lunes, 5 de diciembre de 2011

Los dorados treinta


        Don Carlos había trabajado por cuarenta y siete años como funcionario público, estaba a solo un mes de cumplir sesenta y cinco años, edad que la ley requiere para acceder a la jubilación. 

        Los años que llevaba en esa dependencia lo hicieron conocedor de todos los vericuetos burocráticos en su trabajo. 

        Había iniciado su labor como mensajero a los dieciocho años, poco tiempo después de haberse graduado como perito mercantil. Los años sesenta eran favorables por la abundancia de empleo, eran los tiempos de los treinta años dorados, todos los productos de primera calidad estaban a disposición de la gente trabajadora.

        No dejó pasar muchos años cuando el joven aprendiz tomó la decisión de formar su familia, un año después fue padre afortunado de mellizas. Los tiempos de bonanza le permitieron acceder a otro empleo de medio tiempo en un restaurante, donde realizaba tareas contables. Sintió que era un hombre bendecido porque la vida le sonreía con la buena fortuna. 

        Juntó los ahorros de un par de años y, con un pequeño crédito para vivienda, consiguió adquirir una pequeña casa en un barrio periférico de la ciudad; en el lugar apenas habían pocas casas dispersas, los vecinos, al igual que su familia, eran jóvenes con niños pequeños.

        La población en ese lugar fue creciendo continuamente hasta llegar a convertirse en un lindo barrio con gigantescos supermercados y un shopping, aunque también se llegó a notar el vandalismo: hubo una época en que una serie de robos escandalizaron al vecindario. Les había tomado casi medio año identificar a los autores: se trataba de una joven pareja que se había mudado a la casa de un vecino del barrio, el hombre era un fabril que trabajaba largas jornadas, tenía cuatro niños y otro en camino, y, para aliviar los quehaceres de la casa, había permitido que la hermana menor de su esposa la acompañara. Ella convivía con su novio, que siempre andaba impecable, aunque desconocían su ocupación real. Él decía que era custodio.

        Aún recuerda cuando compró su primera radio, la alegría en la casa era eufórica, habían hecho una fiesta ese fin de semana para celebrar esa adquisición. En una fiesta patria, el artefacto desapareció. Había llevado a su familia a un desfile al centro de la ciudad, habían pasado un día inolvidable porque se habían juntado cinco compañeros de trabajo con sus familias, aprovechando el feriado. Al regreso a su casa, notó inmediatamente que la radio no estaba en el lugar que ocupaba, el costado derecho de la chimenea estaba vacío, recorrió las casas de los vecinos preguntando si habían visto intrusos.

        Una semana después, un vecino que trabajaba en una casa de empeños le trajo una buena noticia, su radio había aparecido. Con dificultad contó lo sucedido, un hombre ingresó al local para ofrecer una radio impecable, no deseaba empeñarla sino venderla, aducía que su madre estaba muy enferma y que necesitaba dinero para los medicamentos. Como el monto era bastante alto, demoraron un poco la transacción, pero, para asegurarse de que la radio funcionaba, se la habían alcanzado a él para que lo verificara. Fue entonces que reconoció la pequeña marca que tenía en el dial, la seña estaba en 780Mhz, en esa frecuencia las mellizas escuchaban la novela favorita a la hora de la merienda. 

        Un escalofrío recorrió su espalda, por una pequeña ventana que daba al mostrador vio que la persona que deseaba vender la radio era el cuñado del vecino fabril. Igual que muchos vecinos, también él había sufrido el robo de una moto Siambretta. Inmediatamente alertó al dueño del local de que la radio era robada, y de que él conocía a los dueños; con la confianza que los propietarios tenían en él, llamaron a la policía y denunciaron por hurto al malhechor y lo llevaron a la comisaría más cercana. Pero no se atrevió a decir quién era el delincuente.

        Para todos los vecinos los robos que habían sufrido habían sido muy dolorosos y, aún más, el verse traicionados en su confianza porque habían adoptado como vecino a este joven.

        Tal vez la senectud de don Carlos hacía que contará estos hechos como si hubieran pasado hace un par de semanas. Pensar en que se jubilaría lo ponía de mal humor, sabía que su situación económica no sería igual. Aunque sus hijas ya habían formado sus hogares y le habían dado cinco nietos, el más grande tenía veintiuno y el más pequeño ocho, no tendría más regalos con que consentir a sus nietos, calculó que la jubilación apenas alcanzaría para los víveres de él y su esposa; los gastos de la casa tendría que reducirse al mínimo: gas, luz y agua.

        Toda su vida había vivido con austeridad, pero en esta ocasión se veía más presionado. No podía salir a buscar otro empleo, como lo hacía cuando era más joven. No lo entusiasmaba nada tener que pasar el día en su casa sin una ocupación, había trabajado toda su vida, por muchos años había tenido dos empleos, que le permitieron obtener los recursos para darles educación universitaria a sus hijas. 

        Hacía un año que andaba con algunos problemas de salud, y los costos de los medicamentos se habían convertido en un presupuesto fijo, a pesar de que los adquiría con una bonificación de la obra social. 

        El panorama que tenía enfrente era desolador, nunca se había sentido tan desamparado, toda la modernidad no llegaba a consolar a don Carlos, solo veía que sus magros recursos serían absorbidos como el algodón de azúcar se desvanece en el paladar.

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