lunes, 26 de noviembre de 2012

Estampida en la noche


El galope de los caballos era ensordecedor. Llovía a cántaros. Escondido, Gabriel estaba aterrorizado.
La fuerte tormenta había alterado a la familia, que estaba inquieta por la situación. Gabriel y su padre habían salido para tranquilizar a los corceles en el establo.
Durante toda la primavera, el muchacho había seleccionado los mejores ejemplares y los había tenido bajo celoso cuidado y protección. El resto de los equinos, que superaban la centena, se guardaban en el corral.
Ese año no había sido mejor que otros, la demanda de animales había sido escasa. Varias décadas atrás, cuando el rancho era cuatro o cinco veces más grande, las cosas habían sido diferentes, pero las épocas habían cambiado, ya no disponían de vaqueros contratados, ahora la familia tenía que realizar todas las labores.
El invierno se había iniciado; con él, la temporada de lluvia y tormentas eléctricas.
El padre lo había enviado a la caballeriza, mientras que él iba para el corral. Un rayo había caído sobre el árbol que estaba a un par de metros de la parte posterior del pesebre. Fue tan estruendoso, que Gabriel pegó un grito y se tiró al piso, como intentando sumergirse bajo la tierra.
Las continuas patadas de los caballos le habían hecho levantar la mirada, y había visto el establo en llamas, el árbol prendido fuego, y cómo este había saltado para el cobertizo.
El muchacho se había levantado y corrido para abrir la puerta principal, luego había liberado los frenéticos caballos, que golpeaban con los cascos la cuadra; había terminado de soltar el último cuando la parte posterior se desplomó.
Gabriel había corrido tras un peñasco y se había escondido de ese infierno.

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