
El galope de los caballos era ensordecedor. Llovía a cántaros.
Escondido, Gabriel estaba aterrorizado.
La fuerte tormenta había alterado a la familia, que estaba
inquieta por la situación. Gabriel y su padre habían salido para tranquilizar a
los corceles en el establo.
Durante toda la primavera, el muchacho había seleccionado los
mejores ejemplares y los había tenido bajo celoso cuidado y protección. El
resto de los equinos, que superaban la centena, se guardaban en el corral.
Ese año no había sido mejor que otros, la demanda de animales
había sido escasa. Varias décadas atrás, cuando el rancho era cuatro o cinco
veces más grande, las cosas habían sido diferentes, pero las épocas habían cambiado,
ya no disponían de vaqueros contratados, ahora la familia tenía que realizar
todas las labores.
El invierno se había iniciado; con él, la temporada de lluvia y
tormentas eléctricas.
El padre lo había enviado a la caballeriza, mientras que él iba
para el corral. Un rayo había caído sobre el árbol que estaba a un par de
metros de la parte posterior del pesebre. Fue tan estruendoso, que Gabriel pegó
un grito y se tiró al piso, como intentando sumergirse bajo la tierra.
Las continuas patadas de los caballos le habían hecho levantar
la mirada, y había visto el establo en llamas, el árbol prendido fuego, y cómo
este había saltado para el cobertizo.
El muchacho se había
levantado y corrido para abrir la puerta principal, luego había liberado los
frenéticos caballos, que golpeaban con los cascos la cuadra; había terminado de
soltar el último cuando la parte posterior se desplomó.
Gabriel había corrido tras un peñasco y se había escondido de ese
infierno.
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