jueves, 28 de junio de 2012
La sombra
18:29
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Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes. El resto de su silueta parece disolverse en la noche.
El cielo oscuro casi permitía tenues parpadeos de las estrellas; cubierto con una manta negra, su sombra apenas es percibida entre los árboles, que, plácidos, mesen su follaje impulsado por la brisa nocturna.
El movimiento de vehículos lo mantienen paralizado junto al tronco; cuando el silencio se apodera de la calle, hace el recorrido al siguiente árbol; en uno de los intervalos, su paso ligero tropieza con un montículo de tierra, extraído de una zanja que llega hasta la cintura, donde cae con un golpe seco, apenas se alcanza a oír: «¡Ah!».
Maltrecho, con dificultad alcanza a levantar la mirada sobre el filo de la excavación, adolorido en la cadera y la rodilla, hace varios intentos de salir del pozo; agotado, se arrastra hasta el cobijo de un árbol. Permanece recostado mirando el movimiento de las nubes grises que cubren el cielo; esporádico, un destello de una estrella se deja ver.
Con los ojos fijos en el cielo, siente que es absorbido por la tierra, antes que el temor domine sus rodillas; apoyado sobre el tronco, levanta su escuálida figura que simula ser humana; con el rostro pegado al árbol observa la calle, la quietud de la noche infunde confianza al hombrecillo, con movimientos torpes hace su recorrido hasta el siguiente árbol.
Agitado por el esfuerzo al caminar, permanece de pie apoyando las manos en el tronco. Le toma una hora avanzar los siguientes seis árboles.
Su tímida mirada lo mantiene sumido en un refugio del que solo sale durante la oscuridad, deambula por los cestos de basura de donde lleva su alimento. Su madriguera está en el sótano de un edificio abandonado; comparte el lugar con gatos ariscos, que, ante la presencia de alguna persona, corren al subsuelo para esconderse, tras un largo rato, desconfiados, asoman sus miradas por las escalinatas; seguros de estar libres del enemigo, salen a la claridad del día.
miércoles, 20 de junio de 2012
Su primer empleo
1:53
1994, bajito, cartón, casa, económica, fábrica, independencia, joven, primer empleo, rápido, secretaria, trabajo, verano
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No pasó una semana cuando tuvo noticias de la Factoría , alguien había ido a preguntar por él a su casa. Enterado de esto, inmediatamente puso rumbo para allá, en efecto, el mismo jefe de Producción se había tomado el tiempo para conocer la casa de este simpático muchacho. Ingresó al despacho de este hombre que parecía muy cuidadoso, bajito, mirada penetrante y sonrisa amplia. Solo le pregunto si buscaba un empleo y si estaba dispuesto a empezar ese mismo día. La sorpresa fue tal que solo atinó a asentir con la cabeza.
Lo llevaron a un galpón donde se hacía el envasado de varios productos. Su primera labor fue el armado de cajas de cartón, las que luego se llenaban con los artículos para despachar. El pequeño aprendiz se dispuso para la faena tan pronto como le indicaron su deber, «rápido, rápido» le vociferaban los otros empleados, que, con mucha agilidad, apilaban grandes plataformas, que luego eran despachadas por un hombre que iba y venía con un autoelevador, se podía ver que era un conductor muy experimentado porque así como unos llenaban plataformas, este otro los hacía desaparecer en un largo pasillo donde estaban dispuestas una arriba de otra.
Las personas más próximas que tenía eran los hombres que parecían devoradores de cajas porque no terminaba de armar una que ya le estaban reclamando otra. Uno de ellos era muy joven, de no más de veintidós años, el otro era mucho más grande, no solo de edad, sino también de tamaño, de rostro muy hosco y voz muy fuerte que no paraba de reclamar cajas armadas.
Ese verano en la fábrica transcurrió como un suspiro, cuando se acordó, estaba iniciando el colegio. Fue un comienzo diferente a los anteriores años, esta ocasión tenía: ropa nueva, zapatillas y una mochila llamativa. Se sentía estimulado para terminar el último año del secundario.
viernes, 15 de junio de 2012
Aventuras en la ciudad
17:52
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La ciudad de veinte mil habitantes, era
descrita como una gran familia, porque a la gran mayoría un grado de parentesco
los vinculaba.
En un encuentro de amigos del secundario,
el Pelado, contó su intención de probar suerte en Buenos Aires: «¡Todo cuanto
puedas soñar, está allí!», cierra la mano y empuña llevando hasta la altura del mentón.
«Están
quienes buscan la oportunidad de su vida, en una ocasión, salí con rumbo
desconocido, me encontré con enormes edificios que si miras hacia arriba desde
la vereda, dan vértigo; ¡los ómnibuses son tan largos, que a la mitad tienen una
especie de acordeón!», relata otro con emoción.
Pedro, que fue para hacer una carrera,
quedó tan perplejo por la magnitud de los edificios y de la cantidad de
estudiantes en su facultad, que afirma:
—¡Es como si todo el pueblo
estuviera estudiando en la facultad!
—Conocí tanta gente de
países distantes que no lo podía creer, ¡tenía compañeros que eran de
Finlandia, Mozambique y otro de Rusia! —Agrega Juancito.
—Anda —dice uno —, ¡ruso es
éste!
—No, no, ese vive en un
hotel que es como el polideportivo de acá pero con veinticinco pisos mas para
arriba —responde Juancito.
—Sabían que estudiaba por
las noches en la Biblioteca del Congreso, esta abierto toda la noche, ¡no
cierra!, permanece así las veinticuatro horas y a la madrugada hasta te sirven
un café caliente, ¡saben qué bueno!
A quien llaman el ruso, contó que
cierta ocasión, cuando fue a visitar unos parientes lejanos en Capital Federal,
tuvo una aventura que le resultó aleccionador, aunque poco grata. Le habían
dicho que cuando llegara, tomara el colectivo 39 en constitución.
«Salí de la estación arrastrado por una
ola de gente, que sin detenerse a mirar la altísima bóveda de la estación, no
alcanzaban a disfrutar ese centenario edificio, sentí que había sido
transportado a la época de mis abuelos en aquel edificio, este observaba a un
millón de pasajeros cada día. Lo primero que vi en la calle fue la larga hilera
de colectivos que paraban y salían llenos de gente, uno tras otro, alcance a
ver que uno de esos era el 39; me apresuré hasta donde salía, me puse tras un
cola como de media cuadra; cuando subí al ómnibus, la máquina que expende los boletos,
me devolvía una moneda y luego de varios intentos fallidos, alguien sugirió que
probara con otra moneda y, al fin pude sacar el boleto, cuando otros pasaban la
billetera por otro pequeño aparato amarillo y listo. ¡Pero, esto era apenas el
comienzo!», afirma.
«El colectivo me llevó hacia la calle
de una cuadra, a Caminito en la Boca, mi destino no era ese, había tomado el
colectivo para otro lado; ¡me quería morir!, por qué me sentía como una hormiga
en la ciudad, caminé y caminé, y al final llegué a disfrutar un poco del
colorido de ese barrio, amarillo intenso, azul marino, fucsia, verdes claros,
fachada rosa, saben que por un momento pensé que: ahí debió vivir la Pantera
Rosa. Que risa me dio ver eso; muchos extranjeros que tomaban fotos, ponían sus
objetivos hasta en los pájaros. Como no me animaba a preguntar como llegar a mi
destino, que era Chacarita, deambulé hasta quedar agotado, entonces me armé de
coraje y me arrimé a un puesto de diario, haciendo que miraba el periódico, con
un poco de timidez le pregunté al diariero:».
—Disculpe. ¿Qué colectivo
tomo para Chacarita? —Con cara de pueblerino extraviado.
—¡Ah, no te preocupes
querido! —Me dijo— Anda por esta calle dos cuadras y doblas a la derecha, a
media cuadra tienes la parada del 39 que va para Chacarita.
«Efectivamente estaba allí la parada,
subí al colectivo y como los otros pasajeros, también, quise pasar la
billetera, así que con mano firme apoyé sobre el aparato amarillo»
—A Chacarita —dije al chofer
que me preguntaba.
—¿A donde viaja? —Pero no
pasaba nada con la billetera, el chofer me preguntó.
—¿Tiene crédito? —Pero para
no decirle cuánto dinero traía, le dije:
—Tengo sesenta pesos.
—Tal vez este fallando su
tarjeta —dijo muy amable el chofer.
—Puede sacar con monedas —busqué
en el bolsillo las monedas y pagué.
«Mientras buscaba un asiento, me
preguntaba de que tarjeta me hablaba el chofer».
Todos nos reímos un rato largo y nos
despedimos con la promesa de continuar otro día.
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