla, mientras conversaban de sus ocupaciones diarias, salió el tema de la llamada telefónica; el joven contó que durante su estadía en la ciudad, se había topado con una oficina de identificación de familiares desaparecidos; la reacción del padre al oír la última palabra transformó su rostro, puso una mirada penetrante, el entrecejo fruncido, la nariz replegada resonaba, los labios presionados, los hombros a la altura de los oídos, los brazos pegados al cuerpo mientras abría y cerraba los puños; el joven sentía mil bayonetas en su rostro, pero ya había ido muy lejos para quedar en silencio. Con la mirada en alto dijo: «He decidido buscar a mi familia biológica, y nada podrá detenerme».

        Manteniendo distancia de la mirada amenazante que lo identificaba como a un enemigo de guerra, se despidió agitando los dedos tímidamente a la altura del hombro, dio media vuelta y desapareció en la calle. 

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