lunes, 8 de agosto de 2011
Pesca en alta mar
12:56
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Dos muchachos planearon salir de pesca. Era un fin de semana largo ideal para una aventura.
Francisco era un experimentado pescador. Desde niño había acompañado a su padre, quien sostenía a su familia con el trabajo de pescador. Era el capitán de su propio barco, y sus jornadas laborales podían durar hasta treinta horas.
Lucas había crecido en el campo. Su máxima experiencia como pescador era ir a las orillas de un río, que se convertía en un arroyo tan pequeño que apenas llegaba al tobillo, de donde podía sacar bagres. La fantasía de pesca en el mar le había producido una explosión de euforia. Nunca había estado en el océano. Esa madrugada el cielo estaba oscuro, los muchachos con los ojos aún cargados de sueño, se dispusieron a cargar los equipos en una lancha que usaban para pesca deportiva en el mar.
El padre de Francisco estaba esperando que se iniciara la temporada, mientras tanto, dos o tres veces a la semana salía con los amigos de pesca al mar. Esa mañana saldría con el hijo y su compañero del colegio. Cuando zarparon el día parecía prometedor, el mar estaba tranquilo, apenas soplaba una cálida brisa. Una hora navegando en el bote los había llevado varios kilómetros mar adentro. Lucas, tenía el estómago en la garganta; el balanceo de la embarcación le producía una sensación de mareo, sentía que andaba sobre un piso enjabonado. Pero no quiso alertar al padre se su amigo.
Lanzaron varias veces la carnada, pero con poco éxito, solo picaban peces pequeños. Tras largos intentos de todos, el padre consiguió una presa grande, esta luchaba con mucha fuerza y no se daba por vencida. El hombre le pidió a su hijo que lo sostuviera por el cinto, hacía cuarenta y cinco minutos que intentaba dominar a su captura y no lo conseguía; debido a la oscuridad, no alcanzaba a ver qué tenía en el anzuelo.
La ilusión por un marlín grande los distrajo del temporal que se aproximaba. Una fuerte ráfaga de viento y lluvia comenzó a empaparlos.
La ambición de un trofeo hizo menospreciar al temporal que cada vez era más intenso. Los picos de las olas comenzaron a entrar en el bote, como viejo lobo de mar, no quiso largar su presa.
La euforia había hecho presa de los pescadores, la adrenalina del principiante lo tenía desbordado de agitación, se movía en el bote en círculos dando gritos y escupiendo el agua que tragaba por la lluvia.
Para sorpresa del capitán, el motor no arrancaba. Bajó a revisarlo. Cuando abrió la puerta, el entrecejo se le frunció, con mirada de incredulidad, expresó: «¿Qué pasó aquí?». La sala de máquinas se había inundado y se había mojado el sistema eléctrico.
Un torbellino de furia se desató en el capitán, encolerizado golpeó la puerta de acceso de la sala y dejó escapar un quejido de impotencia. Subió a la cabina y prendió el sistema de SOS.
Los pescadores estaban a merced del inclemente temporal.martes, 26 de abril de 2011
Historias recurrentes
1:07
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Comenzó abruptamente.
Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que
me contaría, comenzó diciendo:
—Me voy
a Brasil por trabajo.
—¡Qué!
Es una broma.
Hacía dos meses que había
comenzado en ese empleo. Por alguna razón,
lo habían elegido para ser trasladado a una oficina en Rio de Janeiro.
Estaba eufórico, no paraba de hablar, en mi cabeza se produjo un torbellino de
ideas. No terminaba de asimilar lo que me había dicho. Simplemente, hice oídos
sordos. Caminamos toda la tarde, y luego volví a casa.
Pasaron dos semanas,
y recibí un correo electrónico. Me extrañó porque jamás contestaba los mensajes
que le enviaba. De qué se trataría esto. Hacía dos años que salíamos, a esta
altura, me había cansado de oír sus historias y fantasías.
En cierta ocasión
contó que había conseguido un empleo en una embajada y que empezaría la
siguiente semana. Quedé tan entusiasmada, que hasta habíamos celebrado con
todo. Pasaron los días, pero esa semana jamás llegó. Luego fueron sucediéndose
historias similares a lo largo de los últimos dos años. Estaba frustrada con
esta relación, no sabía cómo terminar.
Entre las muchas
cosas que había dicho para explicar su traslado era que uno de los empleados de
Brasil había sufrido un accidente grave y que no podría volver al trabajo.
El puesto que le habían
ofrecido era para cumplir la misma función que hacía en la oficina de acá, y había
aceptado.
Abrí el mensaje,
contaba lo feliz que estaba, vivía en un hostel,
mientras le encontraban un departamento. «La gente es agradable», finalizaba su
mensaje.
«Sí,
seguro», pensé.
Pasaron las semanas y no apareció más. No era habitual que
desapareciera de esta forma. Cada semana tenía una historia que contar. Pero la
última vez, no quise creerle.
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