Comenzó abruptamente.
Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que
me contaría, comenzó diciendo:
—Me voy
a Brasil por trabajo.
—¡Qué!
Es una broma.
Hacía dos meses que había
comenzado en ese empleo. Por alguna razón,
lo habían elegido para ser trasladado a una oficina en Rio de Janeiro.
Estaba eufórico, no paraba de hablar, en mi cabeza se produjo un torbellino de
ideas. No terminaba de asimilar lo que me había dicho. Simplemente, hice oídos
sordos. Caminamos toda la tarde, y luego volví a casa.

En cierta ocasión
contó que había conseguido un empleo en una embajada y que empezaría la
siguiente semana. Quedé tan entusiasmada, que hasta habíamos celebrado con
todo. Pasaron los días, pero esa semana jamás llegó. Luego fueron sucediéndose
historias similares a lo largo de los últimos dos años. Estaba frustrada con
esta relación, no sabía cómo terminar.
Entre las muchas
cosas que había dicho para explicar su traslado era que uno de los empleados de
Brasil había sufrido un accidente grave y que no podría volver al trabajo.
El puesto que le habían
ofrecido era para cumplir la misma función que hacía en la oficina de acá, y había
aceptado.
Abrí el mensaje,
contaba lo feliz que estaba, vivía en un hostel,
mientras le encontraban un departamento. «La gente es agradable», finalizaba su
mensaje.
«Sí,
seguro», pensé.
Pasaron las semanas y no apareció más. No era habitual que
desapareciera de esta forma. Cada semana tenía una historia que contar. Pero la
última vez, no quise creerle.
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