jueves, 14 de marzo de 2013
Simpáticas guerreras
Salían
de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el
parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna
comida.
Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso,
les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa
plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban
los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos,
arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les
llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de
papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus
niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la
astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el
árbol más próximo.
Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las
vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo
con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de
caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de
cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.
El
dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a
uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda
del collar del perro y lo dejó correr tras las
pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes
direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano; desde una
rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus
refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el
animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
La
tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las
pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta
quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje
quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.
Como
el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus
intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde
los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de
las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de
dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo
magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever
blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
Fue la última vez que lo vieron.
lunes, 11 de marzo de 2013
Secretos de familia
Era un día caluroso, la ruta estaba colapsada. Hacía casi veinte años que no hacia este recorrido, pero no recordaba esta ruta tan llena de vehículos.
Celeste vivía hace dieciséis años en la ciudad. Al partir de su pueblo, cuando apenas tenía dieciocho años, les había dicho a sus amigos del colegio: «Me voy a estudiar, seré médico». Fue su despedida. Desde entonces no había vuelto a la casa de su infancia.
El pueblo era pequeño, todos conocían la vida de los demás, la mitad de la gente vivía en el campo. El abuelo era jubilado ferroviario, había sido jefe de estación por muchos años, la abuela era una mujer dulce y hermosa. Tuvieron solo un hijo, que prestó el servicio militar en épocas de guerra y fue uno de los cientos que dieron su vida en el conflicto. Los abuelos nunca hallaron consuelo para esta pérdida. La madre y el padre habían sido compañeros de secundario. La madre, no bien había nacido, decidió dejarla con sus abuelos, quienes la criaron como a una hija; para ella eran sus padres.
Cuando tuvo edad suficiente, el abuelo una noche le contó la historia de sus padres, no quiso aceptar que ella era huérfana antes de haber nacido y que su madre la había rechazado, y creció con la idea de que sus padres eran ellos.
Terminó el secundario y decidió irse de casa. Desde niña había abrigado un sueño, ser médico. Durante diez años trabajó hasta quedar agotada, no tenía tiempo para diversiones ni vacaciones, solo largas noches de llanto. Fueron años difíciles que sobrellevó.
La abuela nunca dejó de llamarla, juntaba cuanto podía de su escasa jubilación para enviarle algún dinero. Era una mujer dulce, delgada, de ojos claros y alta; Celeste tenía mucho parecido con la abuela, juntas nadie podía dudar de su parentesco: sonrisa amplia, mirada franca, eran iguales.
Hacía seis años había fallecido el abuelo, aun se sentía herida, el abuelo había expresado con aspereza la situación de ella. De niña era juguetona, tenía muchas amiguitas en la escuela y en el vecindario, el secundario fue complicado porque sentía que era rechazada por sus compañeros, nunca supo a qué se debía.
En la ciudad el tiempo pasó muy rápido, hizo todo tipo de trabajos, necesitaba recursos para vivir en la metrópoli. Estudió por las noches toda la carrera, cada éxito que alcanzaba era la mejor palmada de aliento que recibía. Pasó diez años hasta ver hechos realidad sus sueños. Todo fue más llevadero desde entonces, empezó con guardias por muchos lugares, cubriendo suplencias, esto le trajo un mejor nivel de vida, abandonó la residencia universitaria y alquiló un departamento, fue todo un acontecimiento, desde entonces comenzó con sus primeras vacaciones, sencillamente era fabuloso.
Hacía tres meses había recibido una carta de su pueblo, era de un escribano, la tuvo arriba de su escritorio todo este tiempo sin abrirla, solo el ver el lugar del remitente, le producía malestar en el vientre. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de la abuela, fue la curiosidad que hizo que abriera el sobre, un sentimiento de angustia se apoderó mientras leía la carta. La abuela había fallecido, era una notificación legal que la declaraba única heredera, tenía que firmar unos documentos y tomar posesión. Pequeños hilos de lágrimas le corrieron por la mejilla. Decidir el viaje al pueblo fue difícil, cientos de imágenes venían a la mente, unas muy gratas y otras que creyó había olvidado.
Llevó el vehículo al mecánico para que lo pusiera en condiciones para el viaje. Hacía cuatro meses que había adquirido de un compañero del hospital, un coche. Solicitó una semana libre en el trabajo, hizo algunas compras para llevar en el viaje. Un domingo de verano partió rumbo a su pueblo, pensó que en cinco horas llegaría al pueblo, pero ese día no podía ser el menos indicado para el viaje, miles de veraneantes salían de la ciudad con rumbo a las playas. Los primeros cien kilómetros le tomaron medio día, terminar los cuatrocientos treinta kilómetros, ocho horas; llegó a la casa de los abuelos al anochecer. Agotada por el viaje, buscó un hotel donde pasar la noche.
Esa semana fue muy agitada con trámites burocráticos. Solicitó ayuda al escribano para que le recomiende un par de personas, para realizar la limpieza de la casa; el abandono era notable: pisos cubiertos de polvo, vidrios opacos, cortinas grises, maleza en el patio y placares llenos de ropa.
Tres días de intenso trabajo hicieron cambios drásticos en la casa, los recuerdos de su infancia eran más intensos cada día, en un placar oculto encontró las muñecas y peluches de su niñez, bellos momentos surcaron su cabeza, cuánta alegría traían esos juguetes. Un día, luego de almorzar, la curiosidad la llevó a ingresar en el altillo, al que solo el abuelo había tenido acceso, el lugar había estado prohibido para ella.
El altillo era espacioso. Muebles con cajoneras y baúles cubrían el perímetro del escondite del abuelo. Un ventiluz iluminaba el lugar, todo parecía haber sido clasificado con prolijidad. Una amplia cajonera llamó su atención, allí encontró una colección de álbumes fotográficos, fotos de un niño abrazando al abuelo que se repetían, nunca las había visto, al dorso de una foto encontró: «Mamá, papá y Carlitos. 1968». Los abuelos estaban muy jóvenes, el niño no tendría diez años, gruesas gotas de lágrimas corrieron por la mejilla. En un envase metálico de cookies encontró varias cartas, la destinataria era Julieta Phell, todas eran cartas románticas, expresaban amor por ella, en un sobre encontró una foto, era la imagen de un joven bien parecido en ropa de soldado: borcegos, casco, campera camuflada, mochila y un rifle en las manos; al dorso decía «Para la más hermosa chica y su bella pancita. Carlos», el parecido con el abuelo era notable, tenía una sonrisa radiante.
En el fondo de la cajonera estaba un pequeño cofre, contenía un diario, la tapa decía: «Julieta y Carlos. Diciembre 1981», en la contratapa había pegada una foto de una pareja joven, eran Julieta y Carlos. Eran sus padres, el diario pertenecía a Julieta, todas las páginas expresaban recuerdos de momentos lindos junto a Carlos. A mitad del diario concluía con un brusco cambio, la página estaba arrugada, tenía aureolas de manchas grises: «14 de septiembre, Celeste nació, no puedo soportar la pérdida de Carlos, llevaré a la bebé con sus abuelos».
De boca de un mal vecino, alguna vez había oído que a ella alguien la había dejado en la puerta de los abuelos en un canasto con algunos objetos. El corazón se le partió, y sus ojos se llenaron de lágrimas, pasó la noche llorando. Cuando salió el sol, buscó a la pareja que había trabajado en el arreglo de la casa, les pagó, cerró la casa y regresó a la ciudad.
El abuelo tenía razón.
miércoles, 27 de febrero de 2013
Aventuras de un joven marinero
12:58
Aventuras de un joven marinero, barco, cuentos infantiles, fogata, motín, naufragio, rescate
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Era un joven vigoroso. Había crecido aprendiendo el oficio de su
padre, que era pescador y le había contado cientos de historias acerca
del protector de los mares y de quienes se aventuraban en ellos, pero para el
muchacho eran solo cuentos.
Un día decidió embarcarse
en una enorme nave que recorría los siete mares. Esta era su primera
experiencia como marinero de verdad. Estarían todo un año viajando de puerto en
puerto.
En la entrevista con el capitán, este le dijo: «Tal vez si la
providencia nos es favorable, estaremos de regreso en un año». Desde ese
momento empezó a recordar las historias de su padre, quizá no fueran cuentos.
Dejó sus pensamientos en blanco y se dispuso a realizar sus
faenas: como aprendiz del barco, su deber era mantener la cubierta limpia,
lavar el piso varias veces al día porque al capitán no le gustaba ver los
excrementos de las aves que revoloteaban el barco, se pasaba el día espantando
a cuanto pájaro se posaba en la cubierta.
Los primeros meses fueron muy satisfactorios, pareció agradar
con su trabajo al capitán y, en recompensa, tenía el día libre cada vez que
atracaban en algún puerto. Para él, era una buena oportunidad porque le
permitía conocer a la gente de esas ciudades. Aunque el lenguaje le resultaba
incomprensible, con un poco de habilidad para hacer señas, conseguía
comunicarse. Siempre había creído que todo el mundo hablaba el mismo idioma que
él.
Después de varios meses
en alta mar, el capitán reunió a toda la tripulación y dijo que la temporada de
tormentas comenzaría pronto, que era necesario que cada marinero tuviera
siempre una cuerda de seguridad a mano, con la que debieran atarse a la
embarcación en caso de un temporal.
El joven aprendiz no tomó con seriedad las recomendaciones del
capitán. Cinco días después de zarpar del puerto, se vieron cubiertos por
gigantescas nubes, que parecían tragar el océano, las enormes olas producidas
por los vientos, amenazaban con devorar el barco y aplastarlo como si se
tratará de un cascarón de nuez. Una ola gigantesca arrasó la cubierta, y lo
arrancó del mástil que abrazaba. Cuando abrió los ojos, estaba sumido en el
oscuro océano. Solo un pensamiento vino a su mente: «¡Oh, Dios misericordioso,
apiádate de este joven incauto!». No había terminado con su plegaria cuando
sintió que algo lo succionaba y sintió un calor abrasador. Cuando despertó,
estaba tirado en una playa.
Pasó mucho tiempo en la solitaria rivera, no sabía si estaba en
una isla o en alguna costa despoblada. Como un experimentado pescador, se
proveyó de alimento fresco cada día en la orilla: moluscos, cangrejos y
cornalitos; su vida estaba embargada de idilio. Si alguna vez lo hubiera
pensado, tal vez nunca habría planeado la subsistencia que llevaba: el clima
era agradable, la comida abundante, el agua de la costa era cristalina.
Una madrugada cuando en el cielo aún brillaban las estrellas, un
sueño muy vivido le había despertado. En el sueño vio que un barco pasaba por
la costa, él agitaba las manos y gritaba cuanto podía, pero nadie lo oía. Ese
día pensó que algo sucedería, sintió que debía hacer algo; subió a la colina
más alta, preparó una hoguera con muchas ramas frescas para alimentarla.
Pasó el día junto al fuego, pero no hubo indicio de embarcación
alguna. Por la noche, se recostó cerca de la fogata; debido ala brisa que
soplaba, puso más ramas, para calentarse un poco mientras dormía. El rocío de
la mañana lo despertó, del fogón solo quedaban pequeñas brasas que chispeaban,
juntó yesca para avivar el fuego y, mientras soplaba las brasas, una imagen
paralizó su aliento. Miró a su alrededor y, cuando volvió a mirar la costa, un
barco estaba anclado.
Quedó sentado por un largo rato, hasta que vio que bajaban
un bote y cuatro hombres comenzaron a remar hacia la orilla. Fue entonces
cuando pensó que no era una ilusión. Presuroso, descendió hacia la playa. Para
cuando llegó, los hombres bajaban del bote. Con un poco de temor, fue caminando
hacia ellos, uno de los marineros dijo algo mientras agitaba las manos, como
saludando, pero él no comprendía esa lengua. Cuando los tenía casi a seis
pasos, uno de ellos se inclinó como haciendo una venia, el joven les dijo:
«¿Quiénes son, de dónde vienen?», otro marinero, presuroso, contestó que venían
de tierras muy lejanas, que, debido a una tormenta, se habían visto obligados
a tirar todas sus provisiones al mar, junto con toda la carga que
llevaban. Hacía cinco días que no tenían agua.
La agitación de la tripulación era la gran preocupación del
capitán del barco, que era quien había hecho el saludo inicial. Para esa noche
sus hombres estaban planeando un motín. El capitán, en su desesperación, había
clamado por ayuda divina, pues su vida estaba en peligro. Fue entonces cuando
oyó del vigía: «¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!».
En el horizonte de la oscuridad habían visto el brillo del
fuego, se aproximaron a la costa y echaron anclas. El clima en el barco había
cambiado, el ánimo de la tripulación era distinto. El joven les proveyó de
agua, frutos y cocos. Pasaron tres días cargando el barco. Cuando el joven
contó cómo había llegado a ese lugar, el capitán se puso erguido, conocía el
barco y a su capitán, estaba al tanto de lo sucedido, solo un hombre se había
perdido en esa tormenta, el muchacho agitando enérgicamente su cuerpo, les
decía que era él quien había caído al mar. Los ojos le saltaban del rostro
cuando lo decía.
El capitán le ofreció viajar con ellos de regresó a su casa. Ambos
supieron que no había sido casual su encuentro, la providencia había estado del
lado de ellos.
viernes, 11 de enero de 2013
Extraño encuentro
19:10
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Hacía mucho tiempo mi abuelo me contó algo que le había cambiado
la vida fue una noche, mientras hacía un viaje de aventura en un paraje alejado
entre densos bosques y montañas que parecían tocar las nubes con sus picos
afilados.
Esa noche, como habitualmente, se dispuso a dormir en una cueva. Había caminado todo el día; agotado, preparó una comida en un fuego que improvisó con ramas que abundaban en el bosque y comió arroz con atún enlatado; para permanecer abrigado recolectó una buena cantidad de leña, que iría tirando al fuego para mantenerlo avivado durante la noche, también esto lo protegería de los animales que estuviesen merodeando por esos parajes.
Esa noche, como habitualmente, se dispuso a dormir en una cueva. Había caminado todo el día; agotado, preparó una comida en un fuego que improvisó con ramas que abundaban en el bosque y comió arroz con atún enlatado; para permanecer abrigado recolectó una buena cantidad de leña, que iría tirando al fuego para mantenerlo avivado durante la noche, también esto lo protegería de los animales que estuviesen merodeando por esos parajes.
Muy pasada la medianoche, un soplido de respiración profunda lo
despertó, del fuego solo quedaban pequeños trozos de brasas chispeantes, la
oscuridad era densa, el cielo estaba cubierto de pesadas nubes, que amenazaban
descargar sus pesadas bodegas. Se levantó para avivar las brasas con ramas
pequeñas hasta que las llamas iluminaron aquel lugar.
Cuando volvía para su improvisada cama, una imagen lo paralizó,
parecía un robusto toro, pero no era un animal, la figura de este ser estaba
marcado con gruesa musculatura. Aunque el abuelo era alto, se vio tan
disminuido que apenas lo alcanzaba al pecho. Esa respiración profunda que lo
había despertado tenía un origen, tan solo a unos pasos los separaba, nunca
antes había sentido tan fuerte el crepitar del fuego. Tras un largo rato de
observarse mutuamente, simplemente, este individuo se dio vuelta y desapareció
en la oscuridad del bosque.
Al siguiente día cuando amaneció, pudo ver las enormes huellas
que había dejado, sacó un molde de esas huellas, cuando volvió para su casa, lo
guardó en un altillo.
En una de mis tantas
travesuras y juegos a las escondidas, encontré ese molde, medía como tres
palmas mías. Ese día después de la cena, le pregunté al abuelo de quién era esa
huella, entonces me llevó a la estufa de leña, avivó el fuego y me contó la
aventura de ese viaje y ese extraño encuentro.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
Tormenta en la montaña
12:56
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Habían entrenado durante seis
meses para una vacación de turismo aventura. Ambos habían preparado todo para
el viaje; para reducir costos, sacaron boletos de tren con varios meses de
anticipación e hicieron compras de víveres para dos semanas. Las mochilas
estaban a su límite de carga.
El viaje en tren ya fue una aventura, las demoras en la salida, el
hacinamiento de los pasillos; eso sí, fue un buena ocasión para hacer amigos y
recabar más información del lugar de su destino, laguna Diamante. El camino era
de ripio, en un tiempo en esa zona trabajó una empresa canadiense, extraían
minerales valiosos como el tungsteno, el cambio monetario hizo que la empresa
se retirara hace quince años. El campamento minero quedó como un pueblo
fantasma. En sus mejores tiempos estaba habitado por casi tres centenas de
familias, las que contaban con todas las comodidades de una pequeña ciudad:
hospital, una proveeduría amplia, un cine, canchas deportivas, iglesia, y hasta
un puesto policial.
Cuando los jóvenes aventureros
llegaron al pueblo, apenas encontraron a dos decenas de personas, quienes aún
se dedicaban a la minería, aunque en condiciones muy precarias, no contaban con
energía eléctrica, el agua la tenían que buscar en un arroyo que fluía
hacia la laguna. La vista de la laguna desde el campamento era maravillosa,
girando la mirada para la izquierda estaba la razón por la que habían hecho el
viaje, una piramidal montaña con un pico que era una corona de un volcán
extinto.
Levantaron sus carpas en lo que había sido una
cancha de básquet, estaba en un lugar protegido de los fuertes vientos que
soplaban. Luego de merendar, se dispusieron a explorar un poco el
lugar. Recorrieron todo el pueblo, todas las casas estaban abandonadas, las
mejores eran los que estaban ocupadas por los mineros, que, por el tipo de
construcción, tal vez habían pertenecido a los propietarios de la mina,
parecían fortalezas, muy diferentes a las casas de los obreros que
eran muy modestas y estaban dispuestas de a cinco, una al lado
de otra, en columnas de diez hileras, de las que había como seis
filas. Descendieron hasta la laguna, el agua era muy fría, pero cristalina, no
parecía haber vida en el lago, aunque los pobladores les habían dicho que en
épocas de pesca llegaban a sacar peces.
Caminaron casi hasta el otro
extremo del lago, curioseando, tomando fotos, sencillamente, disfrutaban
del lugar, las nubes parecían que estaban a su alcance, una tras otra
pasaban impulsadas por el viento. Sin darse cuenta de la hora, la noche
los sorprendió en un santiamén. El retorno al campamento se hizo muy largo,
debido a la oscuridad de la noche, densas nubes cubrieron el cielo, la ansiedad
por llegar a sus carpas era notoria en su respiración agitada: Pequeñas
gotas de agua comenzaron a caer, sus pisadas cada vez eran más rápidas; de
repente, un fuerte trueno dejó caer un rayo que iluminó la
montaña, ambos cayeron al piso por el estruendo, el eco resonó entre las
montañas, corrieron hasta la primera casa que estaba a la vista, la lluvia se
hizo más copiosa, para cuando llegaron a la casa, estaban completamente
empapados.
Con el corazón en el cuello,
llegaron a cobijarse de la lluvia en una precaria casa, ahora al menos tenían
un techo que los cubría. No terminaron de sentarse en el piso cuando cayó otro
rayo que iluminó la habitación, el estruendo fue tal que, con las
manos en la cabeza, la enterraron entre sus piernas, el pánico se apoderó de
ellos; la ropa mojada y el frío ya no eran un tema del cual ocuparse, los
truenos retumbaban en el oscuro cielo. Todas las horas de entrenamiento que
habían hecho no los habían preparado para una situación como esta, no
había una palabra de aliento en ninguno de ellos. Sus pensamientos era
volver lo más pronto posible a sus casas. Qué los había
llevado a esos parajes tan lejanos, todos sus planes en cuanto a la
ascensión a la montaña los estaban replanteando, qué sería de ellos en una
noche como esta, en medio de la montaña, sencillamente, era inimaginable una
escena así. En silencio, acurrucados en una esquina de la casa, pasaron la
noche. No tomaron en cuenta en qué momento cesó la lluvia, agotados por la
tortura nocturna, quedaron profundamente dormidos.
Cálidos rayos de sol iluminaron muy temprano la habitación, el
canto de un pájaro posado en la venta los despertó, entumecidos por el piso de
piedra, se pusieron de pie para estirar las extremidades, sus miradas estaban
llenas de perplejidad.
Nunca antes habían estado en una situación como esa.
jueves, 6 de diciembre de 2012
Amistades rotas
12:56
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Se habían conocido el último año del secundario. Uno de ellos era de contextura pequeña, pero robusta; tenía un problema, era tartamudo. El otro era alto, de rulos rubios y delgado. Éste había crecido en una familia que había emigrado al país del norte cuando él era un niño y también tenía dificultades para expresarse, le costaba leer con soltura.
Cuando el traga llegó a su casa, quiso jugar en la flamante
MacBook, sorprendido, encontró en la mochila dos tabla de cocina. El hermano menor con quien compartía la habitación, al verlo lloroso y cara de angustia, alertó a su padre de lo ocurrido. El padre llamó inmediatamente a la policía, fueron a la comisaría para hacer la denuncia de lo ocurrido esa tarde. Cuando fue dando los nombres de los muchachos, uno llamó la atención de los policías, Fabricio Tellenbach; el comisario envió rápidamente una patrulla al domicilio de Fabricio, la desilusión fue mayor que el ver las tablas de cocina en la mochila.
No pasó mucho tiempo hasta que se hicieron amigos, las diferencias entre ellos hacían que surgieran rencillas y hasta algunas peleas a puño limpio, repentinas.
El pequeño era hábil en muchas cosas cotidianas, la vida rigurosa que había llevado, había hecho ingeniarse de mil maneras para salir adelante. Quedó huérfano de padre a los diez años, y nunca había conocido a su madre porque había fallecido cuando él era un bebé.
La mayor parte de su vida la había pasado en la casa de sus abuelos, estos eran muy ancianos y dependían de él para todos los mandados. Cuando la comida escaseaba, siempre se ingeniaba para llevar algo a la casa. Los abuelos le preguntaban: «¿De dónde consigues el dinero para las compras?», la respuesta que daba era: «Hice un trabajo bien hecho, y el jefe me regaló estas cosas».
Transcurrió el tiempo y con veintiún años estaba terminando el secundario, con simpatía se había ganado la confianza de todos sus compañeros y profesores. En ocasiones desaparecía por una semana, la explicación era: «Mi abuelo se enfermó, me quedé a cuidarlo».
Pero no conocieron realmente a este amigo hasta después de la graduación del secundario. Los muchachos se juntaron un domingo para un asado, luego de un partido de fútbol Uno de ellos había llevado una flamante portátil MacBook, era el regalo de sus padres por haber terminado el secundario con las mejores notas. Era el traga del curso, pelito corto, anteojos de carey y camisa impecable. Alguien trajo una peli, pasaron la tarde haciendo pesadas bromas entre ellos. Cuando se puso el sol, dejaron la peli y comenzaron con el truco. Ahí sí que se pusieron los ánimos fuertes, nadie quería quedar sin una ronda ganada. Iban y venían las discusiones, entraban y salían de la casa buscando el baño. Hasta que el padre del anfitrión tuvo que poner fin a la jarana, simplemente pidió que se retiraran.
Dos días después, por boca de uno de los chicos, se enteró de que su amigo estaba preso. Quedó paralizado, cuando indagó qué había ocurrido, se fue informando de que el muchacho simpático no era tal, hacía varios años que cursaba el último año para relacionarse con chicos de cierto nivel económico a los cuales hacía sus víctimas.
MacBook, sorprendido, encontró en la mochila dos tabla de cocina. El hermano menor con quien compartía la habitación, al verlo lloroso y cara de angustia, alertó a su padre de lo ocurrido. El padre llamó inmediatamente a la policía, fueron a la comisaría para hacer la denuncia de lo ocurrido esa tarde. Cuando fue dando los nombres de los muchachos, uno llamó la atención de los policías, Fabricio Tellenbach; el comisario envió rápidamente una patrulla al domicilio de Fabricio, la desilusión fue mayor que el ver las tablas de cocina en la mochila.
Por el historial policial, conoció que Fabricio había terminado el secundario en un centro de rehabilitación de menores, donde fue un alumno destacado, había quedado libre por buena conducta. Lo habían llevado a ese lugar por una larga lista de delitos: hurto de todo tipo de objetos, portafolios y carteras; los lugares eran tan diversos que eclipsaban el arcoíris más luminoso.
En el grupo nadie se atrevía a decir algo, todos estaban tan impactados que no se atrevían a mirarse la cara uno al otro, estaban turbados, en ningún momento pensaron que Fabricio pudiera tener semejante prontuario. Entre los objetos que la policía recuperó estaba un microscopio; cuando lo vieron quedaron descorazonados, todos habían recibido amonestaciones, eran cuatro los aparados que habían desaparecido del laboratorio de biología.
La policía verificó el número de serie dela MacBook con la boleta de compra, firmaron unos papeles, y el padre y él regresaron a su casa. El joven tenía el corazón partido.
lunes, 26 de noviembre de 2012
Estampida en la noche
El galope de los caballos era ensordecedor. Llovía a cántaros.
Escondido, Gabriel estaba aterrorizado.
La fuerte tormenta había alterado a la familia, que estaba
inquieta por la situación. Gabriel y su padre habían salido para tranquilizar a
los corceles en el establo.
Durante toda la primavera, el muchacho había seleccionado los
mejores ejemplares y los había tenido bajo celoso cuidado y protección. El
resto de los equinos, que superaban la centena, se guardaban en el corral.
Ese año no había sido mejor que otros, la demanda de animales
había sido escasa. Varias décadas atrás, cuando el rancho era cuatro o cinco
veces más grande, las cosas habían sido diferentes, pero las épocas habían cambiado,
ya no disponían de vaqueros contratados, ahora la familia tenía que realizar
todas las labores.
El invierno se había iniciado; con él, la temporada de lluvia y
tormentas eléctricas.
El padre lo había enviado a la caballeriza, mientras que él iba
para el corral. Un rayo había caído sobre el árbol que estaba a un par de
metros de la parte posterior del pesebre. Fue tan estruendoso, que Gabriel pegó
un grito y se tiró al piso, como intentando sumergirse bajo la tierra.
Las continuas patadas de los caballos le habían hecho levantar
la mirada, y había visto el establo en llamas, el árbol prendido fuego, y cómo
este había saltado para el cobertizo.
El muchacho se había
levantado y corrido para abrir la puerta principal, luego había liberado los
frenéticos caballos, que golpeaban con los cascos la cuadra; había terminado de
soltar el último cuando la parte posterior se desplomó.
Gabriel había corrido tras un peñasco y se había escondido de ese
infierno.
martes, 20 de noviembre de 2012
El niño del barrio
Los
chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio.
Muchos
de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos
escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo.
De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela,
tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; cuando terminaba el
partido el niño desaparecía.
Los chicos se quedaban para repartir algún helado de agua o barritas de hielo
saborizado; compartían cuentos y chistes; una tarde invitaron al niño para
quedarse un momento, para conocer algo de él; hablaba poco, como no conseguían
mucha información, intentaban persuadirlo para que contara algo sobre él y de su
familia.
—Si nos
dices dónde vives, te dejamos tomar el helado —Uno de los chicos del grupo puso
a su alcance el helado de agua.
—No tengo
calor —contesta el pequeño.
—Pero si
tienes hambre puedes tomar el helado —insistían.
—Cuando
tengo hambre me como los sapitos. —responde desmereciendo la oferta.
—¡Qué! —Los
niños con ojos saltones, no daban crédito a lo escuchaban.
—Son ricos,
a que no lo prueban —El desafío se había revertido.
—Si vos lo
comes, yo los comeré —Un niño del grupo acepta el reto.
—Bueno, conozco
dónde hay muchos —Se levantaba del piso y salía corriendo.
—Vamos a
ver a donde se dirige —dijo uno de los chicos y siguieron al niño.
Tras
correr cuatro cuadras, llegaron a donde había un arroyo y pequeños estanques de
agua; estaba cubierto de una especie de diminutas plantas acuáticas que cubrían
los charcos, como si fuera una alfombra, era de color verde agua. No tardaron mucho cuando
vieron pequeños puntos negros que se movían sobre el manto.
Con
mucha pericia el niño atrapa una y se lo alcanza al niño que había aceptado el
reto, esté con cara melindrosa estiraba la mano, cuando sentía en la mano las húmedas
patitas de la ranita, el niño pega un grito, agitando la mano tira
al anfibio al charco.
El
niño irrumpe en carcajada y atrapa varias, con el puño cerrado se fue dando
pequeños saltos mientras llevaba a su boca su captura.
jueves, 8 de noviembre de 2012
Familia asfixiante
13:09
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Era una típica familia de barrio. Norberto había crecido como lo
hacen los hijos únicos, aunque no lo era; sus padres habían perdido al
primogénito cuando este era un niño.
Desde que Norberto nació, había recibido toda la atención y
cuidado de sus padres.
Él solo deseaba un poco de libertad. Como los tiempos eran
difíciles y no podía insertarse laboralmente, había decidido seguir el rumbo
que muchos de sus amigos de facultad habían tomado.
Había resuelto irse a Europa, en busca de una oportunidad
laboral era su pretexto; progreso económico camuflaba la verdadera intención
que ocultaba. Comunicar a sus padres esta iniciativa sería muy difícil, para
ellos Norbertito aún seguía siendo el nene de la casa, aunque ya se había
graduado la facultad.
Esperó un día relajado y tranquilo. Volcar su interés por un
viaje traería complicaciones que tendría que pulir. Mientras transcurrían las
semanas, había estado haciendo provisión de recursos, había preparado: el
pasaporte, ubicó un amigo en el lugar de Europa al que llegaría y reservó un
boleto aéreo. Entonces calculó el próximo fin de semana largo para contar sus
planes a sus padres.
Tenía todo listo. El día indicado había llegado.
—El asado de hoy fue genial —dijo el padre.
—Sí, esta vez encargué ternerita.
—¿Dónde lo conseguiste?
—Un amigo que tiene campo me recomendó una carnicería, dijo que
su familia era su proveedor de ganado.
—Y ¿dónde vive tu amigo?
—En Europa.
—¿Cómo es eso? ¿No me dijiste que era del campo?
—Sí, su familia cría vacunos, pero él consiguió un trabajo allá,
¡está muy bien!
—Pero si el ganado es lo que más dinero da en este país —comentó
la madre.
—Él trabajó en el campo hasta que se vino a estudiar a la
ciudad, se graduó de ingeniero y pensó que sería una picardía que, con un
título bajo el brazo, estuviera cuidando vacas.
—Pero Bertín, hay que ser realistas, se vive cómodo cuando el
dinero abunda —volvió a intervenir la madre.
—Sí, la verdad que de eso quería hablarles hoy.
—¿De qué? Nunca te hicimos faltar algo, te hemos dado todo
cuanto necesitaste. —Levantando la cabeza con aire de suficiencia, el padre
fijó la mirada en su hijo.
—No papá, no quise decir eso. Mi amigo consiguió un empleo tan
bueno que le permitió ahorrar en un año lo que acá no lograría ni en diez.
Cuando vino de vacaciones, se compró una cuatro por cuatro. ¿No les parece
bueno eso? —Sus padres se miraron uno al otro con cara de desconcierto.
—¿Qué es lo que quieres decirnos? —frunciendo las cejas,
intervino la madre
—Los quiero tanto… me gustaría devolverles todo lo que han hecho
por mí, ahora el turno para apañar es mío, y me agradaría que no se privaran de
algunos lujos que el mundo ofrece. …Má, te has estado quejando del lavarropas
que ya no centrifuga. Pá, ya no tendrías que ir al bar para ver el partido de
fútbol en la TV LCD. ¡Tendrías una acá! —El tono de voz sonaba tan convincente,
pero sus padres no mostraban un pelo de entusiasmo, se los veía hundidos en sus
asientos.
—¡Qué! ¿Acaso quieres irte? —dijo el padre.
—En esta casa no hace falta nada. —La madre se resistía a
admitir la propuesta.
—Mi amigo habla con su familia todas las semanas, solo habilitó
su celular allá, y lo llaman al mismo número que tenía acá mientras
estuvo estudiando. Por eso sé tanto de él, porque le envío mensajes de
texto, y él a mí. —El aspecto de sus padres se fue relajando suavemente.
Para contagiarles su
entusiasmo, fue a sentarse al sofá en medio de ellos, abrió sus brazos y los
estrechó; simultáneamente, les propinaba pequeñas palmaditas.
Ellos se habían rendido. Ahora solo quedaba decirles que su
vuelo salía en quince días.
martes, 30 de octubre de 2012
La alarma en la quinta
12:18
carnaval, cuentos, fiesta de fin de año, gilera, la alarma en la quinta, motocicleta, policia, robo
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El ruido de la alarma los hizo salir abruptamente de la casa. Subieron a la motocicleta y desaparecieron en la oscuridad.
Los propietarios, exaltados, llamaron a la policía. Era una típica casa quinta con escasos vecinos. Fue casual que ese día ellos decidieran pasar la noche a ese lugar, solo iban los fines de semana largos o fiestas de fin de año. El lugar era ideal para juntar a toda la familia. Cuando la abuela aún vivía, las reuniones familiares se hacían todos los fines de semana; la casa estaba siempre impecable. Cuando ella falleció, la casa fue abandonada, nadie se hizo cargo de los cuidados y de los arreglos. Se hacían esporádicas visitas, una vez por mes, solo para pagar las boletas, dejar un encargo para determinado trabajo.
Cacho y Tincho eran dos jovencitos que vivían en los ranchos que estaban a un kilómetro de la casona. En varias ocasiones habían estado en ese lugar realizando algunas tareas: cortando el césped, cuidando los animales y podando los árboles.
Se venían los carnavales, y los jóvenes buscaban algún dinero extra, deseaban pavonear con las chicas. Los recursos ganados con esfuerzo no eran suficientes para hacer alarde en las fiestas. Entonces pergeñaron un plan malvado. Tomarían alguna herramienta de la casona, luego lo venderían, el plan parecía sencillo, nadie notaría una herramienta faltante. Ambos sabían que la motosierra de la quinta sería fácil de liquidar.
Decidieron buscar a Carlos, amigo del vecindario, que tenía un taller de motos, para que les prestara una moto vieja, de esas que no podía vender, le propondrían probarla y, si les gustaba, tal vez se la comprarían. En realidad, solo deseaban usarla para su fechoría.
Pusieron en condiciones la moto, compraron un bidón de combustible y el aceite para la mezcla. El plan de los jóvenes era llegar con la moto apagada hasta la calle de la quinta, dejarla e ingresar por el agujero que ellos conocían en el alambrado. Tomarían la motosierra y escaparían. Pero no salió como ellos lo habían pensado.
Ignoraban que la casa tenía alarma, nunca habían visto que alguien fuera a instalarla. No bien abrieron la puerta del establo, un ruido ensordecedor los oprimió con terror y pánico. Inmediatamente corrieron por el camino por el que habían entrado. Uno de los perros los siguió hasta la calle, pero como los conocía, no les ladró.
Llegaron asustados a la casa de Tincho. Estaban aterrorizados porque desde el patio oyeron las sirenas del patrullero que se dirigía a la casona. Pasaron la noche en vela y sobrecogidos, se limitaron a mirarse la cara uno al otro, no tenían palabras.
jueves, 25 de octubre de 2012
Rituales sangrientos
12:55
aventura, bisontes, cuentos, estampida, lobos, parapente, rituales sangrientos, ruído, videocámara
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El
aire tenía un sabroso perfume veraniego. La brisa era agradable en el
acantilado; el horizonte lucía de rojo intenso, en cuestión de minutos la
oscuridad cubrió la pradera. Salton y Roger, amigos de aventuras, habían hecho
un viaje de cientos de kilómetros para observar un espectáculo que solo se
repetía una vez al año.
Habían planificado el acecho desde dos puntos: un montículo de
rocas en la planicie, y el otro tendría una visión desde la altura.
Dos semanas de espera estaban agotando las provisiones, tenían
un campamento instalado donde pasaban los días. Dos carpas hacían de
dormitorio, donde guardaban aislantes, bolsas de dormir, ropa extra y de abrigo
para las noches frías; cada uno ocupaba su tienda; para los alimentos tenían
otra con utensilios, un quemador, cacerola, alimentos no perecederos y frutos
secos.
El montículo de piedras estaba a ochocientos metros de las
tiendas, tenía una forma circular, parecía un lugar que alguna vez tuvo uso,
estaba en medio de la pradera, todas las rocas debieron ser traídas de la
montaña que estaba a dos kilómetros, tenían casi setenta centímetros de alto
por un metro de largo, el lugar estaba abandonado habían piedras caídas del
muro y la trinchera estaba llena de tierra; se podían ver rastros de carbón.
Un día, mientras almorzaban, un temblor de la cacerola los
sobresaltó. Salieron del comedor, a la distancia una nube de polvo en la
pradera hizo que se iluminaran sus rostros, tiraron sus platos y se dispusieron
a trabajar, el momento había llegado, extendieron el parapente, ajustaron los
seguros, encendieron el motor y uno de ellos se dejó impulsar por las hélices.
En solo unos minutos había tomado altura, el rostro de Roger estaba extasiado por
el panorama de la manada que corría por la planicie.
Salton corrió y se
instaló en el montículo, tenía una videocámara lista para capturar el paso de
los animales. Cuanto más se aproximaban, más intensa sentía la vibración del
suelo, el galope sincronizado de miles de pezuñas era estremecedor, el ruido se
hacía más potente. Instalado sobre una roca, armado de su cámara, esperaba,
listo para el paso de la manada.
Roger
hizo un giro sobre el campamento y se dirigió a enfrentar la manada, la
extensión de la nube cubría cuatrocientos metros de longitud. El polvo
alcanzaba la altura del piloto. Venían del otro lado de la montaña, acorralados
por el acantilado del río y las paredes de la montaña, seguían el único camino
posible. Atrás de la manada había una jauría de lobos que corrían, desde la
altura se podía ver que la persecución estaba acompasada, una hilera de lobos
estaba controlando la estampida.
La
manada estaba dirigiéndose hacia el montículo de piedras. Salton en cuestión de
segundos, se vio frente a frente de penetrantes miradas y hocicos con furiosos
resoplidos, todos estaban siendo conducidos hacia él, antes de que pudiera huir
se tiró al pozo, levantó la mirada y observó pezuñas y panzas peludas volar
sobre su cabeza, se cubrió su rostro con las manos y lo escondió entre las
piernas. Estaba estremecido y aterrado.
En la
altura, el pavor hizo que el corazón de Roger palpitara hasta la agitación, el
montículo literalmente había desaparecido en el mar de lomos peludos. Con todas
la fuerza que el motor podía generar, sobrevoló una y otra vez hasta que
desapareció la manada, cuando aterrizó, encontró entre las rocas dos terneros
de bisonte aplastados por el tumulto, Salton salió de su escondite, con las
piernas aún temblorosas. Se disponían a observar a las víctimas cuando
sintieron que un círculo de miradas giraba a su alrededor.
El instinto de
supervivencia los hizo remontar el parapente para salir de la pradera hasta el
otro lado del acantilado, desde ese lugar, sobrecogidos, vieron como los lobos
desgarraban a los terneros. Antes de que el sol se pusiera en el horizonte, no
había quedado nada de las victimas.
La
estampida de los bisontes resultó en un ritual sangriento, era una cacería.
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