El niño del barrio

Los chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio. Muchos de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo. De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela, tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; ...

El sueño consumido

Cuatro semanas que no aparecía su padre por la casa. Por lo general, siempre estaba los fines de semana; para los niños era motivo de celebración la llegada del padre, que venía cargado de bolsos con alimentos y, lo que esperaban los niños, las tradicionales tiras de asado.

La sombra II

Había sido abandonado en un sótano bajo el efecto de un somnífero, lo habían dejan en compañía de una camada de seis gatitos y la madre. Los ruidos y los saltos en su espalda lo habían despertado después de dos días; la tenue luz que ingresaba por una escalinata le permitía observar los juegos de las entrometidas compañías. ...

Vidas transformadas

Nadie iba a creerle. Había defraudado tantas veces a sus amigos, que en su interior solo había dolor.

Reencuentro

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Vuelo con globos

Una suave brisa helada sopla figuras fantasmales de niebla. En una gota de lágrima se ve el dolor que oprime su corazón.

Historias recurrentes

Comenzó abruptamente. Habíamos planeado una salida igual a tantas otras, pero sin anticiparme lo que me contaría, comenzó diciendo: —Me voy a Brasil por trabajo. —¡Qué! Es una broma. Hacía dos meses que había comenzado en ese empleo...

Respuesta a un pedido desesperado (carta)

Apreciada señora: Luego de leer con atención su enfático pedido y lo crucial que esta situación es para su matrimonio, quiero recordarle que su requerimiento fue atendido con presteza, a pesar de los años que han transcurrido del envío de su carta. Nuestra oficina conserva todas las cartas que no se han llegado a ubicar al destinatario ni contienen un remitente al dorso....

Invasores alados

El día había sido sombrío y peligroso. El terror había reinado en las calles de la ciudad. Muchos de los habitantes habían alcanzado a huir a las montañas, con la esperanza de no ser atrapados por los invasores que habían irrumpido de forma repentina, una nube había oscurecido el cielo, parecía una plaga de langostas. ...

Noche en el museo

Esa mañana Pedro tenía el rostro perplejo. No había pasado un cuarto de hora cuando tenía la cabeza recostada sobre su cuaderno. Cuando terminó la clase, le dieron un empujón para que despertara, con la cara somnolienta, recogió sus pertenencias y se fue para el baño; cuando lo vieron de regreso, lo comenzaron a...

La sombra

Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes...

Inquieta peluche gris

Antes que el primer rayo del día se hicieran presente salió al monte, su rutina era buscar una presa y, si la fortuna se mostraba benigna le ofrecía un panal y su cristalino manjar...

martes, 15 de septiembre de 2015

El guardián se nos fue

Una llamada telefónica alborotó la casa con un pedido de auxilio. Era muy extraño que alguien llamara a tan altas horas de la noche. El vecino más próximo se hallaba a un kilómetro, era la voz de una mujer que hablaba, era muy difusa y entrecortada la comunicación. Se trataba de la familia vecina que hacía poco se habían mudado a ese lugar, la casa era de estilo antiguo pero era muy bonita, por mucho tiempo había estado deshabitada, los dueños originarios habían fallecido hace más de una década, desde entonces la casa solo tenía residentes esporádicos que aparecían un par de veces por año, fue entonces que esta familia se había instalado hacia ocho meses, se trata de un matrimonio con dos hijos y una nena, el hombre viaja durante la semana a diversos lugares y retorna a pasar el fin de semana con su familia, la mujer era seria y de pocas palabras, se ocupa de criar a sus niños.
La preocupación que generó con el llamado telefónico fue tal, que el hombre de la casa junto a su esposa salieron en el vehículo a investigar de qué se trataba tanto misterio en la casa de esta familia, cuando tocaron la puerta la casa estaba con las luces apagadas, pero luego de insistir apareció un farol que se balanceaba dentro de la casa, era la mujer que había reunido a sus hijos para luego abrir la puerta, las lágrimas eran un síntoma extraño en esa cara rígida, no la habían visto antes en ese estado, contó que luego de acostar a los niños, oyó pelear al perro con otro animal, algo merodeaba en la zona, el perro de la casa era un enorme bóxer, su sola presencia intimidaba, cuando los ruidos cesaron la mujer salió a inspeccionar qué había ocurrido, luego de dar una vuelta por la casa, encontró al bóxer tirado en la parte trasera de la casa, el perro estaba muerto, había sido desgarrado el cuello, el pánico se apoderó de la mujer, el guardián había muerto.
No había consuelo para la mujer, rígida se resistía a mostrar debilidad ante sus hijos, volcando la mirada hacia el oportuno auxilio mostraba el rostro diferente al que pretendía expresar, aunque tenía la mirada en alto y el cuerpo erguido, dejaba traslucir su miedo, y sin embargo, quería llorar.


martes, 1 de septiembre de 2015

La dama y el toro

Llevaban casi treinta años de casados. Eran una pareja alegre y feliz.
Desde que sus hijos habían dejado el nido, viajar se había convertido en una rutina en sus vidas.
Él cuidaba de dos enormes perros mastín napolitanos en su casa en Paris; acostumbraba jugar, abrazar y hasta besarlos. Eran quienes habían llenado el nido vacío ante la partida de sus hijos.
En uno de esos viajes se encontraban en Guadalajara, México, una zona de larga tradición taurina.
En un recorrido por la ciudad, conocieron un criadero de toros de lidia. Aún no habían estado nunca en la plaza de toros.
La pareja quedó cautivada por esos animales. Preguntaron si podían tocarlos y los llevaron ante uno que tenía la mirada oscura y profunda como su pelaje; todo el animal era de salvaje musculatura. Quedaron absortos ante la bestia, no se resistieron a estirar el brazo y tocar su brilloso pelo; fue entonces que él le lanzó un desafío a su esposa:
—A que no le das un beso. —Ensayó una sonrisa burlona.
—A que sí —respondió la mujer con el rostro desafiante y el entrecejo fruncido.
—No lo harás...—Se le escapó una carcajadita.
—Sí, lo haré...—Se la agitaba la respiración, mientras afilaba la mirada como intentando derretirlo por la furia que sentía—. Vos besas a los perros. —Apuntó con el dedo acusador y cada vez más desafiante.
—Pero si Tino y Tony son como nuestros hijos, los criamos desde cachorritos. —Intentaba justificar sus afectos para con sus mascotas, a la vez que encogía los hombros.
—Pero no tienes porque besarlos. —Cruzó los brazos y lo miró con indiferencia, poniéndose de costado.
—Sabía que no podrías. —Se le escapó otra carcajada.
La mujer hizo un giro nervioso hacia el toro. Estaba hecha un manojo de nervios, pero al observar esos profundos ojos, sintió la paz que emitían; en un parpadeo, todos sus temores se desvanecieron; con pasos serenos, se aproximó a la bestia, apenas podía escuchar su propio latido; tomó con las dos manos el hocico y, con los ojos cerrados, le dio un tierno beso; permaneció un instante apoyando la mejilla sobre la cabeza del animal; con toda la ternura que una mujer puede expresar, lo acarició hasta la punta del hocico.
Dio media vuelta y, con aire de triunfo, miró a su marido; se detuvo a unos pasos frente a él, que había entrado en cólera y, tenía los labios apretados; con la mirada de toro embravecido, echaba fulgurantes chispas; dio media vuelta con los puños apretados en la cadera y la cabeza hundida; cual volcán a punto de estallar, se marchó para su hotel.
Habían pasado varios años de esto y el hombre aún sentía pesar en su corazón por haber provocado a su dulce esposa.


Un pequeño desafío a una dama puede convertirse en una dolorosa derrota.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Vida de cazador


De su cuello pendía un colmillo, era tan largo como el dedo medio de una mano grande.
Los preparativos lo ponía inquieto, revisaba una y otra vez sus pertenencias; todas sus provisiones las llevaba en una mochila alta, eso debiera durar tres o cuatro semanas, al final había quedado muy pesada.
Cuando partió de su casa fue hasta una remota aldea, desde allí se internó al monte, buscó una zona fresca, de árboles frondosos, bajo su follaje se podía pasar momentos agradables, la estadía en esos dias calurosos, la zona estaba en la linea de Capricornio. 
Nada escapaba a su mirada, se había adiestrado desde su juventud como cazador; registraba cada detalle del monte, calculaba la dirección del viento, que huella seguir y que rumbo tomar. El bosque custodiaba infinidad de registros de sus habitantes; de los que moraban en los árboles, buscaba nidos de insectos, de los que hacían miel; en la tierra buscaba cuevas de cerdos salvajes, pero sus favoritas eran los nidos de las aves, con estas hacía provisión para varios días; en ocasiones la fortuna cubría sus necesidades hasta el hartazgo; un ciervo extraviado de su manada era presa fácil para el cazador, que hacía festín por varios días.
La rutina diaria del montero era observar marcas, pisadas y aromas; los animales desparramaban sus olores particulares a través de monte; los identificaba de acuerdo a lo que hallaba, tipo de pelo o color, pisadas profundas o ligeras; los rastros eran de muchos animales que transitaban en la espesura.
El segundo día ya tenía identificado la huella que seguiría, recorrió los alrededores poniendo obstáculos a posibles senderos de la presa; él esperaba en el sendero que le era favorable.
Cada día se instalaba bajo un árbol que estaba en el camino de la presa, conociendo el sentido del recorrido de la fiera, se sentaba dando la espalda al tronco, conservando con la mirada atenta a cualquier movimiento en las ramas.
A la tercera semana notó que las aves abandonaban sus nidos, como si sus vuelos hubieran sido sincronizados, huían despavoridas; se puso de pie y preparó el arma, había esperado ese momento desde que salió de su casa. Estaba listo para la caza.
Tomó su sombrero con la mano izquierda, lo extendió por debajo del arma, sobrepasando el punto de mira del rifle; con el brazo derecho apuntaba el arma. Los últimos rayos del día pintaba de dorados el monte; la tensión hizo correr gruesas gotas sobre su amplia frente, los flequillos se arremolinaban por la brisa que atravesaban, como intentando huir del peligro que se avecinaba; la transpiración se acumulaba en la barbilla, gota a gota se aproximaba el momento que había esperado.
Sus ojos se movían alrededor del estrecho camino que había estado vigilando día y noche; mantenía las cejas plegadas, la vista agudizada poniendo atención al polvoriento sendero.
Una pequeñísima piedrecilla cayó al centro de su atención, sus ojos se fijaron en él, uno o dos pasos atrás, dos manos peludas del felino se detuvieron, parecía relajado; el hombre levantó la mirada, cuando vio la nariz del animal, giraba la cabeza en todas las direcciones, esperando encontrar el extraño olor, la del traspirado cazador, este movió el sombrero como abanicando la mira del rifle, en ese instante el felino contrajo todo su cuerpo, como un rayo, corrió hasta propinar un zarpazo al sombrero del hombre, un maullido poderoso peinó sus flequillos; él permaneció petrificado, mantenía su compostura flexionada, apoyado sobre sus piernas, separadas a un paso una de la otra; el ladino con la garra extendida sacudió el polvo del viejo sombrero, al notar que no se movió el hombre, retrajo su cuerpo casi sentándose sobre sus patas traseras; conservando su mirada fija en el sombrero, cerraba y abría su mandíbula mostrando sus afilados colmillos, los rugidos eran espeluznante, intimidantes; entonces la fiera se relajó, giró su mirada a su alrededor, sereno volvió a fijar su atención sobre el sombrero, en aquel momento el cazador alineo la mira del arma con la fiera, una estrepitosa explosión rompió la quietud del monte; el rugido feroz había caído en el silencio, devorado por el bosque; la fiera había caído, desplomado yacía tirado sobre el polvo.
La vista del felino había quedado fija en el cazador, tenía una expresión de: ¿Qué hiciste? No había rencor, reflejaba la quietud de la espesura.
El cazador tomaba para sí otro tiempo más de serenidad en su interior, bajó su arma, agarró la vieja cantimplora y apagó la llama que consumía su pecho, con la manga de la grasienta camisa secó su faz.
El bosque se había teñido de rojo. El sol escondía su mirada.


martes, 13 de enero de 2015

¿Paró de llover?

Desde ese lejano paraje solo salía un colectivo a la semana, lo hacía al alba.
El pueblo era punto en una extensa planicie, el viento soplaba continuamente en todas las direcciones, el día más soleado era gris, debido al polvo en la atmósfera; había un regimiento de infantería, aglutinaba a una buena parte de la población dentro de sus muros; la población civil estaba dispersa en pequeños ranchos en la estepa.
Una licencia de los reclutas era un buen motivo para visitar sus hogares, la mayoría solo tenía que caminar hasta sus casas, pero no todos tenían su domicilio cerca. Uno de ellos hacia un largo viaje de setecientos kilómetros de caminos polvorientos, ver a su familia en cinco meses hacía especial el viaje.
Tomó el único transporte que lo llevaría a su destino, para su desfortuna, todos los asientos estaban ocupados, los pasajeros llevaban grandes bultos de equipaje, el camino era lento y agotador, en cada poblado que paraba, subían más viajeros; el calor en el vehículo era sofocante, el viento soplaba un cálido viento seco, era fatigoso.
En una de las paradas el soldado pidió subir al techo del ómnibus, el conductor se mostró generoso y accedió, esto le daba un lugar para otro pasajero en el pasillo, el viaje arriba del techo era poco más placentero, al menos el aire le daba en el rostro y llenaba los pulmones de aire fresco con libertad.
A la distancia, entre el cielo y la planicie, se dejaba ver un grueso nubarrón gris oscuro, que recorría hacia el oriente, su destino estaba al norte, dentro de si pensaba, al menos allí no tendré que tragar tierra; pasó una hora y el destartalado colectivo se arrimó al costado de la nube, en un instante la luz desapareció, gruesas gotas de agua empezaron a golpear al joven, sin titubear levantó la lona que cubría los equipajes; encontró un ataúd muy lujoso, desde un pequeño ventanal vio que estaba vacío, levantó las trabas y se acostó en el confortable terciopelo acolchado.
El golpeteo rítmico de la lluvia, era mecida por el viento sobre el colectivo, el sonido relajó al muchacho, le llevó a un sueño profundo.
La compañía de la refrescante nube terminó luego de una hora larga, pero el sueño del recluta fue hasta que llegó a destino el ómnibus. 
Un par de maleteros subieron al techo para bajar los equipajes y bultos, levantaron la lona; comenzaron por los más próximos a la vereda, una tras otra fueron entregando las valijas a los viajeros, hasta que solo quedaba una mujer que vestía de luto, se la veía muy acongojada, pidió a otras dos personas que la ayudaran a recibir el cajón en la vereda, los maleteros arrastraron el féretro hasta el borde; de repente se abrió el ataúd, el soldado con el rostro soñoliento preguntó "¿Paró de llover?" dando un enorme bostezo. 
Los maleteros no alcanzaron a gritar, el pánico ahogó sus voces, cuando el joven los vio como dieron el salto del techo, antes de que pudiera sentarse dentro del cajón, se levantó para ver lo que ocurría, observó que los dos maleteros hacían esfuerzo por levantarse del piso a cuatro patas casi arrastrándose por el suelo, volcaron su mirada hacia el techo y mostraron un rostro desencajado lleno de terror, en un pestañeo desaparecieron de la vista del soldado.
El joven volcó su mirada a su alrededor, observó el ataúd, se imaginó una escena en su cabeza; de repente largó una estrepitosa carcajada hasta redoblarse de la risa y tomándose con las manos el estómago.
Desde la vereda la mujer observaba perpleja, vio como huían los maleteros y las personas que se habían prestado ayudarla, levantó la mirada con indignación hacia el recluta y le gritó: «¿Qué hace en el ataúd de mi padre?»; el joven al oír la voz amenazante, se disculpó y se retiró del lugar, mientras se alejaba por las calles oscuras, no dejaba de sonreír por lo sucedido, cada dos pasos se escuchaba una risa contagiosa.
Desde entonces quedó la historia en el anecdotario de la familia del joven recluta.

viernes, 2 de enero de 2015

La Derivada y el Arcotangente ―el romance

Veraneaba una Derivada enésima en un pequeño chalet situado en la recta del infinito del plano de Gauss, cuando conoció a un Arcotangente simpatiquísimo y de esplendida representación gráfica, que además pertenecía a una de las mejores familias Trigonométricas.
Enseguida notaron que tenían propiedades comunes.
Un día, en casa de una parábola que había ido a pasar allí una temporada con sus ramas alejadas, se encontraron en un punto aislado de ambiente muy íntimo. Se dieron cuenta de que convergían hacia límites cuya diferencia era tan pequeña como se quisiera. Había nacido un romance. Acaramelados en un entorno de radio épsilon, se dijeron mil teoremas de amor.
Cuando el verano paso, y las parábolas habían vuelto al origen, la Derivada y el Arcotangente eran novios. Entonces empezaron los largos paseos por las asíntotas siempre unidos por un punto común, los interminables desarrollos en serie bajo los conoides llorones del lago, las innumerables sesiones de proyección ortogonal.
Hasta fueron al circo, donde vieron a una troupe de funciones logarítmicas dar saltos infinitos en sus discontinuidades. En fin, lo que eternamente hacían los novios.
Durante un baile organizado por unas Cartesianas, primas del Arcotangente, la pareja pudo tener el mismo radio de curvatura en varios puntos. Las series melódicas eran de ritmos uniformemente crecientes y la pareja giraba entrelazada alrededor de un mismo punto doble. Del amor había nacido la pasión. Enamorados locamente, sus graficas coincidían en más y más puntos.
Con el beneficio de las ventas de unas fincas que tenía en el campo complejo, el Arcotangente compro un recinto cerrado en el plano de Riemann. En la decoración se gastó hasta el último infinitésimo. Adorno las paredes con unas tablas de potencias de «e» preciosas, puso varios cuartos de divisiones del termino independiente que costaron una burrada. Empapelo las habitaciones con las gráficas de las funciones más conocidas, y puso varios paraboloides de revolución chinos de los que surgían desarrollos tangenciales en flor. Y Bernouilli le presto su lemniscata para adornar su salón durante los primeros días. Cuando todo estuvo preparado, el Arcotangente se trasladó al punto impropio y contemplo satisfecho su dominio de existencia.
Varios días después fue en busca de la Derivada de orden n y cuando llevaban un rato charlando de variables arbitrarias, le espeto, sin más:
¿Por qué no vamos a tomar unos neperianos a mi apartamento? De paso lo conocerás, ha quedado monísimo. ―Con tono persuasivo.
Ella, que le quedaba muy poco para anularse, tras una breve discusión del resultado, aceptó.
El novio le enseño su dominio y quedó integrada. Los neperianos y una música armónica simple, hicieron que entre sus puntos existiera una correspondencia univoca. Unidos así, miraron al espacio euclideo. Los astroides rutilaban en la bóveda de Viviany... Eran felices!
―¿No sientes calor? ―dijo ella.
―Yo sí. ¿Y tú?
―Yo también.
―Ponte en forma canónica, estarás mas cómoda.
Entonces él le fue quitando constantes. Después de artificiosas operaciones la puso en paramétricas racionales...
―¿Qué haces? Me da vergüenza... ―dijo ella.
―¡Te amo, yo estoy inverso por ti...! ¡Déjame besarte la ordenada en el origen...! ¡No seas cruel...! ¡Ven...! Dividamos por un momento la nomenclatura ordinaria y tendamos juntos hacia el infinito...
Él la acaricio sus máximos y sus mínimos y ella se sintió descomponer en fracciones simples.(Las siguientes operaciones quedan a la penetración del lector)
Al cabo de algún tiempo la Derivada enésima perdió su periodicidad. Posteriores análisis algebraicos demostraron que su variable había quedado incrementada y su matriz era distinta de cero.
Ella le confeso a él, saliéndole los colores:
―Voy a ser primitiva de otra función.
―Podríamos eliminar el parámetro elevando al cuadrado y restando. ―Él respondió.
―¡Eso es que ya no me quieres!
―No seas irracional, claro que te quiero. Nuestras ecuaciones formaran una superficie cerrada, confía en mí.
La boda se preparó en un tiempo diferencial de t, para no dar que hablar en el círculo de los 9 puntos.
Los padrinos fueron el padre de la novia, un Polinomio lineal de exponente entero, y la madre del novio, una Asiroide de noble asíntota.
La novia lucia coordenadas cilíndricas de Satung y velo de puntos imaginarios.
Oficio la ceremonia Cayley, auxiliado por Pascal y el nuncio S.S. monseñor Ricatti.
Hoy día el Arcotangente tiene un buen puesto en una fábrica de series de Fourier, y ella cuida en casa de 5 lindos términos de menor grado, producto cartesiano de su amor.

(Texto extraído de algún número de la revista de la ETS de Ingenieros Industriales de Madrid, allá por el año 1990. Firmado: "La jaca jacobiana")

lunes, 17 de marzo de 2014

Inquieta peluche gris



Antes que el primer rayo del día se hicieran presente salió al monte, su rutina era buscar una presa y, si la fortuna se mostraba benigna le ofrecía un panal y su cristalino manjar.

Caminó por los serpenteantes senderos del monte, los árboles lucían fantasmales, con sus ramas retorcidas por el viento.

El canto de las aves era cada vez más intenso, con el brillo rojizo en el horizonte. Las ramas cambiaban sus figuras tétricas a delicadas ramas verde oscuro, con los tenues rayos de luz.

Abajo de una enramada, vio movimientos torpes, con pasos suaves inclinó el dorso, al descubierto estaba una felpuda cola gris, la sujetó con suavidad y tiró de ella; era un pequeño peluchin gris con orejas punteagudas y hocico rojizo; movió la cabeza de un lado a otro, su mirada delataba su extravío.

La puso en un bolso y la llevó a su casa, allí la dejó entre una camada de cachorros de la perra de la casa; creció como uno de ellos, jugueteando a los mordiscos, en ocasiones su conducta delataba su instinto de caza, atacando con certeros mordiscos al cuello de su compañero de juego, este se quejaba con desesperados alarido para ser liberado, al correr peligro su vida.

Mientras todos los cachorros duermen por el aplastante calor, ella lleva una despreocupada e inquieta vida, con pasos ligeros recorre el patio de la casa y, la de los vecinos; remueve trozos de telas viejas, toma trocitos de madera y los lleva de uno a otro lugar; su instinto hace que recorra cada recoveco de la casa y, la del vecindario, con la nariz al ras del piso.

Un extraño visitante persigue con la mirada de asombro a la pequeña; admirado, no dejaba de seguir los movimientos a ése pelaje gris brillante, sus cortas patas no le dejanban quieta un instante.

Alertada con los gruñidos de su madre, la pequeña se dirigió hacía ella buscando asilo en su mirada protectora, que con una áspera sonrisa ahuyentó al furtivo, aunque su hija era una zorra.

jueves, 6 de febrero de 2014

El mirador


La temperatura rondaba los 35 grados centígrados, el joven sin parar seguía con su labor, por generaciones se habían dedicado al cultivo en el campo.

Desde un sendero distante, que estaba en la cima de una colina, transitaba todos los días una niña llevando su canasto; como sí se tratara de una cita, la jovencita se detenía un momento para observar al joven del campo, cada vez que pasaba por ese paraje.

Transcurrieron los años, un día cuando la época invernales se aproximaba, los habitantes de la comunidad se daban cita en el almacén del pueblo, estaban para aprovicionarse para los días cuando la nieve no les permitiría salir de sus casas.

La muchacha al ver al joven en una esquina del almacén, se agitó con sólo verlo tan cerca; él tenía un sombrero de ala ancha, un sobretodo largo, casi hasta los tobillos; en sus brazos sostenía dos paquetes y revolvía otros artículos; cuando finalizó, se detuvo en la puerta, giró la cabeza y, vio a una joven que no le quitaba la mirada, esbozo una sonrisa; giró sus pasos magnetizado por el reluciente brillo de los ojos de la joven; eran de color verde oscuro, su pelo ondulado era castaño, tenía un sombrero de copa redonda y ala amplia.

Desinividos conversaron, entre tanto él cargaba en la carreta sus compras; la joven solo tenía un pequeño bolso de hilos; viajaron juntos los dos kilómetros hasta la casa de la muchacha, y el resto del viaje, de una hora, le pareció un instante, porque se le había fijado el rostro en la mente del muchacho.

Las visitas se hicieron frecuentes hasta que cayó la tormenta de nieve, todo quedó bajo una gruesa capa blanca; a la joven le pareció que el invierno no terminaría más, cada día miraba por la ventana, tenía la ilusión de ver al muchacho que lo había cautivado desde pequeña, pero, sólo alcanzaba a ver la danza de la nieve, que era traída por el viento de un extremo a otro.

Un día dos avecillas trinaron en su techo, miró detrás de las cortinas, su corazón tomó una renovada ilusión, el sol brillaba con intensidad, transcurrieron solo pocos días hasta que apareció el joven con un ramillete de flores; se fundieron en un interminable abrazo, juntos hicieron que todo girara a su alrededor.

En pocas semanas el campo tomó su color veraniego, las aves cantaban sus melodías y la brisa esparcía el perfume de las flores.

Pasaron las semanas y a mitad de la primavera, salieron de la capilla tras recibir la bendición del cielo; eligieron la colina para construir su hogar; desde una amplia ventana llegó ver al hombre que levantaba a sus dos niños sobre sus hombros, hasta que se le acercó con una amplia sonrisa. 

martes, 12 de noviembre de 2013

Viaje en el vagón del tren I

Un hombre, como de treinta años, subió al vagón cargado de chucherías en la mano; buscó un espacio libre en una esquina del tren y se sentó en el piso.
Tenía un gorro de visera, oscuro de mugre acumulado de varios meses; pelo largo hasta los hombros, estaba apelmazado por la grasitud del cuerpo; su rostro estaba marcado de largas arrugas, curtidas por el sol y el frío, su abrigo y pantalón raído, las mangas le colgaban de los hombros y el bota pié tenía las costuras rotas, le flameaban con el viento del tren.
Sentado, tomó una lata de cerveza vacía, con destreza le hizo una pequeña abertura, a dos dedos de la parte inferior del envase, con la yema del dedo medio hizo un pequeño cuenco en el corte.
Prendió un cigarrillo y lo sostuvo en los labios mientras se quitó una de las viejas y roñosas zapatillas; de un pequeño orificio de la tela interior extrajo un pequeño envoltorio, lo manipuló entre los dedos, hasta que consiguió desatar el nudo, sacó un billete seminuevo; con movimientos torpes tomó un pedazo del terrón blanco ocre, con las yemas de pulgar y el índice, los refregó hasta que quedó desmenuzado, quedaron del tamaño de los granos de azúcar, y los esparció en el billete; ató el manojo y volvió a guardarlo en el lateral de la zapatilla, tomó el billete y lo envolvió en media docena de dobleces.
De entre las chucherías sacó un sorbete, buscó en los bolsillos y extrajo un encendedor, dobló el sorbete en un extremo a tres dedos de una punta, cortó con el fuego al mismo tiempo lo selló, aplastándolo con los dedos el extremo pequeño que había cortado, mientras aun estaba caliente el plástico; volvió a extraer el billete y lo desdobló, en el pequeño tubo de sorbete cargó su dosis dentro del mismo.
Sobre la abertura de la lata puso toda la ceniza de su cigarrillo, hasta pidió a otros que fumaban en el vagón que le convidaran la ceniza, avivando con pequeños soplidos, volcó sobre las cenizas la mitad del contenido del pequeño tubo; llevó la lata hacia su boca, desde el orificio para beber el joven aspiró con fuertes bocanadas el humo y los vapores de los cristales; hizo esto hasta que se consumió todas las cenizas; insatisfecho, volvió a volcar ceniza desde el cigarrillo y cristales desde el tubo de sorbete agotando su contenido; varias aspiradas terminaron con la segunda carga; quedó con la mirada lejana sentado por unos minutos, mientras enciende otro cigarrillo y vuelve a repetir todo otra vez.
Sus días transcurrieron afanados por obtener esos minutos de placer efímero, sin tomar en cuenta que su vida se agotaba como un cigarrillo que se consume ante el incandescente fuego.

martes, 9 de julio de 2013

¿Cómo eliminar el texto del footer en Joomla 2.5?

Abrir el archivo que está en la carpeta templates: www/joomla25/templates/beez_20/index.php para las instalaciones por defecto de esta versión, de usar otro templates busca en está carpeta del templetes que estés usando
En la línea 16 de index.php se determina la variable de los módulos que deseamos eliminar o cambiar.
$showbottom= ($this->countModules('position-9') or $this->countModules('position-10') or $this->countModules('position-11'));
Donde las posiciones: ‘position-9’, ‘position-10’ y ‘position11’ son los que se muestran en los "box box1", "box box2", "box box3",  de las líneas 222, 223 y 224.
<?php if ($showbottom) : ?>
                        <div id="footer-inner">
                                <div id="bottom">
                                        <div class="box box1"> <jdoc:include type="modules" name="position-9" style="beezDivision" headerlevel="3" /></div>
                                        <div class="box box2"> <jdoc:include type="modules" name="position-10" style="beezDivision" headerlevel="3" /></div>
                                        <div class="box box3"> <jdoc:include type="modules" name="position-11" style="beezDivision" headerlevel="3" /></div>
                                </div>
                        </div>
                                <?php endif ; ?>
‘position-9’, position-10’, position-11’; son tomados de la base de datos de Joomla que están en la tabla: `####7_modules` 
Para eliminar el cartel de: ‘Joomla! en tu idioma’, ‘Cursos Online’ y ‘Diseño y Hosting Joomla!’; la mejor opción es eliminar el texto desde la tabla en ‘####7_modules’;  en la columna: ‘position’ buscamos las ‘position-9’, position-10’, position-11’; editamos una por una en la columna: ‘params’ que tiene en el campo: {"target":"1","count":"1","cid":"1","catid":["15"],"tag_search":"0","ordering":"0","header_text":"","footer_text":"Joomla! en tu idioma","layout":"_:default","moduleclass_sfx":"","cache":"1","cache_time":"900"}
Eliminamos el texto que está en, "footer_text":"Joomla! en tu idioma", Joomla! en tu idioma, o si te parece bien, sustituir por algo que te gustaría anunciar en ese campo. Repetimos el proceso con: position-10 y position-11
Una opción sencilla sería cambiar el comando:
$showbottom                                      = ($this->countModules('position-9') or $this->countModules('position-10') or $this->countModules('position-11'));
Alterando el valor de la 'position-9'  por 'position-19' la 'position-10' por  'position-110'  y 'position-111' por  'position-111'
Con esto el anuncio desaparece inmediatamente, no siendo el caso de editar la base de datos que requería de reiniciar el servidor para que los cambios se produzcan, o esperar 15 minutos para que refresque el cache, determinado por el  "cache_time":"900"
 El mismo también se puede eliminar como administrador de Joomla en Extensiones – Gestor de Módulos. Desde el combo de –Seleccionar Posición- buscamos los: position-9, position-10 y position-11; editamos una por una, en el campo de ‘Texto de Pie’ si lo que deseamos es borrar el anuncio, dejamos el campo en blanco.


martes, 21 de mayo de 2013

Cuentos de pueblo

Cuando Jorge y Claudio llegaron a ese lejano pueblo, buscaron refugio en un bar. El viento soplaba furiosamente. El polvo levantado de las calles de tierra era arrojado en el rostro de quien se atreviera caminar por la aldea.
Era mitad de semana. El lugar  parecía un pueblo fantasma. Los fuertes silbidos del viento los llenó de una especie de opresión. Claudio pidió un vaso de licor, Jorge se conformó con una gaseosa. Claudio se quitó el pesado abrigo de cuero y, con el sombrero que traía puesto, desempolvó su ropa. Jorge solo se quitó el rompeviento; ambos colgaron en un perchero sus prendas.
Jorge había llegado a esos parajes atraído por aventuras que había oído, traía la ilusión de ver todo cuanto había escuchado. Provenía de una populosa ciudad.
Claudio era viajante, recorría esa zona una o dos veces por mes, según fueran las demandas de sus clientes.
Comenzó contando de las épocas en que el pueblo era mucho más próspero:
—En esos tiempos sí que se ganaba bien.
—¿Hace cuánto que trabaja por estos lados? —preguntó Jorge.
—Y… como treinta años, era muy joven cuando llegué a estos parajes.
Empezó a relatar una anécdota de varios años atrás cuando el colectivo aún no llegaba al pueblo, y él y otros tres hombres habían iniciado el recorrido en mula desde el río hasta la mitad de la montaña, donde estaba el pueblo. Tenían cinco o seis mulas cada uno, con sus respectivas cargas. Era un día ventoso, como esa tarde; el viento había cubierto el cielo de polvo; la arena pegaba en el rostro como pinchazos de alfileres.
Había oscurecido temprano. Entonces decidieron cobijarse en una especie de corral con muros de casi un metro de altura. Como no encontraron la entrada, resolvieron aliviar a las mulas de sus pesadas cargas fuera del corral, les dieron de comer y se aprestaron a cenar la comida seca que habían llevado. Habían prendido un pequeño fogón, para calentar un poco de agua para tomar café caliente. Debido a la densa oscuridad, se habían dispuesto a dormir temprano, con la ilusión de tener un despejado amanecer y salir temprano rumbo a su destino. El viento no había dejado de soplar en toda la noche. El frío les había calado hasta la médula. Uno de ellos no había parado de quejarse en toda la noche, pegaba gritos que despertaban a los otros; como todos estaban cansados y paralizados por el frío, no se habían levantado a ver qué sucedía con su compañero de viaje.
A medianoche el cielo había cambiado de oscuro y cubierto de polvo a cubierto de pesadas nubes. Los gritos del desventurado, por momentos, se habían convertido en alaridos, como si se tratara de aullidos de algún lobo en busca de su manada.
Cuando los primeros rayos de luz se hicieron notar, las nubes habían comenzado a descargar sus pesadas bóvedas, el inclemente temporal no dejó de atormentar a los maltrechos viajantes, mezcla de lluvia y viento, y los sacó de su improvisado refugio. Al notar que uno de ellos no se había levantado, fueron a ver qué ocurría: el desventurado aún temblaba, acurrucado en posición fetal, parecía estar en trance, no respondía a los zamarreos que le propinaban sus compañeros.
Con un poco de agua arrojada sobre el rostro, lo habían despertado. Estaba muy asustado, escapó del refugio con un salto y observaba  a su alrededor con mirada penetrante, intentando encontrar algo. Había trepado el muro y se había quedado paralizado. Un nuevo salto lo llevó al refugio y comenzó a alistar sus pertenencias mientras repetía:
—Me voy, me voy, me voy…
—¿Qué ocurre? La lluvia no va parar por un largo rato.
—Acá no me quedo un minuto más.
—El camino esta resbaloso, es peligroso andar por los senderos.
—¡Peligroso es permanecer en este lugar!… Me voy.
—¿Por qué te vas? ¿A dónde irás?
—Vuelvo a la ciudad y no pienso regresar nunca más.
—¿Qué harás con los pedidos? Tus clientes te estarán esperando.
—Que le pidan a otro, no pienso continuar con el viaje.
—Pero habíamos quedado en que al regreso iríamos de vacaciones a la playa.
—Tendrán que ir solos, me voy para mi casa.
—Pero ¿por qué tu cambio tan repentino? Hasta ayer todos los planes estaban bien.
—¡No ves lo que hay del otro lado…! —Tirando de la rienda de las mulas, había gritado.
Con paso apresurado, había desaparecido en los sinuosos senderos, que para esa hora se habían convertido en serpenteantes arroyos.
Nunca más se supo algo de él. En el pueblo de la rivera, quienes lo habían visto dijeron que tenía el rostro más pálido que alguna vez alguien había presenciado.
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Jorge.

miércoles, 10 de abril de 2013

Sueños rotos



Cuando un sueño se desvanece, parece el mundo llega a su fin.
Luciana, desde niña había soñado que sería bailarina.
Había comenzado a estudiar en la academia de danza a los diez años y llegó a ser una estudiante brillante. Muy jovencita, había empezado a trabajar en una compañía de ballet con la que hacía giras por todo el mundo, Sídney, París, Nueva York, y muchas otras capitales importantes.
Cada temporada significaba viajar de acá para allá, terminaban una presentación en un teatro y tenían que preparar la siguiente obra. Esta fue su rutina por dos lustros.
Su círculo de amistades se limitó a los compañeros de la compañía, tuvo pocas oportunidades para hacer amigos durante el secundario; mientras sus compañeros iban al viaje de egresados, ella estaba en Tokio. Era la envidia de sus compañeros porque el propietario de la compañía era un famoso bailarín, embajador cultural de su patria.
En una de esas giras, pasó lo inesperado: en un ensayo, mientras realizaba un salto, cayó al piso; se oyó un fuerte ruido, de inmediato la llevaron a emergencias médicas, pero la situación no podía ser más desalentadora.
Con veinticinco años, Luciana había quedado impedida para continuar con el sueño de su vida. El informe médico decía: «fractura de cadera», su recuperación sería prolongada, y dependería de un andador para movilizarse; todos sus ahorros de las giras los percibía en la moneda local de su país, aunque las presentaciones las realizaban en Europa.
Las cirugías, la costosa prótesis y el largo periodo de recuperación acabaron con sus ahorros.
Su escasa formación en otras áreas la relegó a un puesto de vendedora en un quiosco en su ciudad.

jueves, 14 de marzo de 2013

Simpáticas guerreras

Salían de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna comida.
Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso, les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos, arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el árbol más próximo.
Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.
El dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda del collar del perro y lo dejó correr tras las pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano;  desde una rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
La tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.
Como el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
        Fue la última vez que lo vieron.

lunes, 11 de marzo de 2013

Secretos de familia


Era un día caluroso, la ruta estaba colapsada. Hacía casi veinte años que no hacia este recorrido, pero no recordaba esta ruta tan llena de vehículos.
Celeste vivía hace dieciséis años en la ciudad. Al partir de su pueblo, cuando apenas tenía dieciocho años, les había dicho a sus amigos del colegio: «Me voy a estudiar, seré médico». Fue su despedida. Desde entonces no había vuelto a la casa de su infancia.
El pueblo era pequeño, todos conocían la vida de los demás, la mitad de la gente vivía en el campo. El abuelo era jubilado ferroviario, había sido jefe de estación por muchos años, la abuela era una mujer dulce y hermosa. Tuvieron solo un hijo, que prestó el servicio militar en épocas de guerra y fue uno de los cientos que dieron su vida en el conflicto. Los abuelos nunca hallaron consuelo para esta pérdida. La madre y el padre habían sido compañeros de secundario. La madre, no bien había nacido, decidió dejarla con sus abuelos, quienes la criaron como a una hija; para ella eran sus padres.
Cuando tuvo edad suficiente, el abuelo una noche le contó la historia de sus padres, no quiso aceptar que ella era huérfana antes de haber nacido y que su madre la había rechazado, y creció con la idea de que sus padres eran ellos.
Terminó el secundario y decidió irse de casa. Desde niña había abrigado un sueño, ser médico. Durante diez años trabajó hasta quedar agotada, no tenía tiempo para diversiones ni vacaciones, solo largas noches de llanto. Fueron años difíciles que sobrellevó.
La abuela nunca dejó de llamarla, juntaba cuanto podía de su escasa jubilación para enviarle algún dinero. Era una mujer dulce, delgada, de ojos claros y alta; Celeste tenía mucho parecido con la abuela, juntas nadie podía dudar de su parentesco: sonrisa amplia, mirada franca, eran iguales.
Hacía seis años había fallecido el abuelo, aun se sentía herida, el abuelo había expresado con aspereza la situación de ella. De niña era juguetona, tenía muchas amiguitas en la escuela y en el vecindario, el secundario fue complicado porque sentía que era rechazada por sus compañeros, nunca supo a qué se debía.
En la ciudad el tiempo pasó muy rápido, hizo todo tipo de trabajos, necesitaba recursos para vivir en la metrópoli. Estudió por las noches toda la carrera, cada éxito que alcanzaba era la mejor palmada de aliento que recibía. Pasó diez años hasta ver hechos realidad sus sueños. Todo fue más llevadero desde entonces, empezó con guardias por muchos lugares, cubriendo suplencias, esto le trajo un mejor nivel de vida, abandonó la residencia universitaria y alquiló un departamento, fue todo un acontecimiento, desde entonces comenzó con sus primeras vacaciones, sencillamente era fabuloso.
Hacía tres meses había recibido una carta de su pueblo, era de un escribano, la tuvo arriba de su escritorio todo este tiempo sin abrirla, solo el ver el lugar del remitente, le producía malestar en el vientre. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de la abuela, fue la curiosidad que hizo que abriera el sobre, un sentimiento de angustia se apoderó mientras leía la carta. La abuela había fallecido, era una notificación legal que la declaraba única heredera, tenía que firmar unos documentos y tomar posesión. Pequeños hilos de lágrimas le corrieron por la mejilla. Decidir el viaje al pueblo fue difícil, cientos de imágenes venían a la mente, unas muy gratas y otras que creyó había olvidado.
Llevó el vehículo al mecánico para que lo pusiera en condiciones para el viaje. Hacía cuatro meses que había adquirido de un compañero del hospital, un coche. Solicitó una semana libre en el trabajo, hizo algunas compras para llevar en el viaje. Un domingo de verano partió rumbo a su pueblo, pensó que en cinco horas llegaría al pueblo, pero ese día no podía ser el menos indicado para el viaje, miles de veraneantes salían de la ciudad con rumbo a las playas. Los primeros cien kilómetros le tomaron medio día, terminar los cuatrocientos treinta kilómetros, ocho horas; llegó a la casa de los abuelos al anochecer. Agotada por el viaje, buscó un hotel donde pasar la noche.
Esa semana fue muy agitada con trámites burocráticos. Solicitó ayuda al escribano para que le recomiende un par de personas, para realizar la limpieza de la casa; el abandono era notable: pisos cubiertos de polvo, vidrios opacos, cortinas grises, maleza en el patio y placares llenos de ropa.
Tres días de intenso trabajo hicieron cambios drásticos en la casa, los recuerdos de su infancia eran más intensos cada día, en un placar oculto encontró las muñecas y peluches de su niñez, bellos momentos surcaron su cabeza, cuánta alegría traían esos juguetes. Un día, luego de almorzar, la curiosidad la llevó a ingresar en el altillo, al que solo el abuelo había tenido acceso, el lugar había estado prohibido para ella.
El altillo era espacioso. Muebles con cajoneras y baúles cubrían el perímetro del escondite del abuelo. Un ventiluz iluminaba el lugar, todo parecía haber sido clasificado con prolijidad. Una amplia cajonera llamó su atención, allí encontró una colección de álbumes fotográficos, fotos de un niño abrazando al abuelo que se repetían, nunca las había visto, al dorso de una foto encontró: «Mamá, papá y Carlitos. 1968». Los abuelos estaban muy jóvenes, el niño no tendría diez años, gruesas gotas de lágrimas corrieron por la mejilla. En un envase metálico de cookies encontró varias cartas, la destinataria era Julieta Phell, todas eran cartas románticas, expresaban amor por ella, en un sobre encontró una foto, era la imagen de un joven bien parecido en ropa de soldado: borcegos, casco, campera camuflada, mochila y un rifle en las manos; al dorso decía «Para la más hermosa chica y su bella pancita. Carlos», el parecido con el abuelo era notable, tenía una sonrisa radiante.
En el fondo de la cajonera estaba un pequeño cofre, contenía un diario, la tapa decía: «Julieta y Carlos. Diciembre 1981», en la contratapa había pegada una foto de una pareja joven, eran Julieta y Carlos. Eran sus padres, el diario pertenecía a Julieta, todas las páginas expresaban recuerdos de momentos lindos junto a Carlos. A mitad del diario concluía con un brusco cambio, la página estaba arrugada, tenía aureolas de manchas grises: «14 de septiembre, Celeste nació, no puedo soportar la pérdida de Carlos, llevaré a la bebé con sus abuelos».
De boca de un mal vecino, alguna vez había oído que a ella alguien la había dejado en la puerta de los abuelos en un canasto con algunos objetos. El corazón se le partió, y sus ojos se llenaron de lágrimas, pasó la noche llorando. Cuando salió el sol, buscó a la pareja que había trabajado en el arreglo de la casa, les pagó, cerró la casa y regresó a la ciudad.
El abuelo tenía razón.