miércoles, 17 de octubre de 2012
Aventura extrema
Tomó la decisión de
participar de un grupo y viajar a una montaña, de la cual saltarían en
paracaídas, todos sus preparativos fueron muy rápidos: el permiso en el
trabajo, la compra de los materiales, el pasaje e infinidad de detalles que
preparar. Llegar a destino les tomó dos días, debido a los senderos
pedregosos y lo inhóspito del lugar. El campamento se instaló en la base de la
montaña, desde ese lugar podían apreciar la pequeña plataforma de donde
saltarían al día siguiente. El grupo tenía una gran expectativa de lo que
ocurriría.
Con
los primeros rayos de sol, salieron con rumbo a la montaña y para el medio día,
estaban listos para el salto. Los saltos se fueron sucediendo uno tras otro,
hasta que su turno llegó, respiró profundo y, a la voz de ‹‹ahora››, corrió
para luego dejarse caer en el vacío. ‹‹Fue espeluznante››, comentó de regreso
en el campamento, ‹‹treinta y ocho segundos que parecieron una eternidad››.
Reunidos
ya de regreso en el campamento, cada uno relataba su experiencia y, recordando
la sensación del momento del vuelo, todos coincidían en la experiencia única de
la que habían participado; excepto uno, que cuestionó lo riesgoso de la
situación, los escasos medios con los que contaban de producirse un accidente,
que no serían suficientes para cubrir una emergencia, y que sin parar vociferó:
‹‹esto es una locura››; el resto de los miembros del grupo simplemente
encogieron los hombros, y musitaron mirando hacia los precarios materiales,
‹‹esto es su verdad››.
martes, 2 de octubre de 2012
El autito de madera
14:21
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Los chicos jugaban en el patio de la escuela.
Esa mañana el profesor de taller encargó trabajos en madera: «Lo que se les ocurra chicos, la idea es que presenten una manualidad.»
Uno de los chicos que tenía dificultades para caminar, estaba sentado en una escalera, mientras los chicos corrían por el patio, él bosquejaba su trabajo de carpintería.
A un años de nacido había sufrido de poliomielitis, las secuelas que le había quedado era una parálisis flácida en las extremidades inferiores, simplemente no le respondían las piernas; había aprendido a manejarse con la ayuda de un par de muletas de aluminio, del tipo canadiense; estos le había dado cierta autonomía en sus actividades.
Debido a su impedimento físico, había postergado su ingreso a la escuela, tenía dos años más que el resto de sus compañeritos.
El dibujo que había realizado era la de un auto de los años treinta; se veía bien logrado, sus compañeros miraban el bosquejo y decían: «Ah, ¡eso es muy complicado!»; pero él se sentía seguro de su tarea.
En el aula todos trabajaban con determinación, cada quien deseaba tener la mejor calificación, empeñados realizaban su labor con entusiasmo. Unos elegían madera para tallar, el niño de las muletas elegía madera laminada.
Con una pequeña sierra caladora, daba forma a las piezas del bosquejo; cuando termina la clase los niños llevaron su trabajo a sus casas para continuar.
A la siguiente semana, los chicos se presentaron con sus trabajos terminados, todos estaban expectantes a la calificación del maestro; pero cuando vieron el auto del bosquejo terminado, todos quedaron desilusionados de sus trabajos; simplemente miraban boquiabiertos, «¡cómo lo hizo!» se preguntaban algunos.
El maestro felicitó al chico de las muletas y estimula al resto para un próximo trabajo, «lo que valoró de todo esto, es el esfuerzo que pusieron, me alegra que todos hayan terminado sus trabajos».
En los chicos ese día se producía una especie de admiración por aquel niño, que con ayuda de su muleta asistía a la escuela como cualquier muchachito.
sábado, 29 de septiembre de 2012
Simpáticas guerreras
12:12
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Salían de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna comida.
Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso, les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos, arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el árbol más próximo.
Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.
El dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda del collar del perro y lo dejó correr tras las pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano; desde una rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
La tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.
Como el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
Fue la última vez que lo vieron.
martes, 25 de septiembre de 2012
Amigo fiel
El
recorrido del pueblo a la ciudad era de ciento cuarenta y dos kilómetros.
Tenía
cara de sumiso y el hocico entre los pies, estaba enroscado durmiendo en la
calle; cuando oyó que se habría la puerta, saltó de su sueño y se aproximó batiendo
la cola entre las piernas. La sorpresa fue de la dueña del perro, que dio un
grito «¡Terry!».
Había
hecho un viaje de rutina, para visitar a su hijo mayor, que terminaba sus
estudios; la madre había llevado al más pequeño de los niños, llegaron para
saludar al joven, que se había alejado de la casa para concluir el secundario,
debido a que en el pueblo no había un colegio con estos cursos.
La
mascota tenía diez años, uno menos que
el niño menor de la familia.
Terry
era la delicia de los chicos, los
acompañaba en todas sus actividades: al río, a jugar a la pelota, a
cazar lagartijas, caminatas por el lago y algunas excursiones en bicicleta.
Para
el menor de los tres varones, Terry era como un hermano con quien podía jugar
hasta el cansancio, sin llegar a las peleas diarias, como con sus hermanos.
¿Como
hizo para recorrer esa distancia? Se preguntaba el pequeño, en algunas ocasiones
junto a sus amigos habían hecho parte del recorrido en bicicleta que fue agotador;
tenían empinadas cumbres que subir y atravesar ríos de deshielo de las montañas,
que surcaban hasta terminar en el inmenso lago, lugar donde terminaba la excursión.
Cuando
el muchacho vio al perro, corrió para abrazarlo, estaba agotado y hambriento;
le dio comida y lo limpió el pelo que lo tenía lleno de polvo, debido a que el
camino que había recorrido era de ripio.
Dejó
que descanse todo el día, ya que al siguiente tendrían que retornar a su casa;
esta vez buscó una caja donde llevar a su compañero de aventuras, así nadie en
el ómnibus se quejaría.
Terry
no hizo ruido alguno durante todo el trayecto de regreso, cuando percibió que
llegaron al pueblo, saltó de su caja y se dirigió a saludar al padre del niño
que los esperaba.
Como
si no hubiera sucedido nada, Terry estaba más que feliz de que regresaran al
hogar.
miércoles, 19 de septiembre de 2012
Pequeño huérfano
15:05
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Las vacaciones de invierno habían iniciado, la madre del niño iría de viaje a la casa de campo de los abuelos, y decidió llevar al más pequeño de los tres hermanos.
El recorrido tendría un par de escalas, debido a lo lejano del lugar, desde su casa; en el último trasbordo el viaje fue corto, pero no mas fácil, tomaron un viejo colectivo que les dejaría cerca, desde ese lugar caminaron hasta la casa antigua de los abuelos. El lugar era árido, la planicie de la zona estaba rodeada de agua que desbordaba de un río y un lago cercano.
La actividad principal de la casa era la cría de ovejas. Junto al primo, que había nacido en esa casa, salieron con el rebaño; primero fueron a un pastizal que distaba una hora de caminata, a media tarde llevaron los corderos al río, para que tomaran agua; allí siguieron pastando hasta la hora de regreso; los niños jugaban con una vieja pelota y con una onda con la que intentaban cazar algún pájaro que conseguían asechar.
En un momento de la tarde alguien grito: «¡zorro!» Sin demora salieron corriendo a buscar al intruso; la onda resultó ser el arma más certero, cargado de piedras del tamaño de huevo de codorniz, corrieron tras el animal que no tuvo su presa esa tarde.
Con la ayuda de perros ovejeros juntaron el hato y tomaron rumbo hacia la casa, agotado del largo trayecto a pié, estaba feliz de haber sido útil en ayudar a proteger la manada, retornó toda hasta su corral.
Cuando llegaron los esperaban con una deliciosa comida; guiso de cordero acompañado de quinua[1].
El sol se puso en un pestañeo, el frío seco pegaba con rudeza, aseguraron las puertas del corral y dos perros saltaron el muro y buscaron un espacio entre los ovinos, parecían dominados por el compromiso de cuidar a sus protegidos.
Durante la noche se oía el silbido del viento, de tanto en tanto los perros ladraban a los cuatro vientos, como para reafirmar su presencia en la casa.
Todos en la casa estaban de pie antes de que los primeros rayos del sol alumbraran. Apenas se podía sentir una suave brisa que soplaba, pero el frío se hacía sentir en toda su plenitud invernal; si había un recipiente con agua, esta se había congelado. El primo trajo un plato de th’ayacha[2] de kañawa[3], era agradable su sabor; improvisaron un guante con la manga de la chamarra[4] sostenían los trozos del delicioso desayuno, mientras caminaban alrededor del corral de los borregos.
A media mañana las mujeres volvían de ordeñar las ovejas, comentaron que encontraron a una cría que no tenía madre, contaban que ella había muerto dos días después de tener la cría, está también moriría: de frío o hambre, por no tener a su madre para que la cuidara.
La tenían bajo el brazo, la habían traído para sacrificarla, porque no tendría oportunidad de sobrevivir en el rebaño. Era un capullo blanco, tenía las orejas negras, una mancha en el ojo y hocico y, otras en el cuerpo; tenía la mirada extraviada como intentando hallar protección; el niño preguntó si podían dárselo, suplicó y dijo: «¡yo cuidaré de él!», se oyó firme en su expresión.
Ni bien lo tuvo en los brazos, se produjo algo que entre los adultos llaman «amor a primera vista»; el niño lo arropó entre su abrigo y dijo: «lo llamaré Martín».
[1] Quinua: Grano con 50% más de proteína que otros granos, se destaca por su riqueza en hierro, potasio y riboflavina; también es rico en vitaminas del complejo B, magnesio, zinc, cobre y otros.
[2] Th’ayacha: versión de un helado pero como ingrediente principal tenía la harina de kañawa y de otros granos y tubérculos.
[3] Kañawa: rico en aminoácidos como: lisina, isoleucina y triptófano; la calidad de proteína combinada al contenido de carbohidratos, de 60% y aceites vegetales de 8%, hacen de este grano de alto valor nutritivo.
jueves, 13 de septiembre de 2012
La triple frontera
15:17
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Era
un domingo de cielo cubierto y calles desiertas en la vertiginosa Ciudad del
Este.
Por
un pestañeo perdió el colectivo que le llevaría a Puerto Iguazú; esperar el
siguiente no era una opción cómoda, la frecuencia de ómnibuses los fines de
semanas podía llegar a dos horas.
Pasó
por el puesto fronterizo para registrar su salida. La sorpresa fue tal que su
nombre tenía una multa de quinientos dólares, debido a un egreso no registrado
en otro puesto. Según el comentario del oficial:
—Todo los pases que
tienen una doble raya en la parte superior, no son ingresados en las bases —Le
mostró la marca en la constancia de ingreso.
—¿Cómo puedo
resolver esto? —preguntó el mochilero casi palideciendo.
—Si quiere le puedo
hacer un descuento a doscientos cincuenta dólares.
—Pero este papel me
lo dieron en Falcón —protestó desconcertado.
—Llévese no mas,
puede cruzar el puente —Con mirada de desinterés despacho al viajero.
Con
cara de incredulidad, salió de la oficina y tomó rumbo al puesto de Foz do
Iguaçu, presentó su documento y le dijo que iba a Puerto Iguazú. «No necesita
registrarse, pase», tomó sus pertenencias y respiró seguro de que todas las
cosas están bien, caminó cincuenta metros y un fuerte chaparrón se precipitó,
los pocos transeúntes que hacían el mismo recorrido, se cobijaron bajo un alero
del tinglado que cubre el control.
Una
pareja que tenía a su hijo pequeño, le pusieron una bolsa plástica de
supermercado a su niño, y corrieron hasta el próximo alero, a setenta metros,
desde donde salían los ómnibuses a Puerto Iguazú. No transcurrió quince minutos
cuando seis personas tomaron el colectivo, en el recorrido fueron subiendo
pasajeros de distintas nacionalidades, hasta llenar el vehículo. La lluvia hizo
presa de todos los viajeros ese medio día.
El
control en el puesto de Puerto Iguazú fue más ligero el trámite, con varios box
que atendían simultáneamente, hizo sencillo el registro. El joven de la vieja
mochila roja azul Karrimor, cruzó la puerta y un oficial le pidió que pase su
mochila por el escáner de rayos X, desde el otro lado se escuchó:
—Che, mira esto —El
tono de voz petrificó al joven— habla español —preguntó un oficial que siguió
los pasos del viajero.
—Sí, que ocurre
—replicó intentando controlar sus nervios.
—Vacíe su mochila
¿qué es lo que tiene en esto? —Indicó a dos imágenes gemelas que resaltaban y
les pareció sospechosas.
—Ah, son dulce de
guayaba —contestó muy aliviado, mientras sacaba el contenido de la mochila
hasta entregar en las manos de un oficial los potes de dos kilos.
—Esta bien, puede
subir al ómnibus... disculpe las molestias —Cortes se mostró amistoso.
El
joven tenía un torbellino de sentimientos que no terminaba de identificar,
porque entre la ropa tenía una Tablet
adquirido en la zona franca, y además, una cámara reflex. Su temor era que le cobraran una taza por los dispositivos
adquiridos.
Mientras
reordena sus pertenencias oye a otro pasajero de origen australiano que no
tenía el pasaporte, y ningún documento; pedía al chófer que le dejará subir al
colectivo, y este se negaba a llevarlo si no tenía su pase fronterizo; con
suplicas y desasosiego, el hombre camina de un lado para otro, intentando
controlar el llanto. Cuando los pasajeros completaron el transporte, el hombre
aún suplicaba para que lo llevara, sin tener una respuesta afirmativa le dijo
«No le puedo llevar, tiene que pagar otro boleto y volver al otro lado.» le
cerró la puerta y partió.
miércoles, 29 de agosto de 2012
Noche en el museo
Esa mañana Pedro tenía el rostro perplejo. No había pasado un cuarto de hora cuando tenía la cabeza recostada sobre su cuaderno.
Cuando terminó la clase, le dieron un empujón para que despertara, con la cara somnolienta, recogió sus pertenencias y se fue para el baño; cuando lo vieron de regreso, lo comenzaron a indagar: si se sentía bien, si había dormido esa noche, y otros se burlaban del semblante aletargado.
Ante tanta insistencia de sus compañeros, contó la terrible experiencia de la noche pasada:
A media tarde del día anterior, había recibido una llamada telefónica de un supuesto apoderado de su abuelo, este lo había citado para transmitirle una importante noticia: «Debe presentarse antes de las 19 h en la oficina del director», apresurado había tomado la dirección del lugar.
Había llegado media hora antes, el lugar era un museo de cera, buscó la oficina y se sentó a esperar la hora indicada. Le intrigaba el tema, su abuelo había fallecido hacía dos meses de una complicación respiratoria, cumpliría ochenta y dos años el día de hoy. Nunca había contado de algún apoderado, había arreglado todos los temas legales con anticipación, dejó su casa a nombre de los dos hijos que tenía, el abuelo vivía de su jubilación y de la ayuda que los hijos le brindaban.
«¿Qué tendría el abuelo acá?», era la pregunta que comenzó a inquietar al joven. Cuando llegó la hora indicada, vio que la gente se iba retirando, nadie se había aproximado al lugar de la oficina.
Se sentó en un banco del pasillo, cruzó los brazos en espera del apoderado y de la noticia que tenía para comunicarle. No pasó mucho tiempo y fue a una vidriera, el colorido traje que vestía ese personaje había llamado su atención cuando ingresó, mirando de reojo a su alrededor, se animó a tocar la figura. La textura era como la de una vela, muy suave. El aspecto, de un telegrafista, visera, anteojos redondos, bigote recortado con prolijidad; camisa blanca lisa, chaleco abotonado, un reloj de bolsillo, corbata de moño; tenía la mirada fija en un artefacto con un carretel que portaba hoja en cinta, que ingresaba a un aparato con varios rodillos dentados, estos mordían el papel, en la parte media de los cuales había una especie de punzón que marcaba la cinta de punto o raya, dejando un relieve impreso. El conjunto era: el carretel, una caja que contenía los mecanismos de los rodillos y un manipulador.
Mientras observaba la escultura, un ruido de golpe de puerta cuando se cierra, lo sacó de su concentración. Volvió al banco del pasillo, esperando que alguien se aproximara, cinco minutos después las luces se apagaron, la penumbra fue total, como ciervo que huye de un cazador, se precipitó por los pasillos tanteando por las paredes en busca de la salida. Los traspiés se repetían con cada metro que avanzaba. Al doblar una esquina del pasillo, se dio un fuerte golpe a la altura de la rodilla con la punta de una banca, el dolor fue tan intenso que se recostó en el asiento por varios minutos, esperando que atenuara el dolor. Reincorporado, continuó con su búsqueda, esta vez los pasos eran arrastrados y más lentos.
En un extremo del pasillo, llegó a ver un parpadeo rojo, con paso firme, apoyando las manos en la pared, continuó hasta llegar al lugar donde se emitía el destello. Era una pequeña caja de control de alarma: un teclado y una pantalla.
Pensó que debía buscar ayuda, en algún lugar debiera encontrar un teléfono, la oscuridad no le permitía recorrer con prisa, le tomó más de una hora hasta que encontró en el sótano un aparato. Al fin pudo hacer una llamada a su casa, del otro lado se oía timbrar, pero nadie contestaba. Donde estaban sus padres, para esa hora ya tendrían que haber llegado; eran las diez de la noche, y no tenía forma de salir de ese lugar.
Entonces se le ocurrió llamar a los bomberos, marcó el 100, … pero no sabía qué pedir, no había fuego; se limitó a contar que: estaba atrapado en un museo y no podía salir. Pensó que en un par de minutos vendrían a buscarlo, ¡puf! …
Pasaron más de dos horas hasta que pudo oír las sirenas en la calle, cuando vio que abrían la puerta, sintió que la vida volvía a su cuerpo. Pero la noche aún no terminaba, pasó un largo interrogatorio en la comisaria, si tan solo hubiera dicho que se quedó dormido, tal vez lo sacarían del museo y lo llevarían a su casa. Él les había contado de la llamada que había recibido, que tenía que presentarse en la oficina del director.
Esa oficina hacía dos años que no se abría, el director había fallecido en un accidente automovilístico, y no tenía ninguna relación de amistad o laboral con el abuelo.
¿De dónde había salido esa llamada?
martes, 21 de agosto de 2012
Respuesta a un pedido desesperado (carta)
Apreciada señora:
Luego de leer con atención su enfático pedido y lo crucial que esta situación es para su matrimonio, quiero recordarle que su requerimiento fue atendido con presteza, a pesar de los años que han transcurrido del envío de su carta. Nuestra oficina conserva todas las cartas que no se han llegado a ubicar al destinatario ni contienen un remitente al dorso.
No fue difícil ubicar su carta, ya que contamos con un archivador catalogado por fecha de llegada a nuestra oficina.
Graciela, quiero contarle por qué su pedido nos es imposible de atender: el día posterior a la llegada de su solicitud, pusieron su carta en mi escritorio para hacerle el envío. Ese día, al ser caluroso, y por no contar con un sistema de aire acondicionado, mantuvimos las ventanas abiertas, como es nuestra costumbre. Era la hora del almuerzo, y cada uno se retiró a su domicilio.
Fue tal nuestra sorpresa, cuando de regreso en la oficina, no encontramos su carta en mi escritorio, que le pedí al personal que hiciera una búsqueda en toda el edificio, pero nuestros esfuerzos fueron inútiles. Un niño que jugaba en la vereda, al ver tanto alboroto, preguntó si era una carta lo que buscábamos. Ante nuestra respuesta afirmativa, el niño nos relató que, en nuestra ausencia, un pájaro color rosa ingresó por la ventana y se llevó su carta, razón por la cual nos es imposible atender su pedido.
Atentamente.
Jefe Postal.
domingo, 19 de agosto de 2012
Carta a un amigo (pedido)
Apreciado amigo:
Te cuento que mi estadía en tu linda ciudad fue la mejor que tuve este año, disfruté de las cascadas en el río, y el agua fresca de estas, hizo que olvidara el sofocante calor de mi ciudad. Los días de caminata en las montañas hicieron que sintiera todo mi cuerpo agotado al límite. Aun puedo salir a caminar por las plazas intentando recrear esos momentos que disfruté durante mi estadía y caminar por esos parajes, aunque con poco éxito.
Fue en una de esas caminatas cuando una tarde en que el sol daba en el horizonte, que tu sombra se magnificó y la relacioné con tu enorme espíritu, fue la tarde en la que bajamos a esa cueva, armados de linternas, cascos y cuerdas, en la que descubrí decenas de maravillas ocultas por miles de años. En un recodo de la cueva, encontré una roca colorida que llamó mi atención, tenía todo el aspecto del arco iris en miniatura; cuando te la mostré me dijiste que era algo muy raro.
Deseo hacerte un pedido: si pudieras enviarme esa roca que se me cayó del bolsillo al salir de la cueva mientras hacíamos el ascenso y nos apresurábamos debido a la lluvia que nos sorprendió.
Tu amigo.
martes, 14 de agosto de 2012
La maldad tatuada
13:26
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Vivió su infancia en un barrio marginado. A
temprana edad sus padres lo habían abandonado en la calle, y desde entonces, su
vida estuvo llena de malas influencias. Comenzó robando bolsos olvidados en la
calle, con los que juntaba algunas monedas para su sustento. Un circulo de
niños a los que se adhirió lo iniciaron en las drogas: en un principio, los más
grandes le proveían de la bolsa con pegamento, cuando fue más grande probó un
abanico de narcóticos, de las que también se hizo vendedor, fue entonces cuando,
con el dinero que este negocio le brindaba, fue alquilando habitaciones en
hoteles donde podía dormir e higienizarse.
El trato con distintos grupos de proveedores de
droga le hizo adquirir una personalidad insensible. No podía ser flexible ni
caritativo. Su mundo estaba rodeado de crueldad, adicciones y vicios. Ante
cualquier obstáculo, su prioridad era sobrevivir, de esa manera se hizo más
fuerte ante sus enemigos, a los que fue creándoles accidentes fatales uno por uno,
hasta que un día cometió un error que lo vinculó con un conocido personaje de
la farándula. Desde entonces caía una y otra vez en prisión, de las que terminaba
huyendo de alguna manera, y en su haber tenía una decena de crímenes.
En cierta ocasión, estando en prisión, simuló un fuerte
dolor abdominal y lo llevaron a un hospital con un guardia, esposado de la
mano, luego de ser revisado y mientras esperaba los resultados de los estudios,
aprovechó una distracción del guardia para reducirlo con un material punzante
que halló a mano, con el que le hizo varias heridas. Lo abandonó semimuerto en
el piso y huyó.
Otra vez libre, no le tomó mucho tiempo retomar el control
de su antigua actividad. Como un profesional, sentado en su oficina,
planificaba sus fechorías, para luego llevarlas a cabo; no podía darse el lujo
de dejar al azar ninguno de sus movimientos, su labor de cada día se desempeñaba
con mucha sutileza para eludir a sus captores. Ellos distribuyeron la
fotografía de un tatuaje en particular que lo distinguía de otros, quien
reconociese esa marca recibiría una recompensa por denunciar al criminal.
lunes, 13 de agosto de 2012
La carta anónima
19:56
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Diecisiete horas; Alejandro llega muy apresurado de su
rutina de la plaza, que se encuentra enfrente de su departamento, desde la que
disfruta una vista panorámica. Con la intención de salir luego de tomar una
ducha, la adrenalina se hace sentir mientras
muy apresurado se dirige a su monoambiente. Esa noche se encontrara con los
viejos amigos del colegio, debe ser diez años que no los ve, deseaba saber qué
era de la vida de todos sus compinches.
Al abrir la puerta un ligero ruido le llamó la atención e
hizo que se fijara en la hendija, entre la puerta y el piso, era un sobre, se
agachó para levantarlo y, sin darle mucha importancia, lo puso en la mesa.
Continuó con el plan que tenía en mente, el encuentro con los amigos.
Apresurado, se
dispuso a tomar la ducha. Mientras dejaba que corriera el agua tibia en el
pecho, pensó en el sobre, no era la correspondencia habitual que recibía, no
era de las facturas comunes para cancelar, ya había pagado todas las cuentas
del mes «¿Qué será eso?», pensó; esto llenó de curiosidad la cabeza de
Alejandro, que, ni bien terminó de bañarse, fue a buscar el sobre y a ver que
contenía, lo abrió y su mirada cambió, frunció la frente, la letra no era fácil
de leer, parecía como si un soplido la hubiera inclinado para el lado izquierdo
de la misiva, deletreó «conozco todo lo que haces, sé a qué te dedicas, te
puedo ver junto a la mesa». En su mente un torbellino de ideas y sentimientos
de toda naturaleza, que pasaban desde la ira a la perplejidad, lo inundó. Miró
hacia la ventana y vio decenas de personas caminando, otras con sus mascotas corren
y algunas madres con sus niños que juegan.
Sin pensarlo, reaccionaba con un dejo de furia, se
dispuso a cerrar las persianas que hacía mucho que no bajaba, tenían los
seguros rotos, las tenía apuntaladas con un palo de escoba. Volvía a la mesa y,
con las manos hinchadas por la ráfaga sanguíneo, se dispuso a terminar el
descifrado, «tengo una colección de videos de todo lo que haces». Era todo el
contenido de la nota, su mente quedó bloqueada, sencillamente, se desplomó en
el sofá, no salía de la perplejidad en la que lo había dejado esa nota.
Pasó un largo rato sentado sin saber qué pensar, de
repente, sonó el teléfono y, con un sobresalto, despertó a la realidad, tomó el
teléfono y escuchó: «Ale, te estamos esperando hace dos horas, que haces
todavía allí», entonces tomó conciencia del tiempo que había transcurrido y,
con la voz apagada, respondió:
—Tengo problemas.
—¿Qué te anda pasando?
—Recibí una carta con una amenaza, no sé de qué se trata, pero tengo miedo.
—Mira, no te quedes allí, ven para mi casa, te envío un taxi, no te quedes
solo. No traigas nada para no llamar la atención.
—Bueno, me cambiaré y estaré atento.
No había terminado de cambiarse cuando sonó el portero,
al descolgar oyó: «taxi», tomó la llave y se fue tan rápido como si un fantasma
lo hubiera espantado.
Cuando llegó a la casa de su amigo, este lo recibió con
un cálido abrazo: «No te preocupes, todo pasará y estará bien», mientras lo
conducía hacia el patio. «Siéntate, te traeré algo, no te muevas». Sentado en
el patio oscuro, se sentó con una grata sensación de paz, las manos aún le
traspiraban. De pronto, un ruido le sobresaltó: «¡Sorpresa!». Sobrecogido, no
se animó a pararse, al instante se iluminó todo a su alrededor y pudo ver salir
a una multitud sin identificar a nadie en particular, no salía del asombro, uno
se le acercó y lo dio un fuerte abrazo: «soy Lucas, ¡feliz cumple!». Aún
asombrado, atinó a balbucear: «pues con esa barba, seguro que ni tu madre te
reconoce»; y uno tras otro se iban presentando, hasta que al final, alguien proyectó
un video en una pantalla gigante con imágenes de épocas estudiantiles, por último
el recorrido que había hecho en la plaza enfrente de su departamento, y hasta se
veía cómo tironeaba del palo en la ventana mientras bajaba la persiana. Esta
era la explicación a sus momentos de ira y angustia de la tarde.
Su malestar se convirtió en alegría, no solo por
encontrar una conclusión, a lo que hasta hace pocos minutos lo tenía turbado,
todo terminaba en una broma de mal gusto, pero también de alegría, por
reencontrase con todos aquellos amigos que todavía no habían dejado de hacer
aquellas payasadas pesadas a las que él había olvidado.
martes, 31 de julio de 2012
La sombra II
19:07
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Había sido abandonado en un sótano bajo el efecto
de un somnífero, lo habían dejan en compañía de una camada de seis gatitos y la
madre.
Los ruidos y los saltos en su espalda lo habían
despertado después de dos días; la tenue luz que ingresaba por una escalinata
le permitía observar los juegos de las entrometidas compañías.
Los días transcurrían; las travesuras de los
mininos entretenían a su amo; compartía la bolsa de alimento de los gatos, que
encontraba apoyada en una pared; para alimentarse la madre había desgarrado la
bolsa, eso duró solo unos días.
Por las noches la madre traía palomas que cazaba
en el parque, haciendo otro aporte al sustento. Toda la familia salía por las
noches a la fuente de agua, allí tomaban su ración del día; el ritual se
repetía cotidianamente.
Una camada tras otra se iba sucediendo, las más
recientes se iban convirtiendo en más ariscas; al pequeño solo se lo podía ver
en las noches oscuras tomando en la fuente. Un incidente en los días calurosos,
le hizo saber lo poco deseable que era su presencia. Esa noche un grupo de jóvenes lo acorralaron
y lo golpearon por su aspecto poco atractivo. Desde esa noche el terror se
había apoderado de su vida.
Según iba creciendo el pequeño, adoptaba costumbres
de los animales: dormía arrollado, encorvaba el lomo cuando se asustaba, abría
la boca amenazante exponiendo los dientes cuando se veía amenazado por algún
perro vagabundo.
La escasa ropa la buscaba en los contenedores de
basura del vecindario, de donde también se proveía los alimentos; los hábitos
de la colonia son nocturnos para buscar los alimentos; y retozaban durante el
día.
Sentía que la presencia humana amenazaba su vida;
sus salidas eran cada vez más cortas, las noches de luna llena, la madre le
llevaba un pichón que cazaba entre los árboles. Era la única que le ronroneaba
refregando su lomo entre sus piernas; si alguna vez sintió afecto en su ser,
fue de esa tierna gata, que lo alimentaba y lo mimaba cada día.
Su familia era la creciente camada felina.
jueves, 28 de junio de 2012
La sombra
18:29
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Una figura va escondiéndose detrás de los troncos, los viejos árboles de la cuadra hacían de cómplices prestando sus sombras. Solo se alcanzan a distinguir sus ojos afiebrados y brillantes. El resto de su silueta parece disolverse en la noche.
El cielo oscuro casi permitía tenues parpadeos de las estrellas; cubierto con una manta negra, su sombra apenas es percibida entre los árboles, que, plácidos, mesen su follaje impulsado por la brisa nocturna.
El movimiento de vehículos lo mantienen paralizado junto al tronco; cuando el silencio se apodera de la calle, hace el recorrido al siguiente árbol; en uno de los intervalos, su paso ligero tropieza con un montículo de tierra, extraído de una zanja que llega hasta la cintura, donde cae con un golpe seco, apenas se alcanza a oír: «¡Ah!».
Maltrecho, con dificultad alcanza a levantar la mirada sobre el filo de la excavación, adolorido en la cadera y la rodilla, hace varios intentos de salir del pozo; agotado, se arrastra hasta el cobijo de un árbol. Permanece recostado mirando el movimiento de las nubes grises que cubren el cielo; esporádico, un destello de una estrella se deja ver.
Con los ojos fijos en el cielo, siente que es absorbido por la tierra, antes que el temor domine sus rodillas; apoyado sobre el tronco, levanta su escuálida figura que simula ser humana; con el rostro pegado al árbol observa la calle, la quietud de la noche infunde confianza al hombrecillo, con movimientos torpes hace su recorrido hasta el siguiente árbol.
Agitado por el esfuerzo al caminar, permanece de pie apoyando las manos en el tronco. Le toma una hora avanzar los siguientes seis árboles.
Su tímida mirada lo mantiene sumido en un refugio del que solo sale durante la oscuridad, deambula por los cestos de basura de donde lleva su alimento. Su madriguera está en el sótano de un edificio abandonado; comparte el lugar con gatos ariscos, que, ante la presencia de alguna persona, corren al subsuelo para esconderse, tras un largo rato, desconfiados, asoman sus miradas por las escalinatas; seguros de estar libres del enemigo, salen a la claridad del día.
miércoles, 20 de junio de 2012
Su primer empleo
1:53
1994, bajito, cartón, casa, económica, fábrica, independencia, joven, primer empleo, rápido, secretaria, trabajo, verano
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No pasó una semana cuando tuvo noticias de la Factoría , alguien había ido a preguntar por él a su casa. Enterado de esto, inmediatamente puso rumbo para allá, en efecto, el mismo jefe de Producción se había tomado el tiempo para conocer la casa de este simpático muchacho. Ingresó al despacho de este hombre que parecía muy cuidadoso, bajito, mirada penetrante y sonrisa amplia. Solo le pregunto si buscaba un empleo y si estaba dispuesto a empezar ese mismo día. La sorpresa fue tal que solo atinó a asentir con la cabeza.
Lo llevaron a un galpón donde se hacía el envasado de varios productos. Su primera labor fue el armado de cajas de cartón, las que luego se llenaban con los artículos para despachar. El pequeño aprendiz se dispuso para la faena tan pronto como le indicaron su deber, «rápido, rápido» le vociferaban los otros empleados, que, con mucha agilidad, apilaban grandes plataformas, que luego eran despachadas por un hombre que iba y venía con un autoelevador, se podía ver que era un conductor muy experimentado porque así como unos llenaban plataformas, este otro los hacía desaparecer en un largo pasillo donde estaban dispuestas una arriba de otra.
Las personas más próximas que tenía eran los hombres que parecían devoradores de cajas porque no terminaba de armar una que ya le estaban reclamando otra. Uno de ellos era muy joven, de no más de veintidós años, el otro era mucho más grande, no solo de edad, sino también de tamaño, de rostro muy hosco y voz muy fuerte que no paraba de reclamar cajas armadas.
Ese verano en la fábrica transcurrió como un suspiro, cuando se acordó, estaba iniciando el colegio. Fue un comienzo diferente a los anteriores años, esta ocasión tenía: ropa nueva, zapatillas y una mochila llamativa. Se sentía estimulado para terminar el último año del secundario.
viernes, 15 de junio de 2012
Aventuras en la ciudad
17:52
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La ciudad de veinte mil habitantes, era
descrita como una gran familia, porque a la gran mayoría un grado de parentesco
los vinculaba.
En un encuentro de amigos del secundario,
el Pelado, contó su intención de probar suerte en Buenos Aires: «¡Todo cuanto
puedas soñar, está allí!», cierra la mano y empuña llevando hasta la altura del mentón.
«Están
quienes buscan la oportunidad de su vida, en una ocasión, salí con rumbo
desconocido, me encontré con enormes edificios que si miras hacia arriba desde
la vereda, dan vértigo; ¡los ómnibuses son tan largos, que a la mitad tienen una
especie de acordeón!», relata otro con emoción.
Pedro, que fue para hacer una carrera,
quedó tan perplejo por la magnitud de los edificios y de la cantidad de
estudiantes en su facultad, que afirma:
—¡Es como si todo el pueblo
estuviera estudiando en la facultad!
—Conocí tanta gente de
países distantes que no lo podía creer, ¡tenía compañeros que eran de
Finlandia, Mozambique y otro de Rusia! —Agrega Juancito.
—Anda —dice uno —, ¡ruso es
éste!
—No, no, ese vive en un
hotel que es como el polideportivo de acá pero con veinticinco pisos mas para
arriba —responde Juancito.
—Sabían que estudiaba por
las noches en la Biblioteca del Congreso, esta abierto toda la noche, ¡no
cierra!, permanece así las veinticuatro horas y a la madrugada hasta te sirven
un café caliente, ¡saben qué bueno!
A quien llaman el ruso, contó que
cierta ocasión, cuando fue a visitar unos parientes lejanos en Capital Federal,
tuvo una aventura que le resultó aleccionador, aunque poco grata. Le habían
dicho que cuando llegara, tomara el colectivo 39 en constitución.
«Salí de la estación arrastrado por una
ola de gente, que sin detenerse a mirar la altísima bóveda de la estación, no
alcanzaban a disfrutar ese centenario edificio, sentí que había sido
transportado a la época de mis abuelos en aquel edificio, este observaba a un
millón de pasajeros cada día. Lo primero que vi en la calle fue la larga hilera
de colectivos que paraban y salían llenos de gente, uno tras otro, alcance a
ver que uno de esos era el 39; me apresuré hasta donde salía, me puse tras un
cola como de media cuadra; cuando subí al ómnibus, la máquina que expende los boletos,
me devolvía una moneda y luego de varios intentos fallidos, alguien sugirió que
probara con otra moneda y, al fin pude sacar el boleto, cuando otros pasaban la
billetera por otro pequeño aparato amarillo y listo. ¡Pero, esto era apenas el
comienzo!», afirma.
«El colectivo me llevó hacia la calle
de una cuadra, a Caminito en la Boca, mi destino no era ese, había tomado el
colectivo para otro lado; ¡me quería morir!, por qué me sentía como una hormiga
en la ciudad, caminé y caminé, y al final llegué a disfrutar un poco del
colorido de ese barrio, amarillo intenso, azul marino, fucsia, verdes claros,
fachada rosa, saben que por un momento pensé que: ahí debió vivir la Pantera
Rosa. Que risa me dio ver eso; muchos extranjeros que tomaban fotos, ponían sus
objetivos hasta en los pájaros. Como no me animaba a preguntar como llegar a mi
destino, que era Chacarita, deambulé hasta quedar agotado, entonces me armé de
coraje y me arrimé a un puesto de diario, haciendo que miraba el periódico, con
un poco de timidez le pregunté al diariero:».
—Disculpe. ¿Qué colectivo
tomo para Chacarita? —Con cara de pueblerino extraviado.
—¡Ah, no te preocupes
querido! —Me dijo— Anda por esta calle dos cuadras y doblas a la derecha, a
media cuadra tienes la parada del 39 que va para Chacarita.
«Efectivamente estaba allí la parada,
subí al colectivo y como los otros pasajeros, también, quise pasar la
billetera, así que con mano firme apoyé sobre el aparato amarillo»
—A Chacarita —dije al chofer
que me preguntaba.
—¿A donde viaja? —Pero no
pasaba nada con la billetera, el chofer me preguntó.
—¿Tiene crédito? —Pero para
no decirle cuánto dinero traía, le dije:
—Tengo sesenta pesos.
—Tal vez este fallando su
tarjeta —dijo muy amable el chofer.
—Puede sacar con monedas —busqué
en el bolsillo las monedas y pagué.
«Mientras buscaba un asiento, me
preguntaba de que tarjeta me hablaba el chofer».
Todos nos reímos un rato largo y nos
despedimos con la promesa de continuar otro día.
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