miércoles, 27 de febrero de 2013

Aventuras de un joven marinero


Era un joven vigoroso. Había crecido aprendiendo el oficio de su padre, que era pescador  y le había contado cientos de historias acerca del protector de los mares y de quienes se aventuraban en ellos, pero para el muchacho eran solo cuentos.
Un día decidió embarcarse en una enorme nave que recorría los siete mares. Esta era su primera experiencia como marinero de verdad. Estarían todo un año viajando de puerto en puerto.
En la entrevista con el capitán, este le dijo: «Tal vez si la providencia nos es favorable, estaremos de regreso en un año».  Desde ese momento empezó a recordar las historias de su padre, quizá no fueran cuentos.
Dejó sus pensamientos en blanco y se dispuso a realizar sus faenas: como aprendiz del barco, su deber era mantener la cubierta limpia, lavar el piso varias veces al día porque al capitán no le gustaba ver los excrementos de las aves que revoloteaban el barco, se pasaba el día espantando a cuanto pájaro se posaba en la cubierta.
Los primeros meses fueron muy satisfactorios, pareció agradar con su trabajo al capitán y, en recompensa, tenía el día libre cada vez que atracaban en algún puerto. Para él, era una buena oportunidad porque le permitía conocer a la gente de esas ciudades. Aunque el lenguaje le resultaba incomprensible, con un poco de habilidad para hacer señas, conseguía comunicarse. Siempre había creído que todo el mundo hablaba el mismo idioma que él.
Después de varios meses en alta mar, el capitán reunió a toda la tripulación y dijo que la temporada de tormentas comenzaría pronto, que era necesario que cada marinero tuviera siempre una cuerda de seguridad a mano, con la que debieran atarse a la embarcación en caso de un temporal.
El joven aprendiz no tomó con seriedad las recomendaciones del capitán. Cinco días después de zarpar del puerto, se vieron cubiertos por gigantescas nubes, que parecían tragar el océano, las enormes olas producidas por los vientos, amenazaban con devorar el barco y aplastarlo como si se tratará de un cascarón de nuez. Una ola gigantesca arrasó la cubierta, y lo arrancó del mástil que abrazaba. Cuando abrió los ojos, estaba sumido en el oscuro océano. Solo un pensamiento vino a su mente: «¡Oh, Dios misericordioso, apiádate de este joven incauto!». No había terminado con su plegaria cuando sintió que algo lo succionaba y sintió un calor abrasador. Cuando despertó, estaba tirado en una playa.
Pasó mucho tiempo en la solitaria rivera, no sabía si estaba en una isla o en alguna costa despoblada. Como un experimentado pescador, se proveyó de alimento fresco cada día en la orilla: moluscos, cangrejos y cornalitos; su vida estaba embargada de idilio. Si alguna vez lo hubiera pensado, tal vez nunca habría planeado la subsistencia que llevaba: el clima era agradable, la comida abundante, el agua de la costa era cristalina.
Una madrugada cuando en el cielo aún brillaban las estrellas, un sueño muy vivido le había despertado. En el sueño vio que un barco pasaba por la costa, él agitaba las manos y gritaba cuanto podía, pero nadie lo oía. Ese día pensó que algo sucedería, sintió que debía hacer algo; subió a la colina más alta, preparó una hoguera con muchas ramas frescas para alimentarla.
Pasó el día junto al fuego, pero no hubo indicio de embarcación alguna. Por la noche, se recostó cerca de la fogata; debido ala brisa que soplaba, puso más ramas, para calentarse un poco mientras dormía. El rocío de la mañana lo despertó, del fogón solo quedaban pequeñas brasas que chispeaban, juntó yesca para avivar el fuego y, mientras soplaba las brasas, una imagen paralizó su aliento. Miró a su alrededor y, cuando volvió a mirar la costa, un barco estaba anclado.
Quedó sentado por un largo rato, hasta que vio que bajaban un bote y cuatro hombres comenzaron a remar hacia la orilla. Fue entonces cuando pensó que no era una ilusión. Presuroso, descendió hacia la playa. Para cuando llegó, los hombres bajaban del bote. Con un poco de temor, fue caminando hacia ellos, uno de los marineros dijo algo mientras agitaba las manos, como saludando, pero él no comprendía esa lengua. Cuando los tenía casi a seis pasos, uno de ellos se inclinó como haciendo una venia, el joven les dijo: «¿Quiénes son, de dónde vienen?», otro marinero, presuroso, contestó que venían de tierras muy lejanas, que, debido a una tormenta, se habían visto obligados a  tirar todas sus provisiones al mar, junto con toda la carga que llevaban. Hacía cinco días que no tenían agua.
La agitación de la tripulación era la gran preocupación del capitán del barco, que era quien había hecho el saludo inicial. Para esa noche sus hombres estaban planeando un motín. El capitán, en su desesperación, había clamado por ayuda divina, pues su vida estaba en peligro. Fue entonces cuando oyó del vigía: «¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!».
En el horizonte de la oscuridad habían visto el brillo del fuego, se aproximaron a la costa y echaron anclas. El clima en el barco había cambiado, el ánimo de la tripulación era distinto. El joven les proveyó de agua, frutos y cocos. Pasaron tres días cargando el barco. Cuando el joven contó cómo había llegado a ese lugar, el capitán se puso erguido, conocía el barco y a su capitán, estaba al tanto de lo sucedido, solo un hombre se había perdido en esa tormenta, el muchacho agitando enérgicamente su cuerpo, les decía que era él quien había caído al mar. Los ojos le saltaban del rostro cuando lo decía.
El capitán le ofreció viajar con ellos de regresó a su casa. Ambos supieron que no había sido casual su encuentro, la providencia había estado del lado de ellos.

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