lunes, 11 de marzo de 2013

Secretos de familia


Era un día caluroso, la ruta estaba colapsada. Hacía casi veinte años que no hacia este recorrido, pero no recordaba esta ruta tan llena de vehículos.
Celeste vivía hace dieciséis años en la ciudad. Al partir de su pueblo, cuando apenas tenía dieciocho años, les había dicho a sus amigos del colegio: «Me voy a estudiar, seré médico». Fue su despedida. Desde entonces no había vuelto a la casa de su infancia.
El pueblo era pequeño, todos conocían la vida de los demás, la mitad de la gente vivía en el campo. El abuelo era jubilado ferroviario, había sido jefe de estación por muchos años, la abuela era una mujer dulce y hermosa. Tuvieron solo un hijo, que prestó el servicio militar en épocas de guerra y fue uno de los cientos que dieron su vida en el conflicto. Los abuelos nunca hallaron consuelo para esta pérdida. La madre y el padre habían sido compañeros de secundario. La madre, no bien había nacido, decidió dejarla con sus abuelos, quienes la criaron como a una hija; para ella eran sus padres.
Cuando tuvo edad suficiente, el abuelo una noche le contó la historia de sus padres, no quiso aceptar que ella era huérfana antes de haber nacido y que su madre la había rechazado, y creció con la idea de que sus padres eran ellos.
Terminó el secundario y decidió irse de casa. Desde niña había abrigado un sueño, ser médico. Durante diez años trabajó hasta quedar agotada, no tenía tiempo para diversiones ni vacaciones, solo largas noches de llanto. Fueron años difíciles que sobrellevó.
La abuela nunca dejó de llamarla, juntaba cuanto podía de su escasa jubilación para enviarle algún dinero. Era una mujer dulce, delgada, de ojos claros y alta; Celeste tenía mucho parecido con la abuela, juntas nadie podía dudar de su parentesco: sonrisa amplia, mirada franca, eran iguales.
Hacía seis años había fallecido el abuelo, aun se sentía herida, el abuelo había expresado con aspereza la situación de ella. De niña era juguetona, tenía muchas amiguitas en la escuela y en el vecindario, el secundario fue complicado porque sentía que era rechazada por sus compañeros, nunca supo a qué se debía.
En la ciudad el tiempo pasó muy rápido, hizo todo tipo de trabajos, necesitaba recursos para vivir en la metrópoli. Estudió por las noches toda la carrera, cada éxito que alcanzaba era la mejor palmada de aliento que recibía. Pasó diez años hasta ver hechos realidad sus sueños. Todo fue más llevadero desde entonces, empezó con guardias por muchos lugares, cubriendo suplencias, esto le trajo un mejor nivel de vida, abandonó la residencia universitaria y alquiló un departamento, fue todo un acontecimiento, desde entonces comenzó con sus primeras vacaciones, sencillamente era fabuloso.
Hacía tres meses había recibido una carta de su pueblo, era de un escribano, la tuvo arriba de su escritorio todo este tiempo sin abrirla, solo el ver el lugar del remitente, le producía malestar en el vientre. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de la abuela, fue la curiosidad que hizo que abriera el sobre, un sentimiento de angustia se apoderó mientras leía la carta. La abuela había fallecido, era una notificación legal que la declaraba única heredera, tenía que firmar unos documentos y tomar posesión. Pequeños hilos de lágrimas le corrieron por la mejilla. Decidir el viaje al pueblo fue difícil, cientos de imágenes venían a la mente, unas muy gratas y otras que creyó había olvidado.
Llevó el vehículo al mecánico para que lo pusiera en condiciones para el viaje. Hacía cuatro meses que había adquirido de un compañero del hospital, un coche. Solicitó una semana libre en el trabajo, hizo algunas compras para llevar en el viaje. Un domingo de verano partió rumbo a su pueblo, pensó que en cinco horas llegaría al pueblo, pero ese día no podía ser el menos indicado para el viaje, miles de veraneantes salían de la ciudad con rumbo a las playas. Los primeros cien kilómetros le tomaron medio día, terminar los cuatrocientos treinta kilómetros, ocho horas; llegó a la casa de los abuelos al anochecer. Agotada por el viaje, buscó un hotel donde pasar la noche.
Esa semana fue muy agitada con trámites burocráticos. Solicitó ayuda al escribano para que le recomiende un par de personas, para realizar la limpieza de la casa; el abandono era notable: pisos cubiertos de polvo, vidrios opacos, cortinas grises, maleza en el patio y placares llenos de ropa.
Tres días de intenso trabajo hicieron cambios drásticos en la casa, los recuerdos de su infancia eran más intensos cada día, en un placar oculto encontró las muñecas y peluches de su niñez, bellos momentos surcaron su cabeza, cuánta alegría traían esos juguetes. Un día, luego de almorzar, la curiosidad la llevó a ingresar en el altillo, al que solo el abuelo había tenido acceso, el lugar había estado prohibido para ella.
El altillo era espacioso. Muebles con cajoneras y baúles cubrían el perímetro del escondite del abuelo. Un ventiluz iluminaba el lugar, todo parecía haber sido clasificado con prolijidad. Una amplia cajonera llamó su atención, allí encontró una colección de álbumes fotográficos, fotos de un niño abrazando al abuelo que se repetían, nunca las había visto, al dorso de una foto encontró: «Mamá, papá y Carlitos. 1968». Los abuelos estaban muy jóvenes, el niño no tendría diez años, gruesas gotas de lágrimas corrieron por la mejilla. En un envase metálico de cookies encontró varias cartas, la destinataria era Julieta Phell, todas eran cartas románticas, expresaban amor por ella, en un sobre encontró una foto, era la imagen de un joven bien parecido en ropa de soldado: borcegos, casco, campera camuflada, mochila y un rifle en las manos; al dorso decía «Para la más hermosa chica y su bella pancita. Carlos», el parecido con el abuelo era notable, tenía una sonrisa radiante.
En el fondo de la cajonera estaba un pequeño cofre, contenía un diario, la tapa decía: «Julieta y Carlos. Diciembre 1981», en la contratapa había pegada una foto de una pareja joven, eran Julieta y Carlos. Eran sus padres, el diario pertenecía a Julieta, todas las páginas expresaban recuerdos de momentos lindos junto a Carlos. A mitad del diario concluía con un brusco cambio, la página estaba arrugada, tenía aureolas de manchas grises: «14 de septiembre, Celeste nació, no puedo soportar la pérdida de Carlos, llevaré a la bebé con sus abuelos».
De boca de un mal vecino, alguna vez había oído que a ella alguien la había dejado en la puerta de los abuelos en un canasto con algunos objetos. El corazón se le partió, y sus ojos se llenaron de lágrimas, pasó la noche llorando. Cuando salió el sol, buscó a la pareja que había trabajado en el arreglo de la casa, les pagó, cerró la casa y regresó a la ciudad.
El abuelo tenía razón.

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