miércoles, 18 de marzo de 2015

Vida de cazador


De su cuello pendía un colmillo, era tan largo como el dedo medio de una mano grande.
Los preparativos lo ponía inquieto, revisaba una y otra vez sus pertenencias; todas sus provisiones las llevaba en una mochila alta, eso debiera durar tres o cuatro semanas, al final había quedado muy pesada.
Cuando partió de su casa fue hasta una remota aldea, desde allí se internó al monte, buscó una zona fresca, de árboles frondosos, bajo su follaje se podía pasar momentos agradables, la estadía en esos dias calurosos, la zona estaba en la linea de Capricornio. 
Nada escapaba a su mirada, se había adiestrado desde su juventud como cazador; registraba cada detalle del monte, calculaba la dirección del viento, que huella seguir y que rumbo tomar. El bosque custodiaba infinidad de registros de sus habitantes; de los que moraban en los árboles, buscaba nidos de insectos, de los que hacían miel; en la tierra buscaba cuevas de cerdos salvajes, pero sus favoritas eran los nidos de las aves, con estas hacía provisión para varios días; en ocasiones la fortuna cubría sus necesidades hasta el hartazgo; un ciervo extraviado de su manada era presa fácil para el cazador, que hacía festín por varios días.
La rutina diaria del montero era observar marcas, pisadas y aromas; los animales desparramaban sus olores particulares a través de monte; los identificaba de acuerdo a lo que hallaba, tipo de pelo o color, pisadas profundas o ligeras; los rastros eran de muchos animales que transitaban en la espesura.
El segundo día ya tenía identificado la huella que seguiría, recorrió los alrededores poniendo obstáculos a posibles senderos de la presa; él esperaba en el sendero que le era favorable.
Cada día se instalaba bajo un árbol que estaba en el camino de la presa, conociendo el sentido del recorrido de la fiera, se sentaba dando la espalda al tronco, conservando con la mirada atenta a cualquier movimiento en las ramas.
A la tercera semana notó que las aves abandonaban sus nidos, como si sus vuelos hubieran sido sincronizados, huían despavoridas; se puso de pie y preparó el arma, había esperado ese momento desde que salió de su casa. Estaba listo para la caza.
Tomó su sombrero con la mano izquierda, lo extendió por debajo del arma, sobrepasando el punto de mira del rifle; con el brazo derecho apuntaba el arma. Los últimos rayos del día pintaba de dorados el monte; la tensión hizo correr gruesas gotas sobre su amplia frente, los flequillos se arremolinaban por la brisa que atravesaban, como intentando huir del peligro que se avecinaba; la transpiración se acumulaba en la barbilla, gota a gota se aproximaba el momento que había esperado.
Sus ojos se movían alrededor del estrecho camino que había estado vigilando día y noche; mantenía las cejas plegadas, la vista agudizada poniendo atención al polvoriento sendero.
Una pequeñísima piedrecilla cayó al centro de su atención, sus ojos se fijaron en él, uno o dos pasos atrás, dos manos peludas del felino se detuvieron, parecía relajado; el hombre levantó la mirada, cuando vio la nariz del animal, giraba la cabeza en todas las direcciones, esperando encontrar el extraño olor, la del traspirado cazador, este movió el sombrero como abanicando la mira del rifle, en ese instante el felino contrajo todo su cuerpo, como un rayo, corrió hasta propinar un zarpazo al sombrero del hombre, un maullido poderoso peinó sus flequillos; él permaneció petrificado, mantenía su compostura flexionada, apoyado sobre sus piernas, separadas a un paso una de la otra; el ladino con la garra extendida sacudió el polvo del viejo sombrero, al notar que no se movió el hombre, retrajo su cuerpo casi sentándose sobre sus patas traseras; conservando su mirada fija en el sombrero, cerraba y abría su mandíbula mostrando sus afilados colmillos, los rugidos eran espeluznante, intimidantes; entonces la fiera se relajó, giró su mirada a su alrededor, sereno volvió a fijar su atención sobre el sombrero, en aquel momento el cazador alineo la mira del arma con la fiera, una estrepitosa explosión rompió la quietud del monte; el rugido feroz había caído en el silencio, devorado por el bosque; la fiera había caído, desplomado yacía tirado sobre el polvo.
La vista del felino había quedado fija en el cazador, tenía una expresión de: ¿Qué hiciste? No había rencor, reflejaba la quietud de la espesura.
El cazador tomaba para sí otro tiempo más de serenidad en su interior, bajó su arma, agarró la vieja cantimplora y apagó la llama que consumía su pecho, con la manga de la grasienta camisa secó su faz.
El bosque se había teñido de rojo. El sol escondía su mirada.


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