martes, 17 de abril de 2012

Mi amigo sabueso

Eran años difíciles los que pasaban, la madre había fallecido y dejado a sus hijos los únicos dos bienes libres de deudas: el viejo auto y el sabueso.
Los muchachos venían de perder la casa donde habían nacido. Su padre había muerto por una bala perdida en las revueltas callejeras promovidas por los miles que protestaban por los despidos masivos. Su madre había pasado postrada varios años por alguna enfermedad que el padre había mantenido siempre oculta, con el propósito de hacer liviano el desarrollo de sus hijos.
«El auto para Lucas, el sabueso para Maxi». Detallaba la última voluntad de sus padres.
Maxi, el más pequeño, se sintió desilusionado, hasta traicionado, por sus padres.
Pasaba los días recorriendo las plazas donde paseaba a Tiko, el sabueso juguetón. Cansado de caminar todo el día, permanecía sentado en algún banco de la plaza, mientras su mascota corría tras las palomas, por la noche le alcanzaba un palo para que se lo tirara, mientras retozaba en el césped.
Una noche conoció a una señora, cuando ella paseaba a su delicada caniche. El sabueso corría en círculos incitando a la visitante a que corriera tras él. Los fuertes tirones que hacía la caniche molestaron a su dueña, que, con tono de enfado, expresó «¡Alto! acá» e hizo sonar su palma en la pierna derecha. Como un destello, caniche y sabueso aparecieron sentados a su costado, con la cabeza en alto y la mirada fija al frente.
La señora cambió su expresión de enojo por una de  sorprendida e incrédula, bajó la mirada y la mantuvo fija en ambos perros; con los labios temblorosos, dio un paso al costado, se llenó de aire hasta conseguir erguirse y dio la orden de: «!Busque¡». El sabueso salió corriendo hasta donde estaba Maxi recostado en la banca, tomándolo de la mano y a los tirones lo llevó hasta donde estaba la señora.
Con la cara de desconcierto el muchacho dejó sus quejidos y levantó los ojos, era una figura espigada, mirada penetrante y con rostro de satisfacción, esbozó una sonrisa.
—Eres el dueño —inquirió la señora.
—Ah… sí, sí —titubeó, intentando salir de su turbación.
—¿Cómo se llama el sabueso?
—Su nombre es Tiko.
—Es un perro muy lindo. ¿Dónde lo entrenaste?
Puso su mano izquierda en la cabeza y con la mirada dispersa en la plaza, comenzó a contar que el sabueso era el legado de su difunto padre, él lo había encontrado en una plaza cuando regresaba del empleo, había permanecido un par de horas esperando a que alguien lo fuera a buscar, durante dos semanas lo llevó a esa plaza por si aparecía el dueño del cachorro, jamás alguien lo reclamó, cuando tuvo edad suficiente lo entrenó y enseñó trucos, era su ocupación diaria mientras estuvo desempleado.
La señora sacó una tarjeta y le pidió que lo visitara y que no olvidara llevar a Tiko. «Pregunta por Estée». Con una amplia sonrisa se despidió de sus dos nuevos amigos.
Maxi aún no salía de su perplejidad, caminó hasta la banca que durante la noche hacía de litera y durante el día de confortable sofá. Pasó el feriado largo y, como había prometido, fue a visitar a la señora dueña de la caniche.
En la dirección que indicaba la tarjeta, había un enorme edificio de varios pisos, recubierto de cristal; dos guardias de seguridad custodiaban el ingreso del edificio. Cuando el joven se aproximó, uno de los guardas salió y lo detuvo en la puerta:
—Chico, no se permite perros en este lugar.
 Maxi sacó del bolsillo la tarjeta
—Vengo a visitar a Estée, ella nos invitó.
         El hombre ingresó con la tarjeta en la mano, fue hacia la recepción, donde una joven tenía la nariz hundida en una pantalla. Levantó la mirada y preguntó:
—¿Qué traes en la mano? —El vigilante alcanzó la tarjeta.
—Ah, es de la directora de la empresa, ¿quién te la dio?
El custodio indicó hacia el muchacho y su mascota. Entonces, ella tomó una tarjeta magnética que tenía en su escritorio y, con paso firme, se dirigió hasta donde estaba el joven con su sabueso.
Lo llevó hasta el décimo piso, durante todo el trayecto no quitó su mirada del joven. Lo dejó en una amplia oficina en compañía de una elegante secretaria, tras esperar media hora, lo hizo pasar al despacho de Estée. La señora le hizo una cálida recepción, propinó algunos mimos a Tiko, y este no dejaba de festejar las caricias.
Por varios minutos indagó con preguntas sutiles al muchacho, hasta que le hizo una propuesta:
—Estuve entrenando a Candice, mi caniche, para un proyecto de alivio de estrés que hasta hoy no he podido poner en marcha, debido a la extremada timidez de Candice. Tiko es vivaz, simpático, un poco atrevido y además está entrenado. Lo que quiero decirte es que me gustaría que trabajen conmigo en este proyecto, tendrás un departamento para ti y Tiko, por supuesto, recibirás un sueldo por dos. ¿Me ayudarás con este proyecto?
—Sorprendió al joven, que no esperaba semejante propuesta.
—Su oferta es muy generosa, y no me puedo negar, en respuesta a su pedido, haré mi mejor esfuerzo para que sea exitoso su plan.
El joven volvió incrédulo a la banca de la plaza, en su cabeza martillaba el pensamiento:
«Cómo pude dudar de la generosidad de mi padre».

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