martes, 12 de noviembre de 2013
Viaje en el vagón del tren I
Un hombre, como de treinta años, subió al vagón cargado de chucherías en la mano; buscó un espacio libre en una esquina del tren y se sentó en el piso.
Tenía un gorro de visera, oscuro de mugre acumulado de varios meses; pelo largo hasta los hombros, estaba apelmazado por la grasitud del cuerpo; su rostro estaba marcado de largas arrugas, curtidas por el sol y el frío, su abrigo y pantalón raído, las mangas le colgaban de los hombros y el bota pié tenía las costuras rotas, le flameaban con el viento del tren.
Sentado, tomó una lata de cerveza vacía, con destreza le hizo una pequeña abertura, a dos dedos de la parte inferior del envase, con la yema del dedo medio hizo un pequeño cuenco en el corte.
Prendió un cigarrillo y lo sostuvo en los labios mientras se quitó una de las viejas y roñosas zapatillas; de un pequeño orificio de la tela interior extrajo un pequeño envoltorio, lo manipuló entre los dedos, hasta que consiguió desatar el nudo, sacó un billete seminuevo; con movimientos torpes tomó un pedazo del terrón blanco ocre, con las yemas de pulgar y el índice, los refregó hasta que quedó desmenuzado, quedaron del tamaño de los granos de azúcar, y los esparció en el billete; ató el manojo y volvió a guardarlo en el lateral de la zapatilla, tomó el billete y lo envolvió en media docena de dobleces.
De entre las chucherías sacó un sorbete, buscó en los bolsillos y extrajo un encendedor, dobló el sorbete en un extremo a tres dedos de una punta, cortó con el fuego al mismo tiempo lo selló, aplastándolo con los dedos el extremo pequeño que había cortado, mientras aun estaba caliente el plástico; volvió a extraer el billete y lo desdobló, en el pequeño tubo de sorbete cargó su dosis dentro del mismo.
Sobre la abertura de la lata puso toda la ceniza de su cigarrillo, hasta pidió a otros que fumaban en el vagón que le convidaran la ceniza, avivando con pequeños soplidos, volcó sobre las cenizas la mitad del contenido del pequeño tubo; llevó la lata hacia su boca, desde el orificio para beber el joven aspiró con fuertes bocanadas el humo y los vapores de los cristales; hizo esto hasta que se consumió todas las cenizas; insatisfecho, volvió a volcar ceniza desde el cigarrillo y cristales desde el tubo de sorbete agotando su contenido; varias aspiradas terminaron con la segunda carga; quedó con la mirada lejana sentado por unos minutos, mientras enciende otro cigarrillo y vuelve a repetir todo otra vez.
Sus días transcurrieron afanados por obtener esos minutos de placer efímero, sin tomar en cuenta que su vida se agotaba como un cigarrillo que se consume ante el incandescente fuego.
martes, 9 de julio de 2013
¿Cómo eliminar el texto del footer en Joomla 2.5?
0:45
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Abrir el archivo que está en la carpeta templates: www/joomla25/templates/beez_20/index.php para las instalaciones por defecto de esta versión, de usar otro templates busca en está carpeta del templetes que estés usando
En la línea 16 de index.php se determina la variable de los módulos que deseamos eliminar o cambiar.
$showbottom= ($this->countModules('position-9') or $this->countModules('position-10') or $this->countModules('position-11'));
Donde las posiciones: ‘position-9’, ‘position-10’ y ‘position11’ son los que se muestran en los "box box1", "box box2", "box box3", de las líneas 222, 223 y 224.
<?php if ($showbottom) : ?>
<div id="footer-inner">
<div id="bottom">
<div class="box box1"> <jdoc:include type="modules" name="position-9" style="beezDivision" headerlevel="3" /></div>
<div class="box box2"> <jdoc:include type="modules" name="position-10" style="beezDivision" headerlevel="3" /></div>
<div class="box box3"> <jdoc:include type="modules" name="position-11" style="beezDivision" headerlevel="3" /></div>
</div>
</div>
<?php endif ; ?>
‘position-9’, position-10’, position-11’; son tomados de la base de datos de Joomla que están en la tabla: `####7_modules`
Para eliminar el cartel de: ‘Joomla! en tu idioma’, ‘Cursos Online’ y ‘Diseño y Hosting Joomla!’; la mejor opción es eliminar el texto desde la tabla en ‘####7_modules’; en la columna: ‘position’ buscamos las ‘position-9’, position-10’, position-11’; editamos una por una en la columna: ‘params’ que tiene en el campo: {"target":"1","count":"1","cid":"1","catid":["15"],"tag_search":"0","ordering":"0","header_text":"","footer_text":"Joomla! en tu idioma","layout":"_:default","moduleclass_sfx":"","cache":"1","cache_time":"900"}
Eliminamos el texto que está en, "footer_text":"Joomla! en tu idioma", Joomla! en tu idioma, o si te parece bien, sustituir por algo que te gustaría anunciar en ese campo. Repetimos el proceso con: position-10 y position-11
Una opción sencilla sería cambiar el comando:
$showbottom = ($this->countModules('position-9') or $this->countModules('position-10') or $this->countModules('position-11'));
Alterando el valor de la 'position-9' por 'position-19' la 'position-10' por 'position-110' y 'position-111' por 'position-111'
Con esto el anuncio desaparece inmediatamente, no siendo el caso de editar la base de datos que requería de reiniciar el servidor para que los cambios se produzcan, o esperar 15 minutos para que refresque el cache, determinado por el "cache_time":"900"
El mismo también se puede eliminar como administrador de Joomla en Extensiones – Gestor de Módulos. Desde el combo de –Seleccionar Posición- buscamos los: position-9, position-10 y position-11; editamos una por una, en el campo de ‘Texto de Pie’ si lo que deseamos es borrar el anuncio, dejamos el campo en blanco.
martes, 21 de mayo de 2013
Cuentos de pueblo
Cuando Jorge y Claudio llegaron a ese lejano pueblo, buscaron refugio en un bar. El viento soplaba furiosamente. El polvo levantado de las calles de tierra era arrojado en el rostro de quien se atreviera caminar por la aldea.
Era mitad de semana. El lugar parecía un pueblo fantasma. Los fuertes silbidos del viento los llenó de una especie de opresión. Claudio pidió un vaso de licor, Jorge se conformó con una gaseosa. Claudio se quitó el pesado abrigo de cuero y, con el sombrero que traía puesto, desempolvó su ropa. Jorge solo se quitó el rompeviento; ambos colgaron en un perchero sus prendas.
Jorge había llegado a esos parajes atraído por aventuras que había oído, traía la ilusión de ver todo cuanto había escuchado. Provenía de una populosa ciudad.
Claudio era viajante, recorría esa zona una o dos veces por mes, según fueran las demandas de sus clientes.
Comenzó contando de las épocas en que el pueblo era mucho más próspero:
—En esos tiempos sí que se ganaba bien.
—¿Hace cuánto que trabaja por estos lados? —preguntó Jorge.
—Y… como treinta años, era muy joven cuando llegué a estos parajes.
Empezó a relatar una anécdota de varios años atrás cuando el colectivo aún no llegaba al pueblo, y él y otros tres hombres habían iniciado el recorrido en mula desde el río hasta la mitad de la montaña, donde estaba el pueblo. Tenían cinco o seis mulas cada uno, con sus respectivas cargas. Era un día ventoso, como esa tarde; el viento había cubierto el cielo de polvo; la arena pegaba en el rostro como pinchazos de alfileres.
Había oscurecido temprano. Entonces decidieron cobijarse en una especie de corral con muros de casi un metro de altura. Como no encontraron la entrada, resolvieron aliviar a las mulas de sus pesadas cargas fuera del corral, les dieron de comer y se aprestaron a cenar la comida seca que habían llevado. Habían prendido un pequeño fogón, para calentar un poco de agua para tomar café caliente. Debido a la densa oscuridad, se habían dispuesto a dormir temprano, con la ilusión de tener un despejado amanecer y salir temprano rumbo a su destino. El viento no había dejado de soplar en toda la noche. El frío les había calado hasta la médula. Uno de ellos no había parado de quejarse en toda la noche, pegaba gritos que despertaban a los otros; como todos estaban cansados y paralizados por el frío, no se habían levantado a ver qué sucedía con su compañero de viaje.
A medianoche el cielo había cambiado de oscuro y cubierto de polvo a cubierto de pesadas nubes. Los gritos del desventurado, por momentos, se habían convertido en alaridos, como si se tratara de aullidos de algún lobo en busca de su manada.
Cuando los primeros rayos de luz se hicieron notar, las nubes habían comenzado a descargar sus pesadas bóvedas, el inclemente temporal no dejó de atormentar a los maltrechos viajantes, mezcla de lluvia y viento, y los sacó de su improvisado refugio. Al notar que uno de ellos no se había levantado, fueron a ver qué ocurría: el desventurado aún temblaba, acurrucado en posición fetal, parecía estar en trance, no respondía a los zamarreos que le propinaban sus compañeros.
Con un poco de agua arrojada sobre el rostro, lo habían despertado. Estaba muy asustado, escapó del refugio con un salto y observaba a su alrededor con mirada penetrante, intentando encontrar algo. Había trepado el muro y se había quedado paralizado. Un nuevo salto lo llevó al refugio y comenzó a alistar sus pertenencias mientras repetía:
—Me voy, me voy, me voy…
—¿Qué ocurre? La lluvia no va parar por un largo rato.
—Acá no me quedo un minuto más.
—El camino esta resbaloso, es peligroso andar por los senderos.
—¡Peligroso es permanecer en este lugar!… Me voy.
—¿Por qué te vas? ¿A dónde irás?
—Vuelvo a la ciudad y no pienso regresar nunca más.
—¿Qué harás con los pedidos? Tus clientes te estarán esperando.
—Que le pidan a otro, no pienso continuar con el viaje.
—Pero habíamos quedado en que al regreso iríamos de vacaciones a la playa.
—Tendrán que ir solos, me voy para mi casa.
—Pero ¿por qué tu cambio tan repentino? Hasta ayer todos los planes estaban bien.
—¡No ves lo que hay del otro lado…! —Tirando de la rienda de las mulas, había gritado.
Con paso apresurado, había desaparecido en los sinuosos senderos, que para esa hora se habían convertido en serpenteantes arroyos.
Nunca más se supo algo de él. En el pueblo de la rivera, quienes lo habían visto dijeron que tenía el rostro más pálido que alguna vez alguien había presenciado.
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Jorge.
miércoles, 10 de abril de 2013
Sueños rotos
Luciana, desde niña había soñado que sería
bailarina.
Había comenzado a estudiar en la academia de
danza a los diez años y llegó a ser una estudiante brillante. Muy jovencita,
había empezado a trabajar en una compañía de ballet con la que hacía giras por
todo el mundo, Sídney, París, Nueva York, y muchas otras capitales importantes.
Cada temporada significaba viajar de acá para
allá, terminaban una presentación en un teatro y tenían que preparar la
siguiente obra. Esta fue su rutina por dos lustros.
Su círculo de amistades se limitó a los
compañeros de la compañía, tuvo pocas oportunidades para hacer amigos durante
el secundario; mientras sus compañeros iban al viaje de egresados, ella estaba
en Tokio. Era la envidia de sus compañeros porque el propietario de la compañía
era un famoso bailarín, embajador cultural de su patria.
En una de esas giras, pasó lo inesperado: en un
ensayo, mientras realizaba un salto, cayó al piso; se oyó un fuerte ruido, de
inmediato la llevaron a emergencias médicas, pero la situación no podía ser más
desalentadora.
Con veinticinco años, Luciana había quedado
impedida para continuar con el sueño de su vida. El informe médico decía:
«fractura de cadera», su recuperación sería prolongada, y dependería de un
andador para movilizarse; todos sus ahorros de las giras los percibía en la
moneda local de su país, aunque las presentaciones las realizaban en Europa.
Las cirugías, la costosa prótesis y el largo
periodo de recuperación acabaron con sus ahorros.
Su escasa formación en otras áreas la relegó a
un puesto de vendedora en un quiosco en su ciudad.
jueves, 14 de marzo de 2013
Simpáticas guerreras
Salían
de detrás de los árboles. Eran tres ardillas juguetonas. Pasaban el día en el
parque haciendo piruetas y esperando que los transeúntes les tiraran alguna
comida.
Aparecieron en la plaza un día de verano, su espíritu travieso,
les hizo ganarse la simpatía de la gente. Aquellos que frecuentaban esa
plazoleta se habían acostumbrado a estos simpáticos petigrises, ellos trepaban
los árboles y bajaban unas tras otra vez, haciendo ruidosos silbidos,
arrancando contagiosas sonrisas a los caminantes. Estos, en retribución, les
llevaban alimentos que dejaban en el asiento más próximo.
Las pequeñas pronto aprendieron a diferenciar entre la bolsa de
papel vacío de otro con comida. Algunas familias del vecindario llevaban a sus
niños para que disfrutaran de las piruetas. Muchos deseaban atraparlas, pero la
astucia de los animalitos era mayor, se escabullían como un rayo trepando el
árbol más próximo.
Otros llevaban sus mascotas para que corrieran tras las
vivarachas. Una tarde, luego de un chaparrón veraniego, apareció un individuo
con un perro labrador, el hombre se había propuesto atrapar uno como botín de
caza. El perro era un animal criado en departamento, pero el instinto de
cazador pareció aflorar cuando vio a las ardillas.
El
dueño del animal había apostado con un vecino que esa tarde solitaria cazaría a
uno de esos bribones. Tenía toda su confianza en el labrador. Quitó la cuerda
del collar del perro y lo dejó correr tras las
pequeñas, que, adivinando la intención del animal, tomaron diferentes
direcciones, se apresuraron a trepar el árbol más cercano; desde una
rama, con los ojos saltones, observaban al can, entre silbidos bajaban de sus
refugios, provocando feroces ataques que, con mucha destreza, esquivaban, el
animal daba aparatosos choques contra los arbustos.
La
tarde de cacería se había convertido en un divertido entretenimiento para las
pícaras, que no paraban de acelerar su juego. El labrador fue provocado hasta
quedar lleno de rasguños; patinó tantas vez en el suelo húmedo que su pelaje
quedó lleno de barro por los traspiés y golpes que se había propinado.
Como
el can no se daba por vencido, una de las ardillas le hacía desistir de sus
intentos, dejó que lo corriera por toda la plaza, luego lo llevó justo donde
los arbustos tenía un cerco de metal, la ardilla se precipitó en un claro de
las ramas, del impacto se oyó un fuerte golpe, el labrador soltó un quejido de
dolor. Con la nariz cortada por el golpe contra la baranda, salió todo
magullado, la cabeza gacha y una pata coja, el retriever
blanco se retiró con el rabo entre las piernas.
Fue la última vez que lo vieron.
lunes, 11 de marzo de 2013
Secretos de familia
Era un día caluroso, la ruta estaba colapsada. Hacía casi veinte años que no hacia este recorrido, pero no recordaba esta ruta tan llena de vehículos.
Celeste vivía hace dieciséis años en la ciudad. Al partir de su pueblo, cuando apenas tenía dieciocho años, les había dicho a sus amigos del colegio: «Me voy a estudiar, seré médico». Fue su despedida. Desde entonces no había vuelto a la casa de su infancia.
El pueblo era pequeño, todos conocían la vida de los demás, la mitad de la gente vivía en el campo. El abuelo era jubilado ferroviario, había sido jefe de estación por muchos años, la abuela era una mujer dulce y hermosa. Tuvieron solo un hijo, que prestó el servicio militar en épocas de guerra y fue uno de los cientos que dieron su vida en el conflicto. Los abuelos nunca hallaron consuelo para esta pérdida. La madre y el padre habían sido compañeros de secundario. La madre, no bien había nacido, decidió dejarla con sus abuelos, quienes la criaron como a una hija; para ella eran sus padres.
Cuando tuvo edad suficiente, el abuelo una noche le contó la historia de sus padres, no quiso aceptar que ella era huérfana antes de haber nacido y que su madre la había rechazado, y creció con la idea de que sus padres eran ellos.
Terminó el secundario y decidió irse de casa. Desde niña había abrigado un sueño, ser médico. Durante diez años trabajó hasta quedar agotada, no tenía tiempo para diversiones ni vacaciones, solo largas noches de llanto. Fueron años difíciles que sobrellevó.
La abuela nunca dejó de llamarla, juntaba cuanto podía de su escasa jubilación para enviarle algún dinero. Era una mujer dulce, delgada, de ojos claros y alta; Celeste tenía mucho parecido con la abuela, juntas nadie podía dudar de su parentesco: sonrisa amplia, mirada franca, eran iguales.
Hacía seis años había fallecido el abuelo, aun se sentía herida, el abuelo había expresado con aspereza la situación de ella. De niña era juguetona, tenía muchas amiguitas en la escuela y en el vecindario, el secundario fue complicado porque sentía que era rechazada por sus compañeros, nunca supo a qué se debía.
En la ciudad el tiempo pasó muy rápido, hizo todo tipo de trabajos, necesitaba recursos para vivir en la metrópoli. Estudió por las noches toda la carrera, cada éxito que alcanzaba era la mejor palmada de aliento que recibía. Pasó diez años hasta ver hechos realidad sus sueños. Todo fue más llevadero desde entonces, empezó con guardias por muchos lugares, cubriendo suplencias, esto le trajo un mejor nivel de vida, abandonó la residencia universitaria y alquiló un departamento, fue todo un acontecimiento, desde entonces comenzó con sus primeras vacaciones, sencillamente era fabuloso.
Hacía tres meses había recibido una carta de su pueblo, era de un escribano, la tuvo arriba de su escritorio todo este tiempo sin abrirla, solo el ver el lugar del remitente, le producía malestar en el vientre. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de la abuela, fue la curiosidad que hizo que abriera el sobre, un sentimiento de angustia se apoderó mientras leía la carta. La abuela había fallecido, era una notificación legal que la declaraba única heredera, tenía que firmar unos documentos y tomar posesión. Pequeños hilos de lágrimas le corrieron por la mejilla. Decidir el viaje al pueblo fue difícil, cientos de imágenes venían a la mente, unas muy gratas y otras que creyó había olvidado.
Llevó el vehículo al mecánico para que lo pusiera en condiciones para el viaje. Hacía cuatro meses que había adquirido de un compañero del hospital, un coche. Solicitó una semana libre en el trabajo, hizo algunas compras para llevar en el viaje. Un domingo de verano partió rumbo a su pueblo, pensó que en cinco horas llegaría al pueblo, pero ese día no podía ser el menos indicado para el viaje, miles de veraneantes salían de la ciudad con rumbo a las playas. Los primeros cien kilómetros le tomaron medio día, terminar los cuatrocientos treinta kilómetros, ocho horas; llegó a la casa de los abuelos al anochecer. Agotada por el viaje, buscó un hotel donde pasar la noche.
Esa semana fue muy agitada con trámites burocráticos. Solicitó ayuda al escribano para que le recomiende un par de personas, para realizar la limpieza de la casa; el abandono era notable: pisos cubiertos de polvo, vidrios opacos, cortinas grises, maleza en el patio y placares llenos de ropa.
Tres días de intenso trabajo hicieron cambios drásticos en la casa, los recuerdos de su infancia eran más intensos cada día, en un placar oculto encontró las muñecas y peluches de su niñez, bellos momentos surcaron su cabeza, cuánta alegría traían esos juguetes. Un día, luego de almorzar, la curiosidad la llevó a ingresar en el altillo, al que solo el abuelo había tenido acceso, el lugar había estado prohibido para ella.
El altillo era espacioso. Muebles con cajoneras y baúles cubrían el perímetro del escondite del abuelo. Un ventiluz iluminaba el lugar, todo parecía haber sido clasificado con prolijidad. Una amplia cajonera llamó su atención, allí encontró una colección de álbumes fotográficos, fotos de un niño abrazando al abuelo que se repetían, nunca las había visto, al dorso de una foto encontró: «Mamá, papá y Carlitos. 1968». Los abuelos estaban muy jóvenes, el niño no tendría diez años, gruesas gotas de lágrimas corrieron por la mejilla. En un envase metálico de cookies encontró varias cartas, la destinataria era Julieta Phell, todas eran cartas románticas, expresaban amor por ella, en un sobre encontró una foto, era la imagen de un joven bien parecido en ropa de soldado: borcegos, casco, campera camuflada, mochila y un rifle en las manos; al dorso decía «Para la más hermosa chica y su bella pancita. Carlos», el parecido con el abuelo era notable, tenía una sonrisa radiante.
En el fondo de la cajonera estaba un pequeño cofre, contenía un diario, la tapa decía: «Julieta y Carlos. Diciembre 1981», en la contratapa había pegada una foto de una pareja joven, eran Julieta y Carlos. Eran sus padres, el diario pertenecía a Julieta, todas las páginas expresaban recuerdos de momentos lindos junto a Carlos. A mitad del diario concluía con un brusco cambio, la página estaba arrugada, tenía aureolas de manchas grises: «14 de septiembre, Celeste nació, no puedo soportar la pérdida de Carlos, llevaré a la bebé con sus abuelos».
De boca de un mal vecino, alguna vez había oído que a ella alguien la había dejado en la puerta de los abuelos en un canasto con algunos objetos. El corazón se le partió, y sus ojos se llenaron de lágrimas, pasó la noche llorando. Cuando salió el sol, buscó a la pareja que había trabajado en el arreglo de la casa, les pagó, cerró la casa y regresó a la ciudad.
El abuelo tenía razón.
miércoles, 27 de febrero de 2013
Aventuras de un joven marinero
12:58
Aventuras de un joven marinero, barco, cuentos infantiles, fogata, motín, naufragio, rescate
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Era un joven vigoroso. Había crecido aprendiendo el oficio de su
padre, que era pescador y le había contado cientos de historias acerca
del protector de los mares y de quienes se aventuraban en ellos, pero para el
muchacho eran solo cuentos.
Un día decidió embarcarse
en una enorme nave que recorría los siete mares. Esta era su primera
experiencia como marinero de verdad. Estarían todo un año viajando de puerto en
puerto.
En la entrevista con el capitán, este le dijo: «Tal vez si la
providencia nos es favorable, estaremos de regreso en un año». Desde ese
momento empezó a recordar las historias de su padre, quizá no fueran cuentos.
Dejó sus pensamientos en blanco y se dispuso a realizar sus
faenas: como aprendiz del barco, su deber era mantener la cubierta limpia,
lavar el piso varias veces al día porque al capitán no le gustaba ver los
excrementos de las aves que revoloteaban el barco, se pasaba el día espantando
a cuanto pájaro se posaba en la cubierta.
Los primeros meses fueron muy satisfactorios, pareció agradar
con su trabajo al capitán y, en recompensa, tenía el día libre cada vez que
atracaban en algún puerto. Para él, era una buena oportunidad porque le
permitía conocer a la gente de esas ciudades. Aunque el lenguaje le resultaba
incomprensible, con un poco de habilidad para hacer señas, conseguía
comunicarse. Siempre había creído que todo el mundo hablaba el mismo idioma que
él.
Después de varios meses
en alta mar, el capitán reunió a toda la tripulación y dijo que la temporada de
tormentas comenzaría pronto, que era necesario que cada marinero tuviera
siempre una cuerda de seguridad a mano, con la que debieran atarse a la
embarcación en caso de un temporal.
El joven aprendiz no tomó con seriedad las recomendaciones del
capitán. Cinco días después de zarpar del puerto, se vieron cubiertos por
gigantescas nubes, que parecían tragar el océano, las enormes olas producidas
por los vientos, amenazaban con devorar el barco y aplastarlo como si se
tratará de un cascarón de nuez. Una ola gigantesca arrasó la cubierta, y lo
arrancó del mástil que abrazaba. Cuando abrió los ojos, estaba sumido en el
oscuro océano. Solo un pensamiento vino a su mente: «¡Oh, Dios misericordioso,
apiádate de este joven incauto!». No había terminado con su plegaria cuando
sintió que algo lo succionaba y sintió un calor abrasador. Cuando despertó,
estaba tirado en una playa.
Pasó mucho tiempo en la solitaria rivera, no sabía si estaba en
una isla o en alguna costa despoblada. Como un experimentado pescador, se
proveyó de alimento fresco cada día en la orilla: moluscos, cangrejos y
cornalitos; su vida estaba embargada de idilio. Si alguna vez lo hubiera
pensado, tal vez nunca habría planeado la subsistencia que llevaba: el clima
era agradable, la comida abundante, el agua de la costa era cristalina.
Una madrugada cuando en el cielo aún brillaban las estrellas, un
sueño muy vivido le había despertado. En el sueño vio que un barco pasaba por
la costa, él agitaba las manos y gritaba cuanto podía, pero nadie lo oía. Ese
día pensó que algo sucedería, sintió que debía hacer algo; subió a la colina
más alta, preparó una hoguera con muchas ramas frescas para alimentarla.
Pasó el día junto al fuego, pero no hubo indicio de embarcación
alguna. Por la noche, se recostó cerca de la fogata; debido ala brisa que
soplaba, puso más ramas, para calentarse un poco mientras dormía. El rocío de
la mañana lo despertó, del fogón solo quedaban pequeñas brasas que chispeaban,
juntó yesca para avivar el fuego y, mientras soplaba las brasas, una imagen
paralizó su aliento. Miró a su alrededor y, cuando volvió a mirar la costa, un
barco estaba anclado.
Quedó sentado por un largo rato, hasta que vio que bajaban
un bote y cuatro hombres comenzaron a remar hacia la orilla. Fue entonces
cuando pensó que no era una ilusión. Presuroso, descendió hacia la playa. Para
cuando llegó, los hombres bajaban del bote. Con un poco de temor, fue caminando
hacia ellos, uno de los marineros dijo algo mientras agitaba las manos, como
saludando, pero él no comprendía esa lengua. Cuando los tenía casi a seis
pasos, uno de ellos se inclinó como haciendo una venia, el joven les dijo:
«¿Quiénes son, de dónde vienen?», otro marinero, presuroso, contestó que venían
de tierras muy lejanas, que, debido a una tormenta, se habían visto obligados
a tirar todas sus provisiones al mar, junto con toda la carga que
llevaban. Hacía cinco días que no tenían agua.
La agitación de la tripulación era la gran preocupación del
capitán del barco, que era quien había hecho el saludo inicial. Para esa noche
sus hombres estaban planeando un motín. El capitán, en su desesperación, había
clamado por ayuda divina, pues su vida estaba en peligro. Fue entonces cuando
oyó del vigía: «¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!».
En el horizonte de la oscuridad habían visto el brillo del
fuego, se aproximaron a la costa y echaron anclas. El clima en el barco había
cambiado, el ánimo de la tripulación era distinto. El joven les proveyó de
agua, frutos y cocos. Pasaron tres días cargando el barco. Cuando el joven
contó cómo había llegado a ese lugar, el capitán se puso erguido, conocía el
barco y a su capitán, estaba al tanto de lo sucedido, solo un hombre se había
perdido en esa tormenta, el muchacho agitando enérgicamente su cuerpo, les
decía que era él quien había caído al mar. Los ojos le saltaban del rostro
cuando lo decía.
El capitán le ofreció viajar con ellos de regresó a su casa. Ambos
supieron que no había sido casual su encuentro, la providencia había estado del
lado de ellos.
viernes, 11 de enero de 2013
Extraño encuentro
19:10
cuentos, escondidas, estufa leña, extraño encuentro, fuego, huella, noche oscuro, ser sobrenatural
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Hacía mucho tiempo mi abuelo me contó algo que le había cambiado
la vida fue una noche, mientras hacía un viaje de aventura en un paraje alejado
entre densos bosques y montañas que parecían tocar las nubes con sus picos
afilados.
Esa noche, como habitualmente, se dispuso a dormir en una cueva. Había caminado todo el día; agotado, preparó una comida en un fuego que improvisó con ramas que abundaban en el bosque y comió arroz con atún enlatado; para permanecer abrigado recolectó una buena cantidad de leña, que iría tirando al fuego para mantenerlo avivado durante la noche, también esto lo protegería de los animales que estuviesen merodeando por esos parajes.
Esa noche, como habitualmente, se dispuso a dormir en una cueva. Había caminado todo el día; agotado, preparó una comida en un fuego que improvisó con ramas que abundaban en el bosque y comió arroz con atún enlatado; para permanecer abrigado recolectó una buena cantidad de leña, que iría tirando al fuego para mantenerlo avivado durante la noche, también esto lo protegería de los animales que estuviesen merodeando por esos parajes.
Muy pasada la medianoche, un soplido de respiración profunda lo
despertó, del fuego solo quedaban pequeños trozos de brasas chispeantes, la
oscuridad era densa, el cielo estaba cubierto de pesadas nubes, que amenazaban
descargar sus pesadas bodegas. Se levantó para avivar las brasas con ramas
pequeñas hasta que las llamas iluminaron aquel lugar.
Cuando volvía para su improvisada cama, una imagen lo paralizó,
parecía un robusto toro, pero no era un animal, la figura de este ser estaba
marcado con gruesa musculatura. Aunque el abuelo era alto, se vio tan
disminuido que apenas lo alcanzaba al pecho. Esa respiración profunda que lo
había despertado tenía un origen, tan solo a unos pasos los separaba, nunca
antes había sentido tan fuerte el crepitar del fuego. Tras un largo rato de
observarse mutuamente, simplemente, este individuo se dio vuelta y desapareció
en la oscuridad del bosque.
Al siguiente día cuando amaneció, pudo ver las enormes huellas
que había dejado, sacó un molde de esas huellas, cuando volvió para su casa, lo
guardó en un altillo.
En una de mis tantas
travesuras y juegos a las escondidas, encontré ese molde, medía como tres
palmas mías. Ese día después de la cena, le pregunté al abuelo de quién era esa
huella, entonces me llevó a la estufa de leña, avivó el fuego y me contó la
aventura de ese viaje y ese extraño encuentro.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
Tormenta en la montaña
12:56
aventura, cuentos, laguna diamante, pueblo fantasma, relámpagos, Tormenta en la montaña, tren, trueno
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Habían entrenado durante seis
meses para una vacación de turismo aventura. Ambos habían preparado todo para
el viaje; para reducir costos, sacaron boletos de tren con varios meses de
anticipación e hicieron compras de víveres para dos semanas. Las mochilas
estaban a su límite de carga.
El viaje en tren ya fue una aventura, las demoras en la salida, el
hacinamiento de los pasillos; eso sí, fue un buena ocasión para hacer amigos y
recabar más información del lugar de su destino, laguna Diamante. El camino era
de ripio, en un tiempo en esa zona trabajó una empresa canadiense, extraían
minerales valiosos como el tungsteno, el cambio monetario hizo que la empresa
se retirara hace quince años. El campamento minero quedó como un pueblo
fantasma. En sus mejores tiempos estaba habitado por casi tres centenas de
familias, las que contaban con todas las comodidades de una pequeña ciudad:
hospital, una proveeduría amplia, un cine, canchas deportivas, iglesia, y hasta
un puesto policial.
Cuando los jóvenes aventureros
llegaron al pueblo, apenas encontraron a dos decenas de personas, quienes aún
se dedicaban a la minería, aunque en condiciones muy precarias, no contaban con
energía eléctrica, el agua la tenían que buscar en un arroyo que fluía
hacia la laguna. La vista de la laguna desde el campamento era maravillosa,
girando la mirada para la izquierda estaba la razón por la que habían hecho el
viaje, una piramidal montaña con un pico que era una corona de un volcán
extinto.
Levantaron sus carpas en lo que había sido una
cancha de básquet, estaba en un lugar protegido de los fuertes vientos que
soplaban. Luego de merendar, se dispusieron a explorar un poco el
lugar. Recorrieron todo el pueblo, todas las casas estaban abandonadas, las
mejores eran los que estaban ocupadas por los mineros, que, por el tipo de
construcción, tal vez habían pertenecido a los propietarios de la mina,
parecían fortalezas, muy diferentes a las casas de los obreros que
eran muy modestas y estaban dispuestas de a cinco, una al lado
de otra, en columnas de diez hileras, de las que había como seis
filas. Descendieron hasta la laguna, el agua era muy fría, pero cristalina, no
parecía haber vida en el lago, aunque los pobladores les habían dicho que en
épocas de pesca llegaban a sacar peces.
Caminaron casi hasta el otro
extremo del lago, curioseando, tomando fotos, sencillamente, disfrutaban
del lugar, las nubes parecían que estaban a su alcance, una tras otra
pasaban impulsadas por el viento. Sin darse cuenta de la hora, la noche
los sorprendió en un santiamén. El retorno al campamento se hizo muy largo,
debido a la oscuridad de la noche, densas nubes cubrieron el cielo, la ansiedad
por llegar a sus carpas era notoria en su respiración agitada: Pequeñas
gotas de agua comenzaron a caer, sus pisadas cada vez eran más rápidas; de
repente, un fuerte trueno dejó caer un rayo que iluminó la
montaña, ambos cayeron al piso por el estruendo, el eco resonó entre las
montañas, corrieron hasta la primera casa que estaba a la vista, la lluvia se
hizo más copiosa, para cuando llegaron a la casa, estaban completamente
empapados.
Con el corazón en el cuello,
llegaron a cobijarse de la lluvia en una precaria casa, ahora al menos tenían
un techo que los cubría. No terminaron de sentarse en el piso cuando cayó otro
rayo que iluminó la habitación, el estruendo fue tal que, con las
manos en la cabeza, la enterraron entre sus piernas, el pánico se apoderó de
ellos; la ropa mojada y el frío ya no eran un tema del cual ocuparse, los
truenos retumbaban en el oscuro cielo. Todas las horas de entrenamiento que
habían hecho no los habían preparado para una situación como esta, no
había una palabra de aliento en ninguno de ellos. Sus pensamientos era
volver lo más pronto posible a sus casas. Qué los había
llevado a esos parajes tan lejanos, todos sus planes en cuanto a la
ascensión a la montaña los estaban replanteando, qué sería de ellos en una
noche como esta, en medio de la montaña, sencillamente, era inimaginable una
escena así. En silencio, acurrucados en una esquina de la casa, pasaron la
noche. No tomaron en cuenta en qué momento cesó la lluvia, agotados por la
tortura nocturna, quedaron profundamente dormidos.
Cálidos rayos de sol iluminaron muy temprano la habitación, el
canto de un pájaro posado en la venta los despertó, entumecidos por el piso de
piedra, se pusieron de pie para estirar las extremidades, sus miradas estaban
llenas de perplejidad.
Nunca antes habían estado en una situación como esa.
jueves, 6 de diciembre de 2012
Amistades rotas
12:56
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Se habían conocido el último año del secundario. Uno de ellos era de contextura pequeña, pero robusta; tenía un problema, era tartamudo. El otro era alto, de rulos rubios y delgado. Éste había crecido en una familia que había emigrado al país del norte cuando él era un niño y también tenía dificultades para expresarse, le costaba leer con soltura.
Cuando el traga llegó a su casa, quiso jugar en la flamante
MacBook, sorprendido, encontró en la mochila dos tabla de cocina. El hermano menor con quien compartía la habitación, al verlo lloroso y cara de angustia, alertó a su padre de lo ocurrido. El padre llamó inmediatamente a la policía, fueron a la comisaría para hacer la denuncia de lo ocurrido esa tarde. Cuando fue dando los nombres de los muchachos, uno llamó la atención de los policías, Fabricio Tellenbach; el comisario envió rápidamente una patrulla al domicilio de Fabricio, la desilusión fue mayor que el ver las tablas de cocina en la mochila.
No pasó mucho tiempo hasta que se hicieron amigos, las diferencias entre ellos hacían que surgieran rencillas y hasta algunas peleas a puño limpio, repentinas.
El pequeño era hábil en muchas cosas cotidianas, la vida rigurosa que había llevado, había hecho ingeniarse de mil maneras para salir adelante. Quedó huérfano de padre a los diez años, y nunca había conocido a su madre porque había fallecido cuando él era un bebé.
La mayor parte de su vida la había pasado en la casa de sus abuelos, estos eran muy ancianos y dependían de él para todos los mandados. Cuando la comida escaseaba, siempre se ingeniaba para llevar algo a la casa. Los abuelos le preguntaban: «¿De dónde consigues el dinero para las compras?», la respuesta que daba era: «Hice un trabajo bien hecho, y el jefe me regaló estas cosas».
Transcurrió el tiempo y con veintiún años estaba terminando el secundario, con simpatía se había ganado la confianza de todos sus compañeros y profesores. En ocasiones desaparecía por una semana, la explicación era: «Mi abuelo se enfermó, me quedé a cuidarlo».
Pero no conocieron realmente a este amigo hasta después de la graduación del secundario. Los muchachos se juntaron un domingo para un asado, luego de un partido de fútbol Uno de ellos había llevado una flamante portátil MacBook, era el regalo de sus padres por haber terminado el secundario con las mejores notas. Era el traga del curso, pelito corto, anteojos de carey y camisa impecable. Alguien trajo una peli, pasaron la tarde haciendo pesadas bromas entre ellos. Cuando se puso el sol, dejaron la peli y comenzaron con el truco. Ahí sí que se pusieron los ánimos fuertes, nadie quería quedar sin una ronda ganada. Iban y venían las discusiones, entraban y salían de la casa buscando el baño. Hasta que el padre del anfitrión tuvo que poner fin a la jarana, simplemente pidió que se retiraran.
Dos días después, por boca de uno de los chicos, se enteró de que su amigo estaba preso. Quedó paralizado, cuando indagó qué había ocurrido, se fue informando de que el muchacho simpático no era tal, hacía varios años que cursaba el último año para relacionarse con chicos de cierto nivel económico a los cuales hacía sus víctimas.
MacBook, sorprendido, encontró en la mochila dos tabla de cocina. El hermano menor con quien compartía la habitación, al verlo lloroso y cara de angustia, alertó a su padre de lo ocurrido. El padre llamó inmediatamente a la policía, fueron a la comisaría para hacer la denuncia de lo ocurrido esa tarde. Cuando fue dando los nombres de los muchachos, uno llamó la atención de los policías, Fabricio Tellenbach; el comisario envió rápidamente una patrulla al domicilio de Fabricio, la desilusión fue mayor que el ver las tablas de cocina en la mochila.
Por el historial policial, conoció que Fabricio había terminado el secundario en un centro de rehabilitación de menores, donde fue un alumno destacado, había quedado libre por buena conducta. Lo habían llevado a ese lugar por una larga lista de delitos: hurto de todo tipo de objetos, portafolios y carteras; los lugares eran tan diversos que eclipsaban el arcoíris más luminoso.
En el grupo nadie se atrevía a decir algo, todos estaban tan impactados que no se atrevían a mirarse la cara uno al otro, estaban turbados, en ningún momento pensaron que Fabricio pudiera tener semejante prontuario. Entre los objetos que la policía recuperó estaba un microscopio; cuando lo vieron quedaron descorazonados, todos habían recibido amonestaciones, eran cuatro los aparados que habían desaparecido del laboratorio de biología.
La policía verificó el número de serie dela MacBook con la boleta de compra, firmaron unos papeles, y el padre y él regresaron a su casa. El joven tenía el corazón partido.
lunes, 26 de noviembre de 2012
Estampida en la noche
El galope de los caballos era ensordecedor. Llovía a cántaros.
Escondido, Gabriel estaba aterrorizado.
La fuerte tormenta había alterado a la familia, que estaba
inquieta por la situación. Gabriel y su padre habían salido para tranquilizar a
los corceles en el establo.
Durante toda la primavera, el muchacho había seleccionado los
mejores ejemplares y los había tenido bajo celoso cuidado y protección. El
resto de los equinos, que superaban la centena, se guardaban en el corral.
Ese año no había sido mejor que otros, la demanda de animales
había sido escasa. Varias décadas atrás, cuando el rancho era cuatro o cinco
veces más grande, las cosas habían sido diferentes, pero las épocas habían cambiado,
ya no disponían de vaqueros contratados, ahora la familia tenía que realizar
todas las labores.
El invierno se había iniciado; con él, la temporada de lluvia y
tormentas eléctricas.
El padre lo había enviado a la caballeriza, mientras que él iba
para el corral. Un rayo había caído sobre el árbol que estaba a un par de
metros de la parte posterior del pesebre. Fue tan estruendoso, que Gabriel pegó
un grito y se tiró al piso, como intentando sumergirse bajo la tierra.
Las continuas patadas de los caballos le habían hecho levantar
la mirada, y había visto el establo en llamas, el árbol prendido fuego, y cómo
este había saltado para el cobertizo.
El muchacho se había
levantado y corrido para abrir la puerta principal, luego había liberado los
frenéticos caballos, que golpeaban con los cascos la cuadra; había terminado de
soltar el último cuando la parte posterior se desplomó.
Gabriel había corrido tras un peñasco y se había escondido de ese
infierno.
martes, 20 de noviembre de 2012
El niño del barrio
Los
chicos jugaban a la pelota todas las tardes en la plaza del barrio.
Muchos
de ellos eran compañeros de escuela, algunos intercambiaban los trabajos
escolares; pero lo que más disfrutaban era estar en grupo.
De vez en cuando aparecía un niño para el juego; no lo conocían de la escuela,
tampoco sabían dónde vivía y menos quiénes eran sus padres; cuando terminaba el
partido el niño desaparecía.
Los chicos se quedaban para repartir algún helado de agua o barritas de hielo
saborizado; compartían cuentos y chistes; una tarde invitaron al niño para
quedarse un momento, para conocer algo de él; hablaba poco, como no conseguían
mucha información, intentaban persuadirlo para que contara algo sobre él y de su
familia.
—Si nos
dices dónde vives, te dejamos tomar el helado —Uno de los chicos del grupo puso
a su alcance el helado de agua.
—No tengo
calor —contesta el pequeño.
—Pero si
tienes hambre puedes tomar el helado —insistían.
—Cuando
tengo hambre me como los sapitos. —responde desmereciendo la oferta.
—¡Qué! —Los
niños con ojos saltones, no daban crédito a lo escuchaban.
—Son ricos,
a que no lo prueban —El desafío se había revertido.
—Si vos lo
comes, yo los comeré —Un niño del grupo acepta el reto.
—Bueno, conozco
dónde hay muchos —Se levantaba del piso y salía corriendo.
—Vamos a
ver a donde se dirige —dijo uno de los chicos y siguieron al niño.
Tras
correr cuatro cuadras, llegaron a donde había un arroyo y pequeños estanques de
agua; estaba cubierto de una especie de diminutas plantas acuáticas que cubrían
los charcos, como si fuera una alfombra, era de color verde agua. No tardaron mucho cuando
vieron pequeños puntos negros que se movían sobre el manto.
Con
mucha pericia el niño atrapa una y se lo alcanza al niño que había aceptado el
reto, esté con cara melindrosa estiraba la mano, cuando sentía en la mano las húmedas
patitas de la ranita, el niño pega un grito, agitando la mano tira
al anfibio al charco.
El
niño irrumpe en carcajada y atrapa varias, con el puño cerrado se fue dando
pequeños saltos mientras llevaba a su boca su captura.
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