jueves, 25 de octubre de 2012

Rituales sangrientos



El aire tenía un sabroso perfume veraniego. La brisa era agradable en el acantilado; el horizonte lucía de rojo intenso, en cuestión de minutos la oscuridad cubrió la pradera. Salton y Roger, amigos de aventuras, habían hecho un viaje de cientos de kilómetros para observar un espectáculo que solo se repetía una vez al año.
Habían planificado el acecho desde dos puntos: un montículo de rocas en la planicie, y el otro tendría una visión desde la altura.
Dos semanas de espera estaban agotando las provisiones, tenían un campamento instalado donde pasaban los días. Dos carpas hacían de dormitorio, donde guardaban aislantes, bolsas de dormir, ropa extra y de abrigo para las noches frías; cada uno ocupaba su tienda; para los alimentos tenían otra con utensilios, un quemador, cacerola, alimentos no perecederos y frutos secos.
El montículo de piedras estaba a ochocientos metros de las tiendas, tenía una forma circular, parecía un lugar que alguna vez tuvo uso, estaba en medio de la pradera, todas las rocas debieron ser traídas de la montaña que estaba a dos kilómetros, tenían casi setenta centímetros de alto por un metro de largo, el lugar estaba abandonado habían piedras caídas del muro y la trinchera estaba llena de tierra; se podían ver rastros de carbón.
Un día, mientras almorzaban, un temblor de la cacerola los sobresaltó. Salieron del comedor, a la distancia una nube de polvo en la pradera hizo que se iluminaran sus rostros, tiraron sus platos y se dispusieron a trabajar, el momento había llegado, extendieron el parapente, ajustaron los seguros, encendieron el motor y uno de ellos se dejó impulsar por las hélices. En solo unos minutos había tomado altura, el rostro de Roger estaba extasiado por el panorama de la manada que corría por la planicie.
Salton corrió y se instaló en el montículo, tenía una videocámara lista para capturar el paso de los animales. Cuanto más se aproximaban, más intensa sentía la vibración del suelo, el galope sincronizado de miles de pezuñas era estremecedor, el ruido se hacía más potente. Instalado sobre una roca, armado de su cámara, esperaba, listo para el paso de la manada.
Roger hizo un giro sobre el campamento y se dirigió a enfrentar la manada, la extensión de la nube cubría cuatrocientos metros de longitud. El polvo alcanzaba la altura del piloto. Venían del otro lado de la montaña, acorralados por el acantilado del río y las paredes de la montaña, seguían el único camino posible. Atrás de la manada había una jauría de lobos que corrían, desde la altura se podía ver que la persecución estaba acompasada, una hilera de lobos estaba controlando la estampida.
La manada estaba dirigiéndose hacia el montículo de piedras. Salton en cuestión de segundos, se vio frente a frente de penetrantes miradas y hocicos con furiosos resoplidos, todos estaban siendo conducidos hacia él, antes de que pudiera huir se tiró al pozo, levantó la mirada y observó pezuñas y panzas peludas volar sobre su cabeza, se cubrió su rostro con las manos y lo escondió entre las piernas. Estaba estremecido y aterrado.
En la altura, el pavor hizo que el corazón de Roger palpitara hasta la agitación, el montículo literalmente había desaparecido en el mar de lomos peludos. Con todas la fuerza que el motor podía generar, sobrevoló una y otra vez hasta que desapareció la manada, cuando aterrizó, encontró entre las rocas dos terneros de bisonte aplastados por el tumulto, Salton salió de su escondite, con las piernas aún temblorosas. Se disponían a observar a las víctimas cuando sintieron que un círculo de miradas giraba a su alrededor.
El instinto de supervivencia los hizo remontar el parapente para salir de la pradera hasta el otro lado del acantilado, desde ese lugar, sobrecogidos, vieron como los lobos desgarraban a los terneros. Antes de que el sol se pusiera en el horizonte, no había quedado nada de las victimas.
La estampida de los bisontes resultó en un ritual sangriento, era una cacería.

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